LOCARNO 2024: CINE EN EL AIRE
Me pregunto quién está detrás de la programación de cine de los aviones. Ya hablar de “programación” es una decisión que sólo esconde una sincera esperanza; todavía pienso que existe una mano humana detrás de todo, hasta de los dispositivos más electrónicos (porque en algún punto, la hay, o tiene, por dios, que haberla). Apenas despegamos hacia Madrid, me entretengo paseando con el dedo entre las películas que ofrece la pestaña “Cine” de la pantallita de Iberia. Hay, sobre todo, acción y suspenso, comedias románticas y solo amigables, películas taquilleras, estrenos de este año, animadas, españolas y argentinas. Me cuesta identificar algunas de las películas, a pesar de y sobre todo porque los títulos están en español. La simultáneamente irritante e hilarante costumbre (nacida de una antigua ley franquista) de pasar todo por el filtro del doblaje hace que de pronto aparezcan raptos lingüísticos como “Bitelchús”. A pesar de la mala prensa seguida de la gastada que suelen producir estos raptos españolísticos, me caen simpáticos porque pareciera que se mantienen siempre en dos extremos de la traducción: no despojar al nombre de su núcleo, o inventar algo que de tan lejano se transforme en otra cosa. Aunque esta excusa sobre las películas es definitoria e imposible de confundir, en algunas mi incredulidad se ve acompañada por una dificultad para leer los pósters, que no ayudan; mi vista ya no es la misma y busco sin rastro algún nombre propio, una firma, que me diga más que los rostros de la modernidad: los de los actores. Además, el nombre del director o directora no se encuentra en la ficha técnica que acompaña a la película: solo una breve sinopsis y la duración, sin olvidar la restricción por edades. Los documentales están, extrañamente, bajo la pestaña de TV. El cine con todas las letras es solamente la ficción. En vista de los últimos años, las series se ganaron su sitio propio y tienen su propia pestaña, ni siquiera se mezclan con la mundanidad de la televisión. Esta estructuración tiene sus propias reglas y su propia lógica, mantiene una coherencia propia. El cine de avión está editorializado. ¿Cómo podría este conjunto de decisiones no ser en algún punto un constructo de la mano humana?
Como siempre, cada asiento tiene su propia pantallita. Es rectangular y alargada, como un microcine privado decadente. No es la misma experiencia de visionado colectivo que puede darse, justamente, en un colectivo, donde no se puede elegir sino acatar lo que escoge (en este caso estoy todavía más segura) por una mano humana. Un especial saludo a quien sea que haya programado la última de Bruno Dumont en el colectivo que me llevó a Córdoba en noviembre del año pasado. Ahora mi excusa para pasear por la programación es estar viajando hacia el Festival Internacional de Cine de Locarno, para formar parte del Critics Academy. Viajo hacia las películas y parece que viajo sobre películas, pero entiendo que no son las mismas, que es como si pertenecieran a dos mundos distintos. De hecho, la advertencia que aparece antes de las películas sobre contenido explícito dice “sensible para algunos pasajeros”, no espectadores. Pienso en la distancia entre ese cine alto y este cine bajo, a pesar de la superficie en la que nos encontremos en relación al mar, y la famosa frase de que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Pero en ese viaje de colectivo y quizás en otros por el mundo, conviven, como si las películas tuvieran hogares, como si también se asentaran o se fueran cuando no ven que exista un espacio para ellas. Y ahora me acogen a mí que dormir no se me da bien en la tierra, mucho menos en el aire, y ya de tanto recorrer el catálogo algo tengo que elegir. Dónde está el programador de Dumont cuando uno lo necesita.
