LA VIDA DE ADÈLE / LA VIE D’ADÈLE (01)

LA VIDA DE ADÈLE / LA VIE D’ADÈLE (01)

por - Críticas
09 Ene, 2014 12:28 | comentarios

CHICAS VORACES

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Por Marcela Gamberini

El cine es muchas veces una cuestión de velocidades, de densidades, de tiempos transcurridos.  La vida de Adèle está dividida en dos capítulos – como una novela-  con un eje central que la vertebra y la recorre y dos puestas en escena disimiles, hasta confrontativas. La película se inicia como un Bildungsroman aquellas novelas de iniciación, de aprendizaje, de despertares, Aquellas novelas que, de algún modo, nos trazan los lineamientos sobre los que los protagonistas, adolescentes ellos, intentarán alzar su vida, formar su ideología, perfilar su mirada sobre el mundo.  Y en esta primera parte de la película, la literatura es la estructura, el patrón. Las novelas que se citan, de las que hablan las chicas en clase y fuera de ella, las de Marivaux, la de Laclós; la obra de teatro y modelo de tragedia Antígona, incluso los autores que aparecen como Sartre; son el sedimento sobre el que se edifica la película. La relación de esta primera parte con la literatura es esencial, es constitutiva y tal vez, en algún momento hasta sea desmesurada. Las pistas que arrojan las lecturas de esas novelas, los comentarios que hacen los profesores, la charla sobre el existencialismo y la libertad sartreana; de algún modo anticipan denodadamente el final de tragedia (que es el gran género literario) de la película.

Adèle –como no recordar a la Adèle de Truffaut- recorre calles, camina, transcurre, mira, avizora, se emociona, llora, come, todo con la misma avidez, fascinación y asombro. Todo para ella es una novedad, dejando la adolescencia y entrando a la vida adulta, tomando caminos, eligiendo, perfilando líneas de fuga para su futuro. Anclada en una familia de clase trabajadora, una familia abocada a las tareas domésticas, simple y sencilla el mundo de afuera la seduce y la llama. Adèle lee bastante, eso la hace más abierta, más sensible, más frondosa; está atenta al mundo que la rodea y en ese devenir donde no le satisface el encuentro con el otro sexo, aparece Emma -cómo no recordar a Emma Bovary si estamos hablando de literatura y vamos a hablar de mujeres voraces-. Emma, pertenece a una clase más acomodada, más culta, más liberada, con su pelo azul y su mirada franca; tiene en los ojos la inteligencia que Adèle admira y ansía. Estudia Bellas Artes, es pintora. La atracción es inmediata, sexual y  cerebral. Pero –y todas las relaciones tienen un pero-  cada una hace pivote en una clase, en un espacio, en un mundo, en un modo de ver el trabajo y en cierta manera en la que circula el dinero. Adèle es el fideo con tuco que hace su padre y Emma es la ostra que le hace probar y comer a Adèle.

La película tiene en esta primera parte una velocidad más tranquila, más aquietada, más personal, como si la cámara acompañara a las chicas en sus sensaciones, con contundentes primeros planos donde la emotividad de los ojos y la boca suplen los discursos. Los espacios son abiertos, las plazas, la entrada del colegio, las caminatas de Adèle por esas noches cerradas. El montaje es tranquilo, sereno; pareciera que Kechiché con su cámara homenajeara el encuentro de esas dos almas.

En el segundo capítulo, después de una elipsis elegante y sutil, que nos ahora tiempo y espacio; ellas viven juntas. Emma ya no tiene el pelo azul, ahora es una pintora conocida y Adèle es una maestra que cocina maravillosamente. Las clases pudieron acercarse pero no mezclarse, Emma es una intelectual que trabaja y defiende su trabajo (como se ve en la escena que habla por teléfono) y Adèle sirve las comidas que ha heredado de su padre, como en la escena de la fiesta donde no sólo cocina sino que demás sirve la comida para todos los invitados. En este segundo capítulo la película adquiere otro ritmo, más urbano, más de interiores, los espacios son cerrados, generalmente la casa de ellas o la galería de arte. Las noches son más oscuras, más veloces, más densas. La película adquiere otro clima, más cercana a la tragedia que empieza a perfilarse con claridad.

Hay algo que une o estrecha estos dos capítulos: las explícitas escenas de sexo. Como una sutura invisible y carnal, el cuerpo de ambas, el revoltijo de sus brazos, sus piernas, sus cabezas, sus miradas; resume la emotividad, la sensorialidad, la voracidad de un amor naciente y complejo.

Kechiché es un buen director de mujeres. En Cous cous (2007) una mujer, enfundada en su pollera colorada, resume el relato, su deseo, su cuerpo, sus movimientos le dan forma y sentido a la película. En la muy buena Juegos de amor esquivo (2003) sucede algo similar: las mujeres que llevan a cabo la acción, los hombres son satélites y giran a su alrededor. En La vida de Adèle pasa lo mismo: las chicas, en sus escenas de sexo, logran confundirse, dándonos planos en los que los cuerpos se enroscan tanto que no podemos descifrar los límites. Pero hay algo todavía más interesante. Para Kechiché ser mujer es una construcción social, no sólo una definición normativa. Son ellas, incluso con sus madres y las compañeras de colegio, las que llevan la fuerza del relato, las que lo hacen brillar. Agarrarse a las trompadas, gritarse, llorar, con moco y todo. Son ellas, las voraces, las que quieren comerse una a la otra, chuparse, lamerse, delimitarse, cruzar fronteras. Ahora, si hay algo infranqueable ese límite es la clase social, la pertenencia, la ideología. Adèle en la última escena enfundada en su vestido azul –que pareciera ser éste el ultimo resabio del amor de Emma- no se siente cómoda en esa galería de arte y elije su propio camino, que no es sólo el de su identidad sexual, sino que es la ambivalencia propia y constitutiva de toda subjetividad.

Marcela Gamberini / Copyleft 2014