LOCARNO 2015 (02): UN UNIVERSO DE PALABRAS
Por Roger Koza
“Del lenguaje no se sale”, dice uno de los personajes de la afable L’Accademia delle Muse, la nueva película de José Luis Guerin, en donde el cineasta se dispone a seguir desde el mes de noviembre en adelante, sin que se identifique el año en curso, las clases de un filólogo italiano en torno a la literatura y en especial a la figura de la musa en la cultura occidental. Así descripto y considerando su título, no faltará quien pueda pensar que se trata de una película académica en dos sentidos posibles, y negativos, pero si hay algo que no es el nuevo film de Guerin es académico, y menos aún un film nihilista que renuncia a buscar su forma.
Como en varias películas de Guerin, la mujer tiene un lugar preponderante, y en principio los primeros minutos, que transcurren principalmente en un claustro universitario sin indicar de qué institución se trata, pasan por una exploración del deseo, la seducción y el amor (romántico) en la experiencia tanto del hombre como de la mujer a través de ciertos textos claves de la literatura clásica: se habla del amor de Lancelot y Ginebra, de Francesca y Dante, de Eloísa y Abelardo, parejas paradigmáticas de una tradición que remite directamente a una de las grandes invenciones literarias: el amor romántico. En esa primera parte de L’Accademia delle Muse Guerin se circunscribe a seguir las clases impartidas por Rafaelle Pinto, un filólogo italiano, y a las reacciones de sus estudiantes, en la mayoría mujeres, y de edades muy variadas que a su vez representan intereses diversos. Las “musas” del curso, en general, muestran cierta disconformidad con algunos postulados de su profesor, pero sin dejar de admirarlo, lo que dinamiza el intercambio en clase.
El enemigo cómico conceptual del auditorio parece ser el patriarcado, una forma lingüística de ordenar al mundo fálicamente. En efecto, las mujeres suelen reaccionar acaloradamente cuando Pinto tiende a sexualizar binariamente su discurso, o cuando sus argumentos huelen a testosterona, pero el disenso suele ser aquí bienvenido y es siempre una figura de provecho. En efecto, a medida que avanzan las clases y los días, algunas de las mujeres van ganando en protagonismo, y serán ellas las musas tanto de la propia película como de su profesor. He aquí una duplicación dentro y fuera del film.
L’Accademia delle Muse no es un documental. La descripción más justa sería decir que es una ficción de naturaleza documental, como gustaba referirse el director a ciertas películas suyas de la misma índole que esta. Es cierto que Guerin filma la dinámica del aula como si se tratara de un documental, y esto puede prestarse a confusiones si se mira sin atención, aunque después de unos cuarenta minutos lo que sucede desmiente un potencial error de interpretación. Esos primeros momentos pueden desorientar por el sistema de registro: los planos bastante cerrados sobre los hablantes, algún plano-contraplano gestual del auditorio mientras el profesor se dirige a su público y el seguimiento de las reacciones de sus alumnos sugieren un típico modo de escenificar la realidad de un aula.
El registro inicial es deliberadamente “amateur” y convencional, pero a medida que la película avanza y ese universo característico de la academia se va esfumando, una operación estética general se va inmiscuyendo en el orden de lo visible. Esto coincide con el abandono paulatino del aula y el crecimiento dramático de algunas “musas” de la clase, que introducen sus propios tema en el discurso general de la película.
Uno de los grandes momentos de la película es aquel en el que Pinto discute con su esposa sobre el amor matrimonial. En ese pasaje se entrecruza magistralmente una inquietud vital con otra de índole intelectual. Hay un momento fascinante de ese cruce entre el discurso y el vínculo que estriba en una revisión por parte de los cónyuges, evaluación relacionada con el hecho de haberse mudado de casa. Lo que encuentran en la relación que se establece con los libros propios y comunes respecto del vínculo amoroso devela una forma una verdadera economía libidinal que recae sobre las prioridades simbólicas del acto de vivir junto con otro y a su vez mantener una esfera de intimidad que no siempre está dispuesta a desvanecerse.
Guerín retoma aquí esa veta lúdica y cómica del diálogo que había podido plasmar en En construcción, cuando la gente se encontraba a propósito de un hallazgo arqueológico en la ciudad de Barcelona y en los diálogos ocasionales que se suscitaban en la vía pública aparecía una dimensión humorística del lenguaje coloquial por la que los hablantes se enfrentaban inesperadamente a la contingencia del mundo y a cierto horror presente en lo cotidiano.
Se podrá decir que L’Accademia delle Muse es menos sofisticada que aquella, y en principio es verdad, lo que no significa que Guerín renuncie a ciertas obsesiones que vuelven a estar presentes aquí, como por ejemplo la mediación física que imponen los vidrios y los reflejos en las ventanas, una forma específica de virtualidad de la imagen que al director lo fascina. El abandono del aula conlleva un registro más riguroso y hermoso, impuesto en gran medida por una decisión de tomar al automóvil y el ámbito privado como una zona de conversación. En varias ocasiones, Pinto y su hermosa mujer discuten en su casa, y al hacerlo Guerin captura esos momentos desde un afuera, casi espiando desde la ventana del living. En la casa Pinto discute con su mujer, pero en su auto suele hablar con las estudiantes, lo que suscita tempranamente alguna sospecha por parte de las intenciones extracurriculares de Pinto respecto de sus alumnas, que tendrá un desarrollo posterior, una vez que se establece vagamente la inquietud. En todas esas secuencias en los interiores del auto, Guerin pone un énfasis particular en los reflejos del parabrisas, una superficie que trabaja sobre la luz y el reflejo, aprovechando así para complejizar estéticamente el orden visual. Ciertos pasajes son verdaderamente hermosos, instantes fugaces de un esplendor inusitado de la luz como materia y los colores que la modifican.
Pero no todo pasa por la palabra y la imagen. Inesperadamente, habrá algunos viajes, y las propias estudiantes sustituirán entonces el protagonismo del profesor, aunque también viajarán con él rumbo a rutas “secretas”. El viaje más controversial será a una de la grutas del infierno dantesco.
Si bien Dante Alighieri había expulsado a los sardos de su Italia conceptual, una de las estudiantes se adentrará en la región de Cerdeña. Pinto participará del viaje y proseguirá así sus investigaciones en torno a los temas de clase. Pero en ese momento el sonido prevalecerá y se impondrá sobre la palabra, primero cuando un grupo de jóvenes interpretan viejos cánticos en los que se revelan la impronta de una lengua en la música, luego cuando una estudiante descubre la musicalidad del viento en la región e intenta reconocerlo y atraparlo.
L’Accademia delle Muse es una película disfrutable y amable (aunque demasiado alejada de la presunta España en crisis radical), en la que el lenguaje se revela como la principal forma de estar en el mundo, un organizador de todas las experiencias, aun la amorosa. “Del lenguaje no se sale”.
La última afirmación es indirectamente el punto de partida de Cosmos, la nueva película, tras quince años de ausencia, del maestro Andrzej Zulawski; la táctica de esta versión cinematográfica de Cosmos, libro del gran Witold Gombrowicz, es propiciar sobre el lenguaje una torsión sistemática en su uso para que este delire, pierda su consistencia semántica y produzca una especie de paroxismo lírico en el que lo absurdo garantice una especie de liberación a corto plazo en sus personajes, en especial, en Witold, cuya fracaso académico en un examen de abogacía tan solo revela la superficie de su ansiedad frente al mundo. Al tercer plano, Zulawski ya sincera su poética: Witold sale de una estación de tren, se aleja unos pasos, llega a un bosque y empieza a vociferar sus impresiones, como si estuviera en un teatro, cuando ve un gorrión que está colgado de una rama mientras se dirige a la residencia familiar en la que se alojará.
El relato, como es de esperarse, dista de proponer una linealidad narrativa o racionalidad evidente que lo acoja. Cosmos, perfectamente, se podría haber titulado Caos, pues las escenas que seguirán de aquí en más tendrán su propio orden de forma autónoma, si se las mira de un modo segmentado: una cena, el intento de escribir un libro, leer filósofos y novelistas, enamorarse y hablar, incluso Witold puede llegar a mirar a cámara y expresarse como si el Pato Donald lo hubiera abducido. Sin embargo, como los acólitos de la teoría del caos saben, el “sistema” de Zulawski-Gombrowicz tiene un orden implícito, el cual se descubre aquí en una estructura general dictaminada por las elecciones de espacio: la casa principal, un viaje cerca del mar, una caminata por una montaña en la que se ve una escultura de un Cristo; todos los fragmentos empujan hacia un telos: confrontarse con el límite del lenguaje, o saber que la nada y el vacío yacen en el horizonte del sentido.
Como sucede con los cineastas de Este que tienen una afinidad con la incoherencia y el sinsentido, las decisiones formales pasan por deshacer el contexto de funcionalidad y sentido en el que los objetos y los entes gozan de una seguridad pragmática que los protege. El abismo de las cosas, la verificación de la propia arbitrariedad, depende en el cine del primerísimo plano. Un zoom rápido hacia delante, un primer plano extremo, descoloca al objeto de su lugar en un todo. Zulawski repite así planos de arañas, gorriones, pescados, una estampa iluminada de Cristo, un gallo colgado de una luz, algunas babosas, planos breves pero lo suficientemente disruptivos; incluso puede ser la fisionomía de un personaje, la boca cosida de la mucama de la casa, los ojos despegados de la cara de un personaje. De lo que se trata es de aislar la percepción de su habitual tendencia a construir totalidades.
Cosmos es una película vital e intempestiva, con varios chistes cinéfilos, filosóficos y literarios de mayor o menor efectividad, disfrutable en la medida en que se renuncie a querer entenderlo todo. Sin duda, para los lectores de Gombrowicz, Cosmos cumplirá con sus expectativas, pues la literatura del escritor polaco es consustancial al cine de Zulawski. Si la hubiera filmado Ruiz, Makavejev o Fischerman pasaría lo mismo. La materia de Gombrowicz es demasiado seductora para neutralizarla y es entonces menester que fagocite el film en su conjunto.
La constatación del vacío es también parte de la angustia que articula Dark in the White Light, la nueva película de Vimukthi Jayasundara, en donde el director nacido en Sri Lanka postula que la voluntad de narrar es la gran forma de conjura frente al horror metafísico; esto es lo que enuncia el monje que quiso ser médico en el principio del film, y lo que explican en el epílogo unos hombres jugando a las cartas al lado de la ruta.
Si es esta una buena respuesta o no, eso no conlleva que sus decisiones cinematográficas y filosóficas sean las más pertinentes. Todo lo bueno de Between Two Worlds, su penúltimo film, que trabajaba con la indeterminación y también insistía con la oralidad narrativa como construcción de sentido, se vuelve aquí una emanación fétida de budismo global, cuyo correlato inverso y necesario, como no podía ser de otra manera, es la sordidez como lectura de la naturaleza del mundo, sin ningún atisbo que intente descifrar sociológicamente las conductas crueles y caprichosas de sus personajes.
Un monje budista elige retirarse del mundo para doblegar la muerte; un estudiante de medicina mira el mundo circundante y juega con sus propios límites; las peripecias de un traficante y vendedor de órganos se retratan con la frialdad y distancia para denotar el nihilismo constitutivo de un tiempo que está ensombrecido; un médico viola mujeres como deporte mientras su chofer, que tiene a su padre agonizante, debe ser cómplice y testigo de las fechorías de su jefe para sostenerse. Una película coral, como se verá, forma narrativa idealizada por los cultores de la escuela de la sordidez.
Lógica binaria de una filosofía barata: al plano número siete, presunta hermosura y didáctica de una mente en armonía con el universo, en el que se ve a un monje caminar en la selva hasta llegar a una playa paradisíaca (mientras suena la tristísima melodía de un chelo), le corresponde anímicamente y un poco más tarde un coito bestial en el que el mencionado representante de Hipócrates elige cogerse a una muerta. El plano general en picado, eso sí, para que se examine y se sienta la bestialidad del acto, es imponente, quirúrgico, geométrico.
Quién iba a predecir que algún día Jayasundara se iba a alinear con la escuela de la sordidez latinoamericana. Los directores latinoamericanos que hacen de esta estética una didáctica del malestar y un argumento crítico no están solos. Sabíamos que en Asia también había representantes de esta tendencia. En Locarno, lamentablemente, hemos de corroborar cómo un director talentoso se ha entregado al nihilismo de explotación. Son las películas “fuertes” de los festivales, esos objetos de diseño orientados al desprecio y a la búsqueda de emociones extremas que desean abofetear a la mala conciencia de Occidente. Humanidad insensible y desgraciada, época crepuscular con sus profetas empecinados en empuñar una cámara.
Roger Koza / Copyleft 2015
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