Mi primer impulso frente al catálogo fue ver una película que ya ví. Fue Charlie’s Angels: Full Throttle (2003, McG), en la que había estado pensando sin demasiada razón de ser, solo como cuando las películas vuelven a nosotros como en un sueño. Recuerdo la experiencia de ver esa película en la casa de una amiguita de la infancia, supongo que cuando los padres no estaban. La veíamos una y otra vez como miran siempre los niños, que suelen pensar que la repetición hace al gusto. Nos encantaba ver volar por los aires y saltar helicópteros y patear traseros; nos encantaba los cuerpos de aquellas tres mujeres (Cameron Diaz, Lucy Liu y Drew Barrymore) tan despampanantes y tan distintas entre sí, que eran espías, detectives, karatekas, bailarinas y performers, que sabían artes marciales y distraían a los hombres con su capital sexual, no sin perder su vulnerabilidad y salvando al mundo mientras tanto. La recordaba diferente, quizás no tan obscena, chabacana. Me sorprendió encontrarla tan sexual, pero al mismo tiempo con un código tan infantil, de actuaciones caricaturescas y hazañas grandilocuentes e imposibles (Cameron Diaz logra pilotear un helicóptero que está cayendo en picada). Pienso si no era un mundo donde esas esferas no estaban tan distanciadas como hoy, donde los adultos jugaban a ser niños por un breve momento y se permitían disfrutar de la caricatura sin que esa lógica poblase también sus vidas y sus cerebros. O sin olvidar que podía ser un recreo mental, una anécdota, algo que donde empieza también termina. Pienso que no es una apuesta demasiado grande decir que el sexo está lejos de todo, pero sobre todo de aquello que es en cierto punto, más que infantil, adolescente. Apostaría a cualquiera que encuentre sexo en todas aquellas películas (que para mí son todas la misma) que protagoniza Ryan Reynolds, prepotentes e ingenuas, toscas y colegialas. Quizás los primeros años 2000 eran un momento donde mi amiguita y yo podíamos ser las espectadoras ideales de esas mujeres hermosas cuyos cuerpos simultáneamente duros y de goma saltaban por los aires, recibían tiros y morían y revivían por lo menos tres veces, y no solamente por una identificación como mujeres fuertes: solo por el placer de mirarlas. Ellas no eran solamente para los jóvenes videoclubistas del mundo.
Justo cuando llegó la comida puse Antes del atardecer (2004, Richard Linklater), la segunda de la trilogía de Richard Linklater. Me resultó una película compañera para cenar, amable aunque tensa y sorprendente en su parsimonia. De la trilogía siempre me entretuvo que la velocidad de la película está, dónde sino, en el tono de la conversación eterna que mantienen esos Ethan Hawke y Julie Delpy, en esta entrega de la saga maduros y pesimistas con las vidas que llevan. Como adultos, se recriminan, avanzan en aquel vínculo entre ambos y sobre todo se hablan mal. Es una de, como se dicen ahora, mis confort movies, y si tengo que pensar por qué, creo que se trata de la esperanza de que dos adultos puedan tener, a lo largo de mucho tiempo, una misma conversación que es siempre otra. Verlos tratarse mal me conmueve más que sus momentos de cariño, quizás porque respetar el diálogo con el otro muchas veces es no estar de acuerdo, pujar, criticarlo y hacerle chistes hirientes que lo persigan lo suficiente como para esa punzadita de vergüenza de cuando el otro tiene razón y eso nos motiva a cambiar.
Cuando uno se aburre de su pantalla se pone a ver la de los demás. Observé que adelante mío y en mis idas al baño que muchos espectadores hacían zapping con las películas, veían un ratito de una y pasaban a la otra. Para mi sorpresa también muchos jugaban juegos, algunos claramente modernos y otros clásicos insuperables, como el tetris, que jugaba un adolescente muy cerca de mí. Otros jugaban juegos de deportes, como los de la consola wii, que tenían mis primos y que te permitían jugar con todo el cuerpo, vendiéndose como un posible dudoso ejercicio. Pero acá estábamos todos quietos. Quizás por eso el señor de la fila cuarentipico jugaba al golf y no nadaba. Supongo que no quería cansarse de más.
Los que sí se cansaron fueron los de Challengers (2024, Luca Guadagnino), incluida yo viéndola. En busca de un poco más de lógica telenovelesca, pensando que en un triángulo amoroso había pocas chances de no encontrarla, mal instruida por los mexicanos, me la pasé buscando una pasión inexistente. ¿Por qué una película que se explicita deseante, o deseosa de desear termina convirtiendo pasión en poder, pero en poder calculador, frío, no solo en el plano narrativo sino sobre la imagen? La música no deja de marcar un tempo que no está allí, quizás suplantando un clima que falta, porque a pesar de que los personajes no dejan de mirarse hay vacío, hay demasiada pureza, demasiada integridad para enchastrarse, para lo que requiere un triángulo amoroso: meter las manos en el barro. No es que no tenga buenos momentos, y la escena final aporta lo suyo (no la desagradable secuencia de cámara sobre-pelota para agregar tensión a una escena que de por sí no lo necesita). Quizás piensa que atiborrándose de recursos logrará construir drama y sensación, cuando en realidad hay más drama y sensación en la mirada de dos personas que se desean sin razón o que se odian con razones. Sin tanta parafernalia.
