LAS PELÍCULAS DEL YO
Por Roger Koza
El Yo es el único argumento. Metafísica del espejo, ontología de primera mano, escribir el Yo, descubrirlo, explicitarlo, anunciarlo es un imperativo sociológico. Facebook invita a la biografía fílmica, las escuelas primarias y secundarias despiden a sus alumnos con un montaje lineal de sus vidas. ¿Quién no tiene hoy derecho al biopic, a la autobiografía ilustrada en imágenes? Ser perceptible, reconocible, identificable. Como alguna vez sugirió el filósofo Daniel Dennett, ese darwinista entre juguetón y ascético, el Yo es un centro de gravedad narrativa.
Se trata de ordenar cada evento, azaroso o intencional, en un relato. El metafísico creerá que en verdad está interpretando un guión escrito por un Otro desconocido pero secretamente real. La divina providencia es entonces un guionista astuto. Los espíritus seculares, en cambio, se piensan como artífices de sus destinos. Son sujetos de autor: escriben y dirigen sus obras, y, eventualmente, las fuerzas sociales que determinan gran parte de sus relatos son accidentes, meros obstáculos y ayudas por las que el héroe privado se pone a prueba. No hace falta decir que los relatos del Yo suelen ser un privilegio de clase. Una inmensa mayoría tan sólo consigue un rol invisible, servil, sustituible. Están condenados a ser extras hasta el infinito, lo que no implica que no sientan la pulsión de ser un Yo con historia, pues el Yo es una religión ubicua. Autobiografía, diario íntimo, biopic, home-movie son los géneros del momento, o simplemente la coronación absoluta del narcisismo como estética, ética y política.
Y ahí está el cine, medio ideal y global para devenir relato, historia, leyenda. No es casual que existan películas como ¿Quieres ser John Malkovich?, Intercambio de almas, Tarnation, Capturando a los Friedman, M, Los rubios y una cantidad de películas familiares, lo que ya casi constituye un género y una modalidad. Pero no todo es narcisismo y exhibicionismo. Ni el film de Prividera ni el de Carri, por citar dos ejemplos importantes, funcionan a propósito del deseo de verse y mostrarse. Toman la exigencia de la época y trastocan el código. A través de ellos habla un pueblo, una minoría, una comunidad sin nombre y se insinúa otro relato (colectivo y alternativo). El Yo es un punto de partida pero no es un horizonte.
Es precisamente eso lo que sucede en Papirosen, de Gastón Solnicki. Después de su extraordinario debut con süden, un retrato preciso del músico Mauricio Kagel, Solnicki demuestra que su talento era independiente de aquella figura dominante y elegante, objeto y sujeto de su primer film. En esta oportunidad, tras 10 años de registro, Solnicki orquesta un retrato familiar que comprende cuatro generaciones (su abuela, sus padres, sus hermanos y sus sobrinos son los protagonistas, y el propio director no deja de ser una presencia estelar, aunque permanezca en un fuera de campo casi total) y un período histórico que va desde el Holocausto hasta el presente.
Esta notable reinvención de la home movie propone una dialéctica misteriosa y sensible entre la gran historia y la vida cotidiana, y sugiere así un punto de intersección difuso entre la intimidad y los acontecimientos que determinan el devenir de los pueblos. El plano inicial es soberbio y multívoco: mientras el padre del director viaja con su nieto en un cable carril en una situación ostensiblemente de ocio, el (diseño de) sonido del móvil remite a los trenes cuyo destino eran los campos de exterminio. La voz en off de la abuela introduce casi al instante la desgracia, de lo que se predica una condición histórico-existencial: los Solnicki son sobrevivientes, una familia judía expulsada por el delirio fascista predominante a mitad del siglo pasado en Europa.
La solidez del registro cotidiano devela amorosamente la neurosis familiar y también cierta ansiedad grupal que excede a la personalidad de cada miembro de la familia. Los textos que funcionan como separadores temáticos operan como indicadores, aunque la inteligencia del montaje, que incluye material de archivo en video y súper 8, consiste en compaginar actos, datos y épocas en un gran relato diferido sobre la inmigración, la contingencia de la identidad, la pertenencia de clase, la economía doméstica y global, y cuyo bonus track no es otra cosa que una meditación melancólica sobre el paso del tiempo y su relación con el registro cinematográfico.
En otra línea, el último film de Panahi, This is not a Film participa del mismo procedimiento. En
What Cinema Is!, de Dudley Andrew, publicado el año pasado, el autor intenta dilucidar la transformación ontológica de la imagen, su devenir digital y qué efectos tiene esa transfiguración para el cine. El libro termina con un giro historicista, comprensible y pertinente; Andrew cita a Paul Ricoeur: “La gracia es olvidarse de uno mismo”. En un sentido psicológico más que religioso, la película de Jafar Panahi, podría partir en un sentido no religioso de la cita de Ricoeur. Que un film se constituya a partir de la prohibición de filmar y que el sujeto en cuestión, un cineasta, esté esperando, casi kafkianamente, su sentencia, parece incompatible con “olvidarse de uno mismo”. La gracia, en el doble sentido del término, de la última película de Panahi (y Mirtahmasb) es que el propio Panahi convertido en personaje va más allá de sí mismo e indaga sobre el deseo de hacer cine y sobre la naturaleza del arte cinematográfico. Gracia nacida de la intolerancia, de la castración y de la envidia de unos intérpretes reduccionistas del Corán que exigen que toda película iraní comience con la ridícula sentencia “En el nombre de Dios”.
This is not a Film es una de las grandes películas del 2011, y quizás la primera obra maestra en la que varios pasajes están filmados con un teléfono celular (I-Phone). Precisamente allí está la gracia y el misterio del film, pues esta home-movie, cuyo título niega su entidad cinematográfica, es un ejemplo de puesta en escena que en cada plano supera dialécticamente su título.
Como es sabido, la sentencia ya fue dictada: 6 años de cárcel, 20 años sin poder filmar. En el film todavía se desconoce la resolución y predomina la incertidumbre: la imprecisión jurídica, la dilación de la sentencia, se nos informa indirectamente desde el comienzo en una conversación telefónica que Panahi tiene con su abogada, parece ser un método de tortura simbólica. El régimen jurídico en esta teocracia burocrática trabaja en la indefinición.
El plano inicial consiste en la preparación de un desayuno. Suena el teléfono un par de veces. Panahi escucha los mensajes en el contestador. Su mujer y su hija no están en casa. Aparentemente, alimentar a la mascota de su hija es un tópico central. Primero se la nombra, después se la verá, y en toda la película la mascota tendrá una función humorística. Como si fuera una tortuga punk salida de una alucinación psicodélica, Igi, la iguana de la casa, con sus uñas largas y su semblante prehistórico, se subirá a la biblioteca del cineasta, buscará afecto en su regazo, se la verá feliz cuando Panahi le dé lechuga en la boca y se asustará cuando el perrito de una vecina quede por unos minutos en la casa bajo el cuidado del director. Es una presencia cómica, la invención de una figura reptil cinematográfica que es protagonista de un gag fabuloso.
Dado que la prohibición consiste en filmar, Panahi decide que se lo filme a él contando una posible película suya. Relatar un guión, después de todo, no forma parte de la interdicción escrita. Como sucedía en Dogville, pero en las antípodas de Lars von Trier, Panahi materializa un topos imaginario y transfigura el living de su casa en una locación. Una cinta demarcará la habitación; una silla funcionará como la ventana. Los objetos en este juego imaginario se transforman en mobiliario.
Siempre que Panahi cuenta su película posible se devela la pasión del cineasta, su sed por filmar, su urgencia por hacer cine. En efecto, ninguna película de Panahi resulta gratuita. Todos sus filmes son políticos, distintos entre sí, con notables secuencias formales y con episodios cómicos en los que se intuye una racionalidad que opera en un zig-zag permanente, una modalidad casi persa del silogismo donde la lógica siempre parece tener un potencial cómico.
This is not a Film está filmada como si fuera un día completo en la vida del director (en verdad fueron cuatro días de rodaje) que coincide con una festividad del año nuevo persa (“Los fuegos artificiales del miércoles”, también el título de una gran película de Farhadi), y la cotidianidad de Panahi es de por sí un evento cinematográfico. Por un lado, los cohetes festivos, inevitablemente ambiguos por la naturaleza de sus sonidos, se imponen irregularmente como una presencia sonora en fuera de campo intermitente pero efectiva. Panahi revelará la naturaleza de los estruendos cuando desde su balcón registre el festejo de la metrópolis. El I-Phone alcanza para capturarlo. Sin embargo, el gran momento de la película, secuencia que lleva al desenlace, es la aparición de un estudiante que recoge la basura del edificio sustituyendo a un familiar. Antes de retirarse, el cámara y codirector del film ha dejado prendida la cámara sobre un trípode improvisado y diminuto. El estudiante le sugerirá a Panahi que deje de filmarlo con el I-Phone y que lo haga con la cámara que posa sobre la mesa. Panahi acepta y baja con él en el ascensor. Piso por piso, en un plano secuencia imperceptible, por la dinámica constante y la verborragia exquisita de la escena, el estudiante y Panahi llevarán adelante un diálogo interruptus: el joven toca el timbre, recoge la basura, charla a veces con los vecinos, predice la conducta de éstos, vuelve al ascensor y sigue hablando con Panahi, que quedará detrás de cámara. El joven llega incluso a hablar sobre el momento en el que Panahi fue detenido, pero él prefiere cambiar de tema. Los vecinos que entregan la basura jamás llegan a verse. Una vez más, el fuera de campo funciona como misterio y suspenso. Sucede lo inconcebible: la recolección de basura se convierte en una acción de suspenso y una comedia de situaciones. Es un viaje en el que pasa de todo, hasta el regreso del perro que asustaba a la iguana de la hija de Panahi.
Y llegará el final: una reja, el fuego en las calles, las explosiones y la espera infinita que jamás cesa. Los títulos dicen “un esfuerzo de” en vez de “dirigida por”. Los nombres de los actores y los agradecimientos serán imaginarios y el film está dedicado a todos los cineastas iraníes.
Film magistral, pletórico de ideas, demostración de que una película depende de dos variables insustituibles: necesitar tomar una cámara y saber traducir esa necesidad en un conjunto de registros, determinados por cortes y posiciones, en los que se revela un mundo, un deseo, una estampa fantasmal de eventos tan efímeros como inolvidables. Cine que parte de un yo y se trasfigura en una imagen justa de nosotros en el mundo.
Este artículo fue publicado en el número de abril-mayo 2012 de la revista Quid.
Roger Koza / Copyleft 2012
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