LAS REGLAS DE LA CONVENIENCIA
Por Roger Koza
Mantener la palabra, ¿a quién le importa? Los ejemplos de incumplimiento se multiplican por todos lados y no se divisa prácticamente ninguna área del quehacer humano donde la regla y no la excepción esté signada por faltar a la palabra. La conveniencia rige la conducta, un inescrupuloso pragmatismo campea como vulgar filosofía de vida. No es un fenómeno vernáculo; la universalización de esta inconsistencia del discurso es sorprendente. Prometer no es comprometerse. Así, un candidato político puede enunciar un plan en su campaña y luego hacer exactamente lo contrario; el contexto suele doblegar el texto, un clásico de los tiempos. Traicionar al oyente, al partido, a la tribuna, al otro no infringe, aparentemente, ningún contrato explícito entre iguales respecto de un mínimo sentido de verdad compartido en los actos de habla. Las reglas de la conveniencia vindican otra lógica del intercambio. La traición microscópica es una ética del yo, una operación necesaria en la consecución de fines.
No faltará el reaccionario de ocasión para adjudicarle a la cultura contemporánea una corrupción nacida del liberalismo de las costumbres y de la disolución de los absolutos. La cantinela de que en el pasado se resguardaban los valores eternos y que las sociedades estaban inmunes a su decadencia moral es un mito célebre de quien prefiere la heteronomía y la obediencia a una fuente de autoridad que legisle sobre las conductas de los hombres comunes y las amedrente. En distintos períodos de la historia los contemporáneos sienten la ruina moral de su tiempo y añoran una época dorada en la que las costumbres, se presume, lucían impolutas.
En verdad, traidores los hay en todas las épocas y en todas partes, sujetos que prefieren lo conveniente frente a lo decente también. La misma teología cuenta con un magnífico protagonista: Judas Iscariote; la razón de su traición ha incitado argumentos disímiles sobre su proceder, pero el acto es indesmentible. El propio hijo del Altísimo conoció la tristeza de comprobar que un discípulo muy amado había elegido una acción en su contra; la exégesis de aquel acto puede justificar procedimientos que escapan al sentido común y al limitado saber de los mortales, pero la traición existió. A propósito del tema, La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, quizás sea más interesante de “leer” siguiendo la amorosa relación entre Judas y Cristo que la vida imaginaria que el hijo de José y María llegó a desarrollar después de la crucifixión.
La traición desconoce una aplicación específica. Frente a la aludida versión vertical y ligada a la fe, se pueden de inmediato hallar distintas situaciones menos legendarias y definitivamente más humanas. En política la traición es un tema recurrente, un acto consustancial a las alianzas que se tejen a menudo para detentar el poder. A nuestro movimiento político más poderoso e indiscutiblemente vernáculo, el peronismo, que cuenta en su propio calendario de conmemoración un día reservado a la lealtad, la inversión dialéctica de ese valor que sella la unión de su líder con el pueblo no le es ajeno. La traición no se festeja, y sería un despropósito que se la reivindique, pero esa acción que tiende a fracturar la unidad de las voluntades en la consecución de un propósito común simbolizado por la justicia ha sido una característica innegable del movimiento. Sería estupendo ver una película que tomara casos recientes y los revisara con la libertad que otorga la ficción para poder entonces explorar la psicología del poder y los tipos de asociación a las que empuja una coyuntura en la que el concepto de traición tiene vigencia. Pero la timidez de nuestros cineastas frente a estos tópicos parece imbatible; no contamos entre nosotros con un Raymundo Gleyzer, capaz de hacer un film en tiempo presente que interpele la actualidad sin ningún consentimiento. ¿Quién podría filmar Los traidores en el 2016? ¿Quiénes serían hoy los sindicalistas de ese hipotético film? Pocas veces los cineastas argentinos incorporan lo contemporáneo en sus tramas; prefieren el pasado mítico y monumental o los acontecimientos que no suscitan una inmediata extrapolación a la Historia de la que son protagonistas involuntarios.
La estrategia de la araña, de Bernardo Bertolucci, es uno los films políticos sobre la traición de los que no se puede prescindir. No es el mejor de los suyos, ni tampoco el más radical de sus inicios. La cosecha estéril, Antes de la revolución y El doble son títulos prodigiosos, y El conformista, que también trabaja lateralmente el tema de la traición, son ostensiblemente mejores, pero es justamente en su cuarto film que el famoso director italiano trabajó a fondo el tema de la traición.
Inspirado en el famoso texto breve de Jorge Luis Borges, Tema del traidor y del héroe, publicado en Artificios en 1944, Bertolucci se apropia de la temática y contextualiza la mentira estructural de su relato (justificado por un fin legítimo) en plena Resistencia italiana al fascismo victorioso de la década de 1930. En el heterodoxo cuento de Borges, los hechos y los personajes remiten a Irlanda y el siglo elegido es el precedente al de la película.
La historia que se desarrolla en el film se circunscribe a la visita de Athos Magnani al pueblo de su progenitor, máximo héroe de la resistencia, quien fuera asesinado por los fascistas unas décadas atrás. El hijo regresa con una misión: esclarecer los hechos y entender mejor la muerte de su padre. La pesquisa deparará sorpresas, y lo que se revelará allí no es otra cosa que la constitución de un mito que, como suele suceder, tiene en su genealogía una tergiversación de los eventos. Lo que Bertolucci pone en escena no es otra cosa que la operación por la cual un acto infame es ocultado para dar lugar a un ejemplo eterno de heroísmo, en el que los pobladores encontrarán inspiración para hacer frente al monstruo que nunca deja de ser una amenaza y que martiriza a los hombres. Lo conveniente resulta ser la destitución de la verdad por un ideal.
El pasaje preciso que toca el tema de la traición es inolvidable: el héroe camina en un balcón para despedirse de su querida Tara, su tierra. Allí está junto con sus camaradas que han descubierto su perfidia, y con ellos decide compaginar un mito que habrá de obtener su legitimidad y genealogía de un asesinato impío. “Para Tara, para toda la región, mi nombre tiene el sonido de la rebelión y el coraje. Si descubren mi traición todo nuestro trabajo será visto como inútil. No me matarán. Incluso un traidor muerto es dañino. El héroe es más beneficioso. Un héroe que la gente pueda amar”. Lo notable de la escena desde un punto de vista formal es la decisión de Bertolucci de cómo seguir al personaje, que siempre le da la espalda a la cámara mientras se mueve de derecha a izquierda. El registro se anticipa en ocasiones gracias un travelling lateral que profundiza la relación del personaje y su comunidad. El contraste visual entre el falso héroe y el fondo en el que se ve su pueblo sugiere físicamente la relación entre el emisor de la quimera y el receptor de la misma.
La felonía es siempre considerada desde el punto de vista exterior. Un hombre o una mujer traicionan a otros. Puede ser el miembro de un partido político, el socio de un club, un monje de una congregación. Hay otro tipo de traiciones, acaso más intensas y dolorosas que comprometen, por ejemplo, la amistad. Un hombre o una mujer pueden traicionar a un amigo querido al desear a su esposa o esposo; a veces, la lógica del deseo es ingobernable y la lealtad se desvanece frente a las pasiones. En casos así, la conveniencia se impone a la conciencia: el beneficio es mayor o más atractivo que el sacrificio y el cuidado de los otros. Pero hay una misteriosa forma de la traición que está disociada de la conveniencia, pues nunca le conviene a quien la ejecuta, una expresión de la defección que tiene otras reglas y que se escabulle del centro de la conciencia. En efecto, un hombre puede traicionar a otros, pero también es capaz de desoír el clamor de su propio ser y desobedecer a la sintaxis primaria de su deseo. Nada más doloroso que corroborar después de mucho tiempo que la traición ha sido cometida contra uno mismo.
Hay un film navideño que nadie desconoce. Es un clásico, y uno tan hermoso como perverso. Su título es ¡Qué bello es vivir!, su director, Frank Capra, y su actor estelar, el grandioso James Stewart. El argumento es muy sencillo: un hombre decide acabar con su vida debido a que las deudas de su financiera lo acosan de tal forma que le resulta imposible seguir viviendo. En las vísperas de la Navidad, George Bailey decide tirarse de un puente y acabar con su vida. En el instante que va a saltar otro hombre lo hace en su lugar. La inesperada situación desactiva la desesperación de George y convoca su solidaridad frente al otro desesperado. Como se sabe, el segundo suicida es el ángel de la guarda y su accionar es parte del plan para salvar a su protegido.
La estrategia angelical para resignificar la vida de George proviene de una exclamación comprensible de esa alma en pena que tiene que redimir. “¡Ojalá no hubiera nacido!”, expresa George, mientras el ángel y él secan sus respectivos atuendos después del salvataje en el río. Ese deseo proferido por George, que bien podría haber sido manifestado por un lector de Cioran, será la llave salvífica y el motor narrativo del film. El ángel le concederá, literalmente, experimentar la perspectiva de ver su propio mundo sin que este hubiera sido habitado por él. De esa forma, George podrá estimar paulatinamente la importancia de su presencia en el mundo, una vez que recorra lugares y se encuentre con sus conocidos y pueda observar cómo su ausencia determinó un conjunto de situaciones y acciones que convirtieron a su ciudad en una especie de infierno sometido a la inclemencia de un rico todopoderoso. La doctrina que fundamenta ese truco existencial es resumible: los hombres tienen asignado un rol que cumplen en su paso por el mundo, pero no siempre saben leer la importancia que comporta semejante reparto en la marcha de la Historia. Parece una idea reconfortante, pero el examen de esa postulación develará su insania y crueldad.
En una escena fundamental, George está almorzando con su padre. En ese momento discute con él sobre sus planes y sueños. George quiere viajar y conocer el mundo. Él no lo sabe, pero su padre está a punto de morir, y ese infortunio tendrá consecuencias sobre su propia vida: se hará cargo de la única compañía financiera que ayuda a los hombres más necesitados y menos privilegiados de la sociedad. El film postulará que aquello que en principio parecía traicionar sus sueños no era otra cosa que el pasaje y ascenso a un destino mayor (y filantrópico) por el cual la vida de George tuvo una trascendencia mayúscula.
Sin embargo, la propia puesta en escena detenta algo que no se dice en el relato. En el decorado, en el fondo de la escena, se pueden distinguir algunos cuadros con mariposas disecadas. La charla entre el padre y el hijo tiene como fondo la presencia de los insectos, hermosos cadáveres que residen fijados por un clavo en una lámina y que son la representación más fiel de lo que ocurrirá con el propio George. Ese mismo cuadro se volverá a ver en una escena posterior, más cercana al final, en donde George ya vive con su mujer y sus hijos. Los cuadros con mariposas disecadas también se han mudado y siguen ahí, como una exteriorización siniestra de las arcanas motivaciones del personaje. Una lectura antipática pero posible de todo el film de Capra, probablemente a contramano del deseo de su realizador, es concebir ¡Qué bello es vivir! como una de las más grandes películas acerca de la traición que un hombre comete contra sí. La traición, además, es aquí doble y perversa. No solamente George jamás viajó, sino que un buen día un enviado del cielo lo convenció elípticamente de que sus deseos eran vanos y egoístas. Su misión era servir, lo que, por cierto, no es equivalente a desear.
Este texto fue publicado en la revista Quid en el mes de octubre de 2016
* Las dos fotogramas pertenecen a ¡Qué bello es vivir!
Roger Koza / Copyleft 2016
Muy buen texto, Roger. Se me ocurre, también que la traición puede presentar otras aristas en torno de George Bailey: su salvación no sólo proviene de la visión que le presenta su ángel, sino también de la enorme suma de dinero que reúnen sus seres queridos para sacarlo de la quiebra. Si, ciertamente, servir no es desear, al otro lado de sus servicios, lo que el mundo le devuelve a ese hombre que ha combatido una y otra vez el materialismo y la cultura del dinero, es una montaña de dólares. Siempre pensé que es uno de los finales más amargos de la historia (del cine) y cuando, casi medio siglo más tarde, Peter Wefr rodó The Truman show, no puede evitar pensar en que el espíritu aventurero de Truman continuaba el legado de George Bailey: lo notable es cómo la eficacia con la que el mundo les trasmite a ambos el sentido de otra traición en la -hipotética- fuga; si salís de acá, dejarás de ser vos. Un abrazo
Estimadísimo Scotti: no tengo nada que agregar; lo que dice es casi una continuidad de lo que escribí, incluso lo termina de cerrar en su último párrafo. Saludos. R