La película más antigua del catálogo era Roman Holiday (1953, William Wyler). Estaba huérfana, única en blanco y negro, sin compañeras de generación; la que le seguía en edad recién era de los ochenta. Me dolió entender que estaba allí habiéndose convertido en una “película de ciudad”, “película de destino”, las que financian los estados para hacer de sus ciudades sitios hóspitos, ignorando el hecho de que una ciudad es hóspita por la mugre que se ve, no la que se oculta. Pero lo que más me dolió fue que se me tornó imposible verla. Había algo del formato de la pantalla, del sonido y del código que se me hacía sucio estar viéndola en esas condiciones. No me creo ninguna purista (adoro encontrarme con alguien que ve una película en el subte desde su celular), pero el ratio, aunque bien puesto, dejaba un agujero enorme a sus costados, y los auriculares chillaban más que los ataques de rezongamiento infantil de la Hepburn. Claramente ese no era su lugar de proyección, pertenecía a otro tiempo, a otra vida. Me pregunto cómo se sentirá ser una película excluida del catálogo del avión.
Para cerrar mi programación privada, elegí otra de una nena fuera de lugar: Alemania (2024, María Zanetti), una de las películas argentinas que formaba parte del catálogo. Quizás ideal para estar yéndose aunque solo sea brevemente del país que uno ama, las referencias de haber crecido en la misma época que la directora me ablandaron. Son varios ya los coming of age argentinos donde termina sonando una canción de Virus, pero quizás no tantos los que abren un perfume Mujercitas en Navidad. La sensibilidad está dada por lo específico y al mismo tiempo comunitario que otorga el barrio. Pero definitivamente el logro mayor de la película es cómo retrata una miseria familiar sin que haga falta caer en cuestiones de falta de plata, que sería un despropósito y hasta un descuido que no estén presentes en una historia de una familia de clase media en nuestro país. Pero se puede vivir mal bajo el mismo techo por muchas razones, y algunas de ellas pseudo burguesas, como los problemas de la mente, de salud mental diagnosticados, de un familiar, y no diagnosticados, del resto que le hacen el aguante. La subtrama de los años noventa se respira en conversaciones puntuales sobre el dinero, pero también en la textura de los vínculos humanos que en las crisis económicas se ven trastocados y pulverizados. Esa sensación tan aleatoria y cierta de que a uno “se le cruzó un cable” porque no puede con todo ni con nada da los momentos de mayor tensión dramática en la película, a pesar de que nunca pierde la inocencia de la juventud. Si tengo que apostar, diría que lo logra a través de la preciosa elección de la película de haber teñido todo de un color ocre, del sol entrando por la ventana y hasta en la noche, de las tenues luces del cableado eléctrico, como si pudieran ilustrar visualmente cómo se siente pronunciar “juventud divino tesoro”. Lloré intentando inútilmente que lo notara el señor a mi lado, que si me había caído bien porque no me dijo ni una sola palabra, me cayó algún mejor cuando hizo como que no se había dado cuenta que se mojó la servilleta.
Tres filas hacia adelante, un hombre asistió a la proyección completa de Los delincuentes (2023, Rodrigo Moreno). No puedo describir su visionado, y decir que “se sentó atentamente” es una redundancia. Pero sí que la vió hasta que terminó, casi como una carrera contra el tiempo. Decidió que empiece la película (le dió play) cuando faltaban pocas horas para el despegue. Al no ver el momento exacto de su click, pispeaba para mirar si llegaría o no a terminarla. Intentaba calcular cuánto faltaba de película según las escenas, y formulaba hipótesis en base al relojito que marcaba mi pantalla. Faltan cuarenta minutos, y todavía no fue a visitarlo la cordobesa. Faltan veinte y todavía no volvió a la sierra. ¿Llegará? Si no llega, ¿se sentará en el aeropuerto de Barajas a piratearla para no quedarse con la intriga? ¿O aceptará el destino inexorable del paso del tiempo? Cuando llegó la escena final, respiré aliviada. Todavía quedaban menos de cinco minutos, según el reloj. La relación de este hombre con su película tendría un final, cerraría con un broche, no se quedaría con las ganas. Pero cuando aparecieron los primeros créditos sobre las sierras cordobesas, el dedo del hombre se dirigió a la barrita roja del tiempo de la película, y fue hacia atrás. Esperó y miró dos segundos, y fue hacia adelante. