EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA / TOIVON TUOLLA PUOLEN

EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA / TOIVON TUOLLA PUOLEN

por - Críticas
02 Ago, 2017 01:27 | Sin comentarios
Kaurismäki es un cineasta superlativo. No hay muchos como él, capaz de hacer el mejor cine político sin ceder a la demagogia de la sensiblería y al panfleto ilustrado.

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

EL EXTRANJERO

El otro lado de la esperanza / Toivon tuolla puolen , Finlandia-Alemania, 2017

Escrita y dirigida por Aki Kaurismäki

**** Obra maestra

Una sirio, un iraquí, otros extranjeros, varios finlandeses, un par de músicos, un restaurant. El mundo de hoy sintetizado en una película cuyo corazón es tan grande como el arte de su director 

El extranjero está en todos lados. Detrás del mostrador de un bar, entre los enfermeros de un hospital, en las calles vendiendo pulseras y relojes, en los hoteles, que a su vez reciben a otros extranjeros. Es una figura mítica y actual, un signo no económico de la historia de la economía, un personaje conceptual de todo enfrentamiento armado, un alguien reconocible hasta cierto punto que no pertenece a la soberanía del nosotros y por eso mismo amenaza. ¿Cómo filmarlo? ¿Cómo contar su historia? El cine ha cultivado desde sus inicios una estética del otro. Quien filma reconoce la diferencia, siempre mensurable en la puesta en escena.

El extranjero es el mismo, pero su designación responde al espíritu de una época. Hoy se lo reconoce como inmigrante y se le adhiere una condición jurídica de sospecha: es un indocumentado. Ya van dos décadas que esa figura predomina. Los sociólogos la explican, los políticos legislan sobre ella, los periodistas informan y forman una opinión para poder interpretar el lugar de ese extranjero desprovisto de una identidad firme y legal. Suele hablar otro idioma, practicar hábitos dietéticos distintos y desconocer creencias típicas de una sociedad ya establecida; puede creer en dioses insólitos y adjudicarles atributos insospechados. ¿Qué hacer con el extranjero?

El extranjero es también un reiterado protagonista en el cine contemporáneo. ¿Cómo filmar entonces al inmigrante o incorporarlo a un relato? Hay muchos cineastas sensibles a su tiempo; uno de ellos es el maestro finlandés Aki Kaurismäki. En su segunda película de la trilogía sobre inmigrantes, después de La Havre, que transcurría en el norte de Francia, el director elige una ciudad portuaria, pero en esta ocasión se trata de Helsinki, capital de su propio país, lugar en el que se desarrolla un hermoso relato no exento de dramatismo. Aquí también llegan sobrevivientes nómades de Siria e Irak, o de otras naciones que no se enuncian. Se presupone en algunos pasajes que todo tiene lugar en un centro policial donde los indocumentados esperan el veredicto de los responsables estatales para determinar si se les otorgará la ciudadanía.

En el filme, el protagonista es Khaled, un hombre joven que viene huyendo de Siria y que azarosamente recala en Finlandia. Intentará primero obtener la residencia por las buenas, lo que permite saber indirectamente algo de su historia y de su forma de ver el mundo. Toda su familia ha sido aniquilada, excepto su hermana, a la que no consigue ubicar, como le informará a una apacible burócrata finlandesa que transmite la empatía de un robot humanizado. En esas dos o tres entrevistas, Kaurismäki suministra el contexto de su personaje sin convertirlo en un mero vehículo para articular una denuncia o expresar una declaración sobre el estado del mundo. Eso vendrá por añadidura, como sucede en todas las grandes películas que no declaman sino que sugieren, como El otro lado de la esperanza.

 El título ya lo indica: Kaurismäki está dispuesto a develar el contracampo de la esperanza, y si bien no prescinde de mostrar todo lo que habrá de padecer su personaje (la intolerancia de los neofascistas, la insensibilidad de los burócratas, la persecución infinita de los policías, la precariedad económica y la angustia de saberse todavía a la intemperie), lo extraordinario del filme reside en su amorosa ligereza, acaso alcanzada por cierto antinaturalismo representacional que conjura el peso del sufrimiento y resalta tenuemente los buenos sentimientos de los hombres. Nunca se niega la crueldad del mundo, pero eso no significa pactar con ella. En este sentido, Kaurismäki apela a un misterioso juego lúdico que oscila entre el absurdo y la bonhomía, en el que se introducen gestos nobles y una camaradería anacrónica que resisten el orden de un mundo despiadado. La escena que mejor sintetiza esa poética de la solidaridad es aquella en la que el dueño de un restaurante se encuentra con Khaled en la puerta trasera del negocio. Primero se enfrentan, luego se reconcilian, después serán leales uno con el otro. Todo lo que sucederá entre el dueño, el personal del restaurante y Khaled es en términos dramáticos inverosímil, pero el atrevimiento de Kaurismäki en insistir en tales formas de asociación afectiva constituye el núcleo duro de su discreta pero férrea fe en los hombres. La escena indicada es una entre otras, ya que existen varias dispersas y sin subrayado alguno a lo largo del filme, donde también resplandece esa resistencia solidaria entre los hombres comunes (como se puede apreciar en una magnífica secuencia que sucede en un callejón en el momento en que el protagonista es atacado por un grupo xenófobo). A veces todo se reduce a un gesto imperceptible; quien esté atento sabrá reconocerlo.

La (imposible) poética de la solidaridad de Kaurismäki necesita de una táctica que evite una fidelidad mimética ante el estado de las cosas. Duplicar y repetir el triste orden del mundo es tarea para los cineastas graves que creen que la sordidez es la cualidad indispensable para representar el malestar en el mundo. Escenificar el temblor y el horror en forma de shock para instar a la toma de conciencia es la estética propia de cineastas como Michael Haneke. Apabullar sofisticadamente, afianzar una verdad del mundo empleando todos los miedos inherentes y los hastíos morales de una clase en pos de hacer sentir asco e indignación frente a un mundo injusto, tan solo confirma que así son las cosas; eso es todo lo que se puede esperar de la estéril lucidez de los cineastas graves.

Kaurismäki toma un desvío de esa retórica de la verdad y arriesga. Su ejemplar manera de desmarcarse de los cineastas graves consiste en enrarecer las referencias. El vetusto mobiliario de los interiores, los objetos que pueblan el espacio doméstico y público, las bandas de música de septuagenarios que tocan en la calle o en los bares, la exaltación cromática que poco tiene de real, la singular expresividad de los personajes trastocan la representación presuntamente realista del mundo. Sucede que la invocación de estos valores anacrónicos no puede surgir del mundo que expulsa a los hombres sensibles castrándolos de toda predisposición anímica a la benevolencia. En esa desavenencia entre lo que se ve y lo estipulado como real anida una sensibilidad utópica, el vislumbre de actos nobles que resisten el pesimismo oficial de los cineastas graves. Todo está bien en El otro lado de la esperanza, y lo prodigioso y paradójico del caso es que lo que se cuenta y afirma aquí es que todo está mal.

Mal que le pese a las autoridades gubernamentales de cualquier país del mundo, el inmigrante seguirá siendo una presencia entre nosotros. Al extranjero de siempre, o al inmigrante de hoy, habrá que aprender a amarlos; no hay otro destino. Eso también se afirma heroicamente en El otro lado de la esperanza.

Esta crítica fue publicada en Revista Ñ en el mes de julio de 2017

Roger Koza / Copyleft 2017