LAS NUEVAS CRÓNICAS DE HAMBURGO (4)
FILMFEST HAMBURG 2008
Del 30/09 AL 2/10
EL BOYERISMO NO ES UN PROBLEMA ESPAÑOL Y OTRAS CUESTIONES MÁS IMPORTANTES
Por Roger Alan Koza
Hace un mes, un poco más o un poco menos, firmé una carta pública que cuestionaba al crítico español Carlos Boyero, pluma cinematográfica principal del diario El País, redactada por Álvaro Arroba, cuyo apoyo ha sido apabullante. Una vez más, Boyero despreciaba olímpicamente a un film de Kiarostami. Su desdén, argumenta Arroba, trasciende un problema de gusto, porque éste, aparentemente, sí conlleva efectos prácticos: distribución poco probable, exhibición mínima, público poco entrenado, críticos desinteresados.
Algunos críticos notables comparten el espíritu de la carta y el diagnóstico de Arroba pero no su procedimiento. Ha habido quienes ven en la carta una deslealtad respecto de un colega, incluso ven, solapadamente, una ofensiva discreta contra la libertad de expresión. Puede ser. Cuando la firmé no lo pensé, pero, de todos modos, no me arrepiento de haberlo hecho. Creo, no obstante, que Boyero seguirá denostando a Kiarostami y a cuanto cineasta se desmarque del canon dominante. Creo, además, que mi firma no afectará ni su sueldo ni su prosa, y mucho menos promulgará un cambio en la línea editorial de ese diario. Si sirve de algo la carta de Arroba habrá de ser para advertir y comunicar a muchos lectores (y espectadores) que en ese discurso hay una política de normalización del arte cinematográfico, y que en la libre expresión de Boyero hay una intimación sobre el libre gusto, cuya condición de posibilidad es la circulación irrestricta de todo tipo de cine, tanto como el que defiende como el que le decreta la deportación a los festivales que van solamente los elegidos y los burgueses ricos, incluyéndolo a él (y un poco menos a mí).
Pero hay Boyeros por todas partes. Los hay en ArgentiÑa, y ahora descubro que también se pavonean en Alemania. Quienes hacemos el Festival estamos sorprendidos de que el jurado del premio de la crítica, contando con películas como Four Nights with Ana, de Jerzy Skolimowski, Of Time and the City, de Terence Davies, o Adhen, de Rabah Ameur Zaïmeche, Liverpool, de Lisandro Alonso, por nombrar algunas, haya elegido a Frozen River.
Pero dicha elección, temible y terrible, conservadora y convencional, se agrava cuando dos miembros, X y Z, le dicen a Albert que odiaron a algunos de los títulos mencionados. Albert dice que se trata de una cuestión de gusto. Yo creo que lo excede. En efecto, el gusto de un crítico no está disociado de un contexto de producción y recepción, cuyas variables traspasan la supuesta autonomía del sujeto y su supuesto libre uso de sus facultades racionales, las que competen, entre otras, a los juicios estéticos. Llamemos Boyerismo, entonces, a una cualidad perceptiva e interpretativa por la que un crítico está impedido, por pereza y necedad, aunque más profundamente por parálisis y/o disfunción de la sensibilidad, a experimentar planos cinematográficos cuyas reglas de formación estén liberadas de obligarse a un relato como condición de posibilidad de lo que llamamos cine. El Boyerismo quiere, esencialmente, teatro filmado, y bastante hollywoodizado.
En esta edición hubo películas muy buenas, algunas necesarias, otras sofisticadas, y una obra maestra indiscutible. Los Boyeristas (que ni siquiera puede cambiar la letra B por letra v, es decir, apostar a la curiosidad) no las vieron, y optaron por consagrar al cine que se estrena, se ve, gana estatuillas de oro y recauda. Y, fundamentalmente, el cine que es visible sin la asistencia de los festivales.
Los Boyeristas no aguantaron ni treinta minutos en Adhen, la película de Rabah Ameur Zaïmeche, quien dirige, edita, produce y también tiene un destacado papel como Mao, el dueño de una fábrica de ensambles en las afueras de París, cuyos empleados, la mayoría musulmanes, no solamente trabajan a gusto sino que además sienten pertenecer a una comunidad de hombres; allí, combinan labor y plegaria, casi como si se tratara de ascetas seculares. Los conflictos parecen ser menores, al menos en un primer momento. Entre un operario convertido al Islam que decide circuncidarse por su cuenta hasta un castor gigante atrapado en una fosa de automóviles en el garaje de la fábrica, Adhen es esencialmente un experimento observacional sobre la amistad entre hombres musulmanes, también trabajadores y sin ninguna referencia homosexual que articule sus afectos.
Zaïmeche trabaja sobre el espacio laboral, al que registra en planos generales precisos, a menudo, atravesado por el sonido evidente de aviones, sonoridad que enfatiza el encierro y una distinción entre el cielo y la tierra. Los operarios suelen trepar sobre las torres de ensambles para cumplir con sus oraciones; es un intervalo vertical sobre la horizontalidad de la vida secular. Insuficiente ritual de genuflexiones repetitivas, pues el conflicto entre jefe y empleados habrá de levantar vuelo y temperatura, cuando Mao, a pesar de su honesta preocupación por sus obreros, si bien evitará los despidos tendrá que reasignar tareas, lo que precipita un enfrentamiento entre los buenos musulmanes (quienes subordinan su condición de trabajadores a sus deberes religiosos) y los que no lo son (quienes asumen sus derechos laborales independiente de la fe que profesan).
Adhen es más prolija y menos caótica, en términos narrativos, que el film precedente de Zaïmeche, Bled number one, pero más precisa y pertinente, y también menos ambiciosa, en su retrato de los argelinos en Francia. En esta ocasión, Zaïmeche elige la liberación de un castor como quiebre narrativo y poético, que en Bled number one se vinculaba con concierto de rock al aire libre. Es una irrupción extraña e incomprensible, pero que desmarca a su película de los rituales de los hombres fatigados.
A Emmanuel Finkiel, en Nowhere promise land, también le preocupa la dinámica entre «bárbaros» y europeos, pero en vez de circunscribirse a un país específico prefiere extender su mirada a todo el viejo continente. Finkiel sostiene una tesis de principio a fin: la globalización consiste en la libre circulación de marcas y en la restricción casi total del movimiento del extranjero no calificado. Son las fábricas las que inmigran, no sus posibles operarios. Los productos no necesitan visas.
Este cuidadoso ensayo sobre los desplazamientos de objetos y sujetos por toda Europa es una impugnación a las leyes migratorias como también a las nuevas estrategias de producción y comercialización. Así, el seguimiento de unos inmigrantes kurdos, una estudiante (quizás de cine), y la deslocalización de una fábrica francesa a Hungría, sirven para que Finkiel particularice su tesis y humanice el significado de estos «voyages».
Formalmente meticuloso y políticamente implacable, Nowhere promise land se podría llamar La cuestión humana, pues sus criaturas forman parte de un difuso nuevo orden empresarial mundial, en el que las marcas están presentes en todos lados. Sin dudas, se trata un film que materializa No logo, el famoso libro de Noami Klein. Aquí, los logos hasta se reflejan en los charcos de agua o se divisan desde el orificio del interior de un camión de cargas en el que viajan los inmigrantes rumbo a Europa.
Finalmente, la joven estudiante que registra con su cámara todo lo que ve en la calle, inmigrantes, vagabundos, desempleados y viejos, como en Amator, de Kieslowski, habrá de apuntar la cámara hacia sí. Hay un secreto vínculo obsceno y despiadado entre quienes consumen y producen, entre quienes se desplazan con libertad y quienes huyen como convictos en búsqueda de trabajo, entre quienes filman y quienes son filmados.
Byll Plymton es una constante en Hamburgo. Y en esta ocasión, la historia de un tipo decadente y bastante violento al que le empieza a crecer alas le permite desplegar un mundo sombrío en el que el consumo es la regla y la violencia contenida un rasgo naturalizado. Los primeros minutos son excelentes, y la depuración de su animación es evidente.
Plymton podría haber sido el cuarto invitado para filmar Tokyo!, el film colectivo realizado por extranjeros destinado a explorar la vida en esa ciudad, al menos no desentonaría en absoluto con la imaginación anárquica y cómica de Leos Carax. Merde, el segmento que le compete a Carax, es el mejor: el sobresaliente Denis Lavant compone una suerte de Gollum secular (con toques de El hombre bobo de Capusotto) que vive en las alcantarillas de la ciudad; su perversión no conoce límites. Merde es puro delirio, pero inteligente y políticamente provocativo. El travelling inicial en el que se lo ve a Lavant corriendo por las calles molestando a cuanto transeúnte se le cruce es muy divertido, pero deja, además, una radiografía veloz de quienes habitan una ciudad rica que también tiene sus pobres.
Es probable que Carax se haya inspirado en parte en el Kaiju Eiga (películas de monstruos) y como ocurría con ese género, el monstruo constituya una metáfora de otras monstruosidades del orden de lo social. Hay aquí referencias históricas y políticas, como también una crítica directa a la hipocresía nipona maquillada de costumbres tradicionales. Este señalamiento alcanza toda su dimensión en la escena del juicio y en las crónicas televisivas de él. Ocurre que el hombre de la alcantarilla, tras hallar viejas granadas de la Segunda Guerra y lanzarlas por la ciudad, es buscado y detenido.
En la corte será defendido por un abogado francés, quien parece ser otro miembro de esa raza indefinida, parecida a Gollum, quien habla el mismo idioma y traduce los motivos criminales de ese hombre mierda. Carax extrema allí una batería de prejuicios; la insolencia sobrevuela la corte, y el letrado llega a traducir que «nos le gusta los japoneses porque sus ojos parecen una concha». La réplica no es discursivamente elocuente, pero sí será contundente: pena de muerte. Este pasaje jurídico, además, está íntegramente fragmentado. Carax divide los planos en tres, yuxtaponiendo planos generales, planos en campo y contracampo, del tal modo que uno pueda observar el lenguaje gestual de todos los miembros de la corte como el de los familiares de las víctimas y público presente, sin abandonar al acusado. Quien ve elige.
Carax, evidentemente, no está perdido en la traducción. Tampoco Gondry y Bong joon-ho. El primero, abre la película con un historia sobre una pareja que se muda momentáneamente a la casa de una amiga, mientras buscan apartamento. El segundo, que cierra la película ómnibus, es un exquisito y contenido examen sobre la subjetividad japonesa, a partir de un trastorno psíquico (y social) conocido como Hikikomori, por el que un sujeto decide encerrarse y substraerse de toda vida social. En efecto, los Hikikomoris no ven literalmente a nadie y viven en un universo solipsista. El de la película vivirá así hasta que una delivery femenina irrumpe en su vida.
Gondry, con su Interior design, no solamente alude a un problema urbanístico y habitacional, sino a una diseño de la intimidad que se predica de un modo de habitar. Su tendencia al surrealismo pop está discretamente presente. Bong, en Shaking Tokyo, parece también más contenido que en otras ocasiones, pero su clarividencia permanece. Podrá ser una fantasía, pero el aislamiento y la fobia de los japoneses -sugiere Bong- está vinculada a un sistema general de producción, aunque su observación es sociológicamente imprecisa.
Quien no carece de pertinencia sociológica es Kiyoshi Kurosawa; su película Tokyo Sonata constituye un cambio de registro en su filmografía, no siempre pareja pero siempre interesante. Narrativamente impredecible y estéticamente sobria, el film de Kurosawa concentra su relato en la secreta pauperización de la clase media japonesa; la institución elegida es una familia, constituida por dos hijos, esposa y el espantoso concepto, aquí pertinente, de jefe de familia. El más pequeño todavía está en la escuela, mientras sueña con aprender música; el mayor, un joven a la deriva, que decide incorporarse al ejército estadounidense, pues éste «lucha por la paz mundial y ahora acepta a extranjeros». La madre, una típica mujer japonesa, entre sumisa y lúcida, y el jefe, recién despedido, será humillado sistemáticamente de principio a fin.
La mirada de Kurosawa es micropolítica y estructural, y a diferencia del trío Gondry, Bong, Carax, conoce desde adentro el funcionamiento de la sociedad que retrata. El Tokio de Kurosawa es despiadado: un hombre de 40 años, en términos laborales, es prácticamente un anciano. En esa ciudad, además, hay ollas populares, y parece ser normal que las visiten los ejecutivos despedidos. Es un orden social piramidal y excluyente. Así descripta, Tokyo Sonata parece ser una novedosa aproximación del realizador al realismo social, y en un principio lo es. Sin embargo, cuando la película se acerca al epílogo, Kurosawa le impone al relato un devenir fantástico aunque contenido. Un conjunto de situaciones inverosímiles (un robo, un hallazgo de dinero, un accidente callejero, una absurda visita a la comisaría) altera inesperadamente la totalidad del registro, una aceleración de la crueldad por vía del absurdo que podrá ser inverosímil pero que está subordinada a una coda extraordinaria, momento en el que el arte se constituye como el único consuelo confiable.
Kurosawa hace de la elipsis un efecto sobrenatural. El niño, al que vemos siempre cerrar el piano cuando termina sus clases de piano y nunca vemos tocar, cierra la película interpretando a Debussy. Es un instante sublime, un envés a los silencios totales que acompañan a las escenas más dolorosas de la película, que jamás apela al primer plano para personalizar el desamparo social.
Vi la película de Kurosawa junto con Gastón Solnicki, el director de süden que presentaba su film sobre Kagel en Hamburgo. Recién llegado de Vancouver, tras un paso auspicioso en el festival en el que programa, entre otros, el crítico Mark Peranson, Solnicki estaba conmovido por la versión del Claro de luna que concluye el film de Kurosawa; una preparación ideal para ir al estreno alemán de su film.
Sostuvimos con Solnicki un largo intercambio epistolar, como le gusta decir a él. Jamás nos tuteábamos, aunque era verificable que nacía una posible amistad. La amistad, a medida que uno se hace adulto, implica una elección, pues se sabe que para cultivarla su condición de posibilidad es el ocio, una práctica en riesgo en nuestras sociedades, pues el concepto de lo productivo atraviesa y fundamenta el orden simbólico. Recién nos conocimos personalmente en CBA, cuando se exhibió süden en la muestra itinerante del BAFICI, y tuve el gusto de presentar. En esa ocasión, compartimos unas tres horas.
He escrito mucho sobre süden para el número 27 de la revista Prometheus (http://www.pmdq.com.ar/cine.html), además de una entrevista a Solnicki que se publicó para La Voz del Interior y que pronto subiré la versión completa al blog. Creo que se trata de una película de múltiples lecturas, y no solamente porque el reciente fallecimiento de Mauricio Kagel, quizás el mayor músico argentino de todos los tiempos, trastoque la importancia del film y se transforme en el primer aporte visible y audible del legado de Kagel. La importancia de süden radica en intuir un destino cultural (malogrado), en el que Kagel condensa la excelencia de esa expresión, virtud que excede su persona y que Solnicki logra caputar a lo largos de 67 minutos intensos y felices.
Un entusiasta público aplaudió ininterrumpidamente por dos minutos una vez finalizada la función. Debe haber sido el aplauso más extenso de todo el festival. Solnicki respondió con solvencia, aunque creo que su traductor y presentador alemán, una especialista en la materia música contemporánea (fue la única película de mi sección que no presenté por cuestiones de fuerza mayor…) no podía seguir el caótico y creativo devenir de las asociaciones libres de Solnicki, algo que su película no muestra del todo porque el retrato de Kagel es, por otros medios, un esbozo de su propio patrón creativo.
Una mujer del público hizo un par de preguntas más que oportunas. Se trataba, después lo supimos, de la realizadora Susan Chales de Beaulieu, cuyo último film, Alien, Marx & Cie: A portrait de Slavoj Zizek, discutimos a fondo una vez terminada la función. Chales comprendió en seguida que la concepción formal del film de Solnicki consistía en una traducción formal de lo sonoro al plano cinematográfico, una concepción rítmica que ordena toda la composición de süden. Después de la película debemos haber hablado por horas. Tan bien la pasamos que ella, Gastón y yo nos encontramos al otro día para ver la gran película del festival y una de las películas del año: Of time and the City, de Terence Davies.
No la había podido ver en Cannes y era una de las dos películas que verdaderamente quería ver. Pero Albert Wiederspiel la programó y el público de Hamburgo pudo ver esa resplandeciente obra maestra que justifica cualquier festival, aunque esta edición de Filmfest Hamburg 2008 tuvo suficientes películas para legitimar su existencia.
Después de la La casa de la alegría, Davies no filmó por ocho años. El maestro inglés vuelve al cine, ahora con un documental sobre Liverpool, ciudad a la que le ha dedicado su mejor película de ficción: Voces distantes, vidas quietas.
Combinando material de archivo, fotografías, registro contemporáneo, música clásica y moderna, citas filosóficas y literarias, Davies articula un discurso íntimo y político (su propia voz en off, no siempre presente) sobre la historia de una ciudad y sus transformaciones materiales y espirituales, y el impacto, en este caso, sobre su propia subjetividad. «Mi familia, mi casa, el cine, Dios», cuatro vocablos difuminados a lo largo de toda esta elegía anticlerical, obra esencial de un cineasta cuyo conocimiento histórico está siempre matizado por una sensibilidad de clase.
La arquitectura es la transformación del espacio, la historia detenida en materia. Las demoliciones y las sustituciones edilicias volatilizan los sedimentos del tiempo convertido en relato y narración. Davies sabe que el cine posibilita repetir el tiempo en un espacio, volverlo a ver, constatar que allí hubo algo que ya no está y no vuelve, excepto por el cine. En ese sentido, las coreografías de planos pretéritos reviven una ciudad que Davies ya no reconoce en la topografía de la nueva ciudad renovada. Los planos generales del final, travellings desgarradores que van de izquierda a derecha, como el tiempo, son imágenes de un presente desvinculado del pasado, o, más precisamente, un modo de experimentar el presente que asola lo acontecido y lo abandona en su paso, en donde la novedad, esa mezquina valoración de lo que se presenta como surgido desde un magma ahistórico superior, subyuga y seduce. Quizás Davies responsabilice al pop, o a una cultura de lo efímero, que en filme tiene nombre, una bella provocación: Los Beatles.
La iglesia y la monarquía son los blancos preferidos de Davies durante toda la película, y acá no se trata de provocar sino de acusar. Educado como católico, Davies confiesa la tensión entre sus deseos y sus creencias, y recuerda un pasaje (y lo muestra) en el que asistía a la lucha libre, en donde los contrincantes insinuaban otro orden de lectura más allá de tomas de catch y las estrategias pugilísticas de ocasión. En ese contexto, ser homosexual no debe haber sido sencillo, y Davies, ciudadano de un país que despenalizó la homosexualidad en 1967, además habrá tenido que purgar esa lectura mortificante de creer que todo lo que pasa de la cintura para abajo es obra del demonio.
Pero si algo maligno en la tierra de Davies, en la Liverpool que ama sin concesiones, es esa obscena exhibición de la realeza y la concomitante estupidez inacabable de los súbditos de rendir pleitesía a unas criaturas despreciables y banales como los reyes y sus descendientes. Los pasajes en el que se ve a los trabajadores disfrutando al sol, jugando en un parque, descansado un poco de la monotonía de sus vidas, transmiten una dignidad que ninguna corona puede conquistar. Davies, en un instante preciso y conmovedor, cita a Friedrich Engels: «Cada ciudad tiene uno o más conventillos, en donde la clase obrera está amontonada. Es verdad, la pobreza suele habitar en los callejones ocultos cercanos al palacio de los ricos; pero, en general, se le ha asignado un territorio separado, en donde, fuera del alcance de la vista de los más ricos, se debe luchar todo lo necesario».
Los Boyeristas están en todas partes. La magistral película de Davies les pareció televisiva, indulgente, aburrida. ¿Qué es el cine sino la justicia de una lente que no cede ante el olvido, ni se doblega ante el conformismo de la mera representación de lo que es?
(Serie concluida)
FOTOS: 1) Sala Cinemaxx 1de la ceremonia de clausura; 2) fotograma de Adhen; 3) fotograma de Tokyo!; 4) fotograma de Tokyo Sonata; 5) Solnicki y quien escribe; 6) fotograma de Of Time and the City.
COPYLEFT 2008 / ROGER ALAN KOZA
Estimado Roger, muchas, muchas, muchas gracias por esta cobertura haburguistica. Siempre es un gusto.
A pesar de que el Boyerismo gana metros y metros entre (no solo) la critica, no hay que olvidar a los que como Alvaro Arroba denostan una practica critica, que quizas hipocrita o involuntariamente tambien ejercen. Sino esta ahi la pobrisima cobertura de Arroba para la lectora Provisoria, donde mas de una vez termina ejerciendo la critica del mismo modo que Boyero, a traves de prejuicios falaces, palabras ingeniosamente descalficadoras o llano desinteres (Y no solo en España se encuentra…).
No conozco a Arroba, ni tengo por que dudar de su honestidad, pero a veces los hechos demuestran la falta de coherencia entre quienes a fuerza de proponer alternativas al paradigma, no hacen mas que fortalecerlo.
Un cumplido que olvide para Roger: Me produce una gran satisfaccion (confirmada por esta ultima entrega) tener todos los viernes al unico programador y critico iconoclasista qur conozco. Gracias por aportar lucidez politica al no tan hermoso tren electrico.