LOCARNO 2015 (01): PRIMERAS SEÑALES DESDE LA CASA DEL CINE
Por Roger Koza
Estaba sentado con su mujer a dos metros, en la mesa contigua a las tres que el festival había organizado para agasajar amablemente a sus invitados especiales y jurados. La recepción tenía lugar en una especie de castillo que había pertenecido a la familia Visconti. Suiza, castillos, estrellas de cine, el prejuicio puede inmediatamente llevar a creer que se trataba de un evento ostentoso típico de festivales ricos, de esos que pocos tienen que ver con el cine.
La descripción precedente incita a pensar en un banquete obsceno, pero la cena fue discreta. Por su parte, Edward Norton hablaba en un principio solamente con su esposa, la productora Shauna Robertson. Después se lo vio más suelto y los comensales más cercanos empezaron a intercambiar algunas palabras con él. Lo observé unos minutos, e inmediatamente pensé que rara vez me han interesado los actores. Norton es un actor que no pasa inadvertido; es de esos que si no se los controla pueden hacer orbitar un film alrededor suyo. A lo largo de veinte años de profesión me doy cuenta de que no suelo reparar en los actores, aun cuando hay unos cuantos a los que he querido incondicionalmente. De manera excepcional, me interesa analizar los movimientos, los gestos trabajados como superficie expresiva, voces, cuerpos, semblantes morales, de los actores. Confieso que de esa mesa de estrellas notables me interesaba mucho más saber qué estaba haciendo o hablando el gran Udo Kier, que apenas cruzó unas palabras con Norton y que no parecía estar afectado por su condición de notable.
De ahí nos llevaron directamente a la presentación oficial en la famosa Piazza Grande. Subimos al escenario. Frente a nosotros más de 8000 personas escuchan nuestro nombre para olvidarlo al instante. Carlo Chatrian, el director artístico más joven y amable del mundo, nos llamaba a cada uno por su nombre y especificaba en cada caso la procedencia nacional. Nos agradecía abiertamente frente a la muchedumbre porque habíamos aceptados venir hasta aquí. Chatrian, apenas unos minutos atrás, había llamado a sus compañeros de trabajo, entre ellos, a su director de programación Mark Peranson. Parecía un equipo pequeño y unido, enteramente comprometido con la tarea que llevan adelante, y ahí estaban, además, para responder por los próximos días a una agenda cinematográfica que eligen y proponen. Con una lectura rápida, Locarno despliega una idea artística pluralista y coherente. Aquí, la idea de mercado no juega papel alguno.
Pero todos nosotros éramos un elenco secundario. El público quería ver a la primera figura rutilante del día, es decir, a Norton. La ovación no tardó en escucharse. Aplauso cerrado, no muy extenso, justo en su duración. El actor estadounidense aceptó el premio, agradeció y dijo sentirse honrado por haber sido incluido en un vieja tradición que empezó aquí cuando décadas atrás Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini se exhibió en Locarno durante el verano de 1946.
Antes de que Norton diera su discurso y subiera al escenario, se pasaron un conjunto de clips de algunos de sus películas más emblemáticas. El primer fragmento elegido fue el enigmático golpe psicótico que el actor se propiciaba a si mismo en El club de la pelea. La película de David Fincher era una fija. Así iban pasando las escenas, y pensé que nada sería más desafortunado que dejar afuera La hora 25, la mejor interpretación de Norton en toda su carrera, acaso también la mejor película de Spike Lee. La última secuencia seleccionada fue ese momento lírico e inigualable en el film de Lee, cuando Norton, con su cara desfigurada, cruza una mirada con una niña que viaja en un ómnibus y escribe su nombre en la ventana respondiéndole a él desde el auto que lo lleva a un presidio. Sabemos que después de ese contacto vienen varios minutos en donde Lee arriesga todo hasta conseguir, vía un truco narrativo hiperbólico, que su audiencia perciba una fuga imaginaria y el encantamiento de una vida distinta a la que le espera al personaje. En ese momento, me di cuenta de que ese personaje de Norton siempre me ha acompañado, y que sin él no existiría. Por un instante, muy lejos del vínculo mágico con el que se mira a las estrellas, mi desinterés por los actores se conjuraba y a su vez se transfiguraba en puro agradecimiento. Los actores también importan.
Una tesis: el lugar que los actores tienen en un festival de cine, tanto en el jurado como fuera de él, es uno de los indicadores de la negociación y su límite frente al orden prepotente del espectáculo.
La estrategia de Locarno es cristalina: a la Piazza Grande va el cine mainstream con estrellas. Una o dos funciones diarias, algún invitado a tono con esa propuesta. En las otras salas, un paradigma conocido, pero cada vez menos traicionado: la política de los autores. Una competencia oficial de grandes nombres con alguna apuesta a un director con dos o tres películas o incluso a un debutante; una competencia de cineastas enteramente nuevos, es decir, un compromiso con el descubrimiento de autores. Hay competencias de cortos y una competencia transversal de mejor ópera prima que abarca las dos competencias oficiales y una sección no competitiva denominada “Signos de vida” (en la que soy uno de los tres miembros del jurado; por esa razón, recién escribiré sobre las 18 películas que tengo que ver en calidad de jurado una vez finalizado el festival). Además, están las retrospectivas y los homenajes. Lo más destacado de esta edición pasa por la retrospectiva integral del gran Sam Peckinpah y un premio a la trayectoria a Marlen Khutsiev. Hay más secciones, focos, homenajes, pero todo resulta acogedor y a una escala posible de seguir.
Por ahora no puedo escribir sobre las películas que veo para la competencia en la que soy jurado; no corresponde, o al menos eso se supone. Una primera afirmación general: de las 18 elegidas para el premio a mejor ópera prima, he visto 6 y ninguna pasa de la corrección mínima y estimable de un festival que cuenta con programadores sensibles, seguramente falibles, pero que no parecen obedecer a los requerimientos de los agentes de venta que suelen hacer valer sus intereses en una gran mayoría de festivales. Un dilema: ¿se programa lo que se quiere o lo que se puede? Ningún film hasta la fecha se abisma y consigue que su propia existencia vuelva a lanzar la pregunta sobre qué es el cine. La caridad interpretativa llegará en seguida. “Es una primera película”, dice el mantra que repetimos todos, seguros de que esa aseveración comprensiva debe debilitar cualquier exigencia. Frente al hechizo automático de la buena conciencia hay que recordar que Pickpocket de Jia Zhang-ke era una primera película, como lo fue también Sangre, de Pedro Costa. Hay más ejemplos contundentes.
En general, todo se parece demasiado. El cine contemporáneo se replica con facilidad y se sostiene en una procesión de epígonos más o menos talentosos que consiguen hacer películas parecidas a las que de alguna forma sirvieron como modelos. A veces se identifica una excepción, y es entonces cuando un festival cumple con su objetivo.
El único largometraje argentino en competencia (Cinema del presente) es El movimiento, de Benjamín Naishtat. Ayer fue su estreno y la recepción fue auspiciosa. Situada en el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, a quien no se lo nombra pero se lo ve fugazmente en un pequeño retrato en una pulpería, la película de Naishtat, al igual que la precedente Historias del miedo, trabaja sobre el malestar social, ahora en clave histórica, pero con evidentes signos que pueden ser reinterpretados en nuestro tiempo. El talento es ostensible: en una hora y escasos minutos, el joven y ambicioso director reconstruye una época y sintoniza con la mentalidad criolla decimonónica. Es un tiempo en el que impera una voluntad de orden, por momentos delirante, respecto de una nación cuyo nacimiento simbólico ha parido antagonismos insalvables y una peculiar dialéctica entre la civilización y la barbarie.
El movimiento al que se refiere el título no alude del todo a los partidarios de Rosas. Hay aquí una estrategia de abstraer las marcas políticas de aquel tiempo, que opera tanto como una forma de universalización de este cuento civilizatorio y también como una actualización metafórica que desmarca el film enteramente del pasado. El líder encabezado por Pablo Cedrón y sus seguidores viajan por el interior del país en busca de nuevos seguidores y apoyo económico para la causa del movimiento. Se trata de conjurar la anarquía por todos los medios, y aquí el fin justifica cualquier cosa: fusilar, degollar, robar. Son los tiempos de la Mazorca.
El trabajo de Cedrón es formidable, y también lo son las elecciones formales de Naishtat. Los cortes abruptos de la mayoría de las escenas son pequeños navajazos que llevan a entender físicamente la violencia de la época, aunque como bien se explicita en la escena final, en donde los representantes del pueblo miran a cámara mientras se divisan una moto y una camioneta que pasan detrás de algunos de ellos, este film habla también del presente.
En efecto, el modelo espacial de Naishtat es el de Peter Watkings en La comuna, en tanto que hay un concepto de artificio que debe producir un sistema de distanciamiento receptivo. Esto no solamente se vuelve evidente en esa escena extraordinaria final en la que el pueblo mira a cámara y sus intérpretes sienten que ese momento excede a la representación de la época, de tal modo que la propia historicidad de los actores pierde su contrato con la ficción y se sienten invitados a hablar sobre algo que la película jamás enuncia del todo, a pesar de que negativamente se llega a balbucear una figura: el innombrable.
