LA VIDA DE UN BUEN HOMBRE

LA VIDA DE UN BUEN HOMBRE

por - Adiós al cine, Varios
05 Jun, 2020 07:01 | comentarios
María Mercedes Colazo (1949-2020) murió días atrás, víctima de la pandemia en curso. Fue un hombre querido por muchos de los cinéfilos que vivimos en la ciudad de Córdoba.

Sueño con un muerto; me habla pausadamente, en un idioma que no entiendo, pero me doy cuenta de que él sabe que comprenderé más tarde. Intuyo su convicción, no así lo que quiere comunicarme. Sonríe, también se ríe de mí, dirige su atención hacia un llavero, indicando con su mirada que ahí se cifra lo que me quiere decir y se vuelve a reír. El problema, la angustia en la escena onírica, consiste enteramente en el desconocimiento del rostro y la lengua. La angustia se acrecienta, arremete contra el dueño del teatro inconsciente, me despierto. Estoy transpirado como en las películas, y contrasta epidérmicamente con la temperatura ambiente. El frío es contundente, impío. Nariz, pies y manos congelados, la frente empapada. La calefacción de la casa se ciñe a las hornallas; es insuficiente.

En la Antigüedad se hubiera pensado que un alma del otro mundo quiso enviarme un mensaje. Los antiguos pensaban de ese modo, aunque esa concepción supersticiosa persiste entre nosotros, como el lenguaje descriptivo del movimiento del sol que remite a una cosmología perimida. La metafísica en sus vertientes más canónicas o extravagantes no habitan en mí, y solo me queda interpretar el sueño bajo el influjo de diecinueve años de diván. Aquí, seguramente, no faltará el que invoque la jerga especializada de la disciplina freudiana, su proclividad al credo secular, y podrá hacer entonces alusión a la epistemología dudosa de esa ciencia de la intimidad, como suelen apuntar aquellos que abrazaron los dictámenes del positivismo lógico y sus derivados de todo tipo que alcanzan a las neurociencias de hoy. ¿Y si hubiese soñado con Mario Bunge? Pero de pronto sé con quién soñé, la llave es la llave del sueño. 

El muerto que vi en sueños y que nadie pudo ver morir, ni despedir, excepto algún enfermero entregado abnegadamente a su oficio, fue víctima del coronavirus. Entre nosotros, y en ese plural reúno nomás a los argentinos, no hay entre los muertos por el virus ningún famoso o personalidad saliente. Mueren, por ahora, hombres y mujeres comunes, y entre ellos está el lejano amigo que de un día a otro dejó de existir. Leo, repito, digo: “Dejó de existir”. Tal afirmación indudable es casi imposible de asimilar, si es que uno se detiene en el alcance de ese enunciado. Es, también la mismísima materia de lo infilmable, porque ni siquiera el concepto de fuera de campo rinde para aprehender el no lugar de los muertos.

Mi amigo era cuidador de un cine. A veces cortaba las entradas, también acompañaba a los espectadores hasta sus butacas y sus menesteres diversos en el cine estaban subordinados a las tareas múltiples de un sereno (de día). Mi amigo no sabía mucho de cine, porque simplemente era un empleado municipal al que destinaron a un cine perteneciente a dicha institución. Pero, tras varios años de trabajar en el cine, se encariñó con los cinéfilos y estos con él. Hombre de altura considerable, su nombre de resonancias femeninas le añadía a su porte una cierta ternura que no es propia de la jurisdicción de los machos, propensos a estirar el brazo y dar la mano con la prepotencia de un pugilista. A mi amigo le gustaba reír y dar abrazos, su estatura no le impedía inclinarse y expresar físicamente su cariño.

María Mercedes Colazo murió la semana pasada. Nos acompañó a todos los que pasamos por el Cineclub Hugo del Carril por más de una década, la institución que cobijó más que ninguna a los cinéfilos de la ciudad de Córdoba. Conmigo siempre fue amoroso, y lo fue también con mi hija y con quien fue mi compañera por 11 años. Era solícito, como lo fue en aquella oportunidad en la que, después de un concierto de música en el que yo era parte de la banda, perdí mis llaves del auto y él permaneció conmigo hasta que pude resolver ese inconveniente que me retenía en la ciudad en la que por entonces no vivía.

Son pocas las veces que el cine se detiene a filmar a hombres y mujeres comunes. Sus vidas suelen ser vidas de extras, en el mejor de los casos. Los fotogramas inmortalizan a las estrellas, rara vez a la secreta comunidad de anónimos que ocupan las butacas. Sin embargo, María tiene un discreto papel en un film hermoso, cuyo destino debió ser otro, pues La Victoria es una película de amor al cine como pocas, desdeñada bastante por los festivales de cine, que no le dieron espacio. En ese film, María hace de él, porque La Victoria es una ficción sobre el Hugo del Carril transformado en un hogar de géneros y personajes que viven a través del cine; una ficción sobre una institución real, como sucedía en La vida útil respecto de la Cinemateca uruguaya. Por cierto, esa película tiene una de las mejores citas cinéfilas de las tantas que el cine ha prodigado. La breve secuencia que incluye de The Quiet Man es gloriosa, una victoria de La Victoria. Pero ¿quién podía haber previsto que este film encantador de Martín Campos habría de ser una conjura de la implacable y siniestra forma en la que mueren los que son víctimas del Covid-19?

En el cine contemporáneo, sobre todo el de ciencia ficción y superhéroes, las víctimas, cuando mueren o las asesinan, se desintegran en el plano. El cuerpo completo se desmaterializa y la podredumbre de la carne y los huesos se sortea en una elipsis en el mismo plano. La desintegración es una novedad. Así también mueren los hombres y las mujeres del virus, se desintegran en un no lugar cuyo destino es el no lugar por antonomasia. Frente a estos hay canallas que se animan decir públicamente que la pandemia es falsa, incluso los hay entre gente que dice amar al cine. La muerte de un ser querido quizás los doblegue y dejen, por lo tanto, de ejercitarse en la abyección cotidiana produciendo caracteres que envilecen la vida en común. A María se lo llevó el virus, justo cuando había empezado a gozar de su jubilación, alguien que trabajó durante toda su vida y a quien lo esperaba un tiempo de ocio y serenidad. La pandemia no es una abstracción.

María ya no está entre nosotros, no pudimos despedirlo, no pudimos, como se dice con tanta amabilidad en Fourteen, de Dan Sallitt, ir al velorio a honrar su vida, porque es entonces cuando afirmamos, como se dice en ese film tan querible, que toda vida ha sido valiosa, y al reunirnos ante el muerto se vindica la importancia que tuvo y tendrá para nosotros. Pero tenemos La Victoria. Allí, el fantasma material de María persiste en un par de fotogramas; en ese film revivirá cada vez que alguien desee encontrarse con él. Inesperada misión de una película: devenir en un réquiem secular que dignificará eternamente la vida de un buen hombre.

Fotogramas: La Victoria.

Roger Koza / Copyleft 2020