A este particular pasaje se llega habiendo desmantelado la impronta documental que cualquier locación impone. Un gran número de escenas se desarrollan al aire libre, y en la mayoría es de noche. La poética elegida consiste en delimitar un campo visual tenue que, más que buscar una fidelidad representacional de un ecosistema, debe producir un cortocircuito entre la fuerza de un territorio y su registro. Se trata de enrarecer el espacio y las situaciones escenificadas por una doble vía: convertir en teatro el territorio abierto a través de un prodigioso modo de iluminar en la noche e insistir a su vez en planos cerrados sobre los rostros de los actores. Excepto por la escena inicial y final, cada vez que se abre el campo de visión sucede lo mismo. Esto no impide que la lluvia y los relámpagos adquieran una materialidad imponente, lo que también sucede con los caballos, pero la naturaleza nunca deja de funcionar como una entidad extrema que está en sintonía con las exaltaciones psíquicas del personaje de Cedrón.
El movimiento tiene chances de llevarse un premio. Lo que es evidente es que se trata de un film nacido para generar controversias. Las características antinomias que atraviesan la historia argentina y el imaginario público y político serán inevitables cuando le toque a la película ser objeto de interpretación. La película misma incita a la batalla (interpretativa). Naishtat confirma talento y ambición, y parece dispuesto a seguir apostando a realizar cine político y de ficción. Toda una rareza.
The Waiting Room empieza muy bien: su protagonista, nacido en la antigua Yugoslavia, se prepara para una escena que está a punto de filmar simulando manejar un auto. En el vehículo, Jasmin, que vive en Toronto desde hace más de 20 años, está acompañado por su mujer y dos hijos. La fecha, 1992, año clave para la región eslava. El director en el film da las indicaciones de rigor y todo parece estar listo para empezar a rodar.
La escena arranca, algo falla y se repite la toma. El auto, en verdad, permanece quieto, pero una proyección de paisajes y rutas, sumada a la luz artificial de la composición que unifica la proyección y el registro, hace verosímil la escena. En la segunda pasada, la película trastocará el sistema de referencia y, después de un falso raccord, Jasmin estará manejando entonces su propio coche en dirección ahora a su casa. En efecto, el orden de (dis)continuidad entre la ficción en la ficción está dado por la música en común que ambienta la escena del rodaje y la salida de él, ya en la propia realidad de la película. Esta circularidad es programática y define las coordenadas simbólicas de toda la película: el personaje de Jasmin está interpretado por Jasmin Geljo, alguna vez actor famoso en su país, quien trabaja y vive en Canadá desde hace un largo tiempo. Ese pasado se incorpora a la historia del personaje, pero no necesariamente Jasmin es Jasmin.
El relato de The Waiting Room parece sencillo: Jasmin trabaja en la construcción pero nunca ha renunciado a su condición de actor. Por un lado sueña con volver a realizar el show televisivo que hacía en su país. Por el otro, no deja de presentarse a audiciones. Lo que sucede en cada prueba en busca de un papel sirve para el lucimiento de Geljo, de una ductilidad extraordinaria. En Canadá se ha casado con una mujer de origen asiático y tiene un hijo al que adora. Todavía adolescente, quizás Daniel también desee convertirse en actor, de lo que se predican algunos momentos amables en la relación entre padre e hijo. Pero el joven director Igor Drljaca, quien también ha emigrado hace décadas a Canadá, va incorporando pequeños giros dramáticos, que no siempre siguen una linealidad precisa, ya que para el inmigrante el desplazamiento es tanto en el espacio como en el tiempo. En este sentido, los encuentros con el padre de Jasmin y su hermana a través de Skype siempre están determinados por una incompatibilidad de horarios, una desincronización lógica que no solamente tendrá que ver con husos horarios. En ocasiones, Jasmin se encuentra con su primera esposa y con una hija que en verdad nunca nació. El desplazamiento referencial y la pérdida del lugar de origen es lo que se denota con el título del film.
El gran momento de The Waiting Room es cuando la escena inicial retorna. En esta oportunidad, el tiempo será otro. Lo que empieza siendo el mismo viaje familiar del inicio se irá complejizando paulatinamente. Al auto subirán soldados, viajeros, extranjeros, y Jasmin seguirá conduciendo estoicamente durante todo el trayecto. En el momento exacto, Drljaca cerrará apenas el encuadre y las reacciones que provoca en Jasmin serán entonces de una exigencia de verdad que devora la ficción. La escena es absorbida por una experiencia emotiva del personaje principal que no consiste en un método de invocación en pos de lograr una autenticidad anímica como respuesta a un episodio escenificado que desconoce. Es exactamente al revés: es la propia escena que tiene que adaptarse a un estado excepcional de la experiencia del desterrado, quien permanece atrapado en una forma de existir en la que el tiempo no coincide con el espacio.
*Algunos fragmentos corresponde a una nota publicada en el diario La voz del interior en agosto 2015
Roger Koza / Copyleft 2015
No queda claro si la de Naishtat es «antikirchnerista» 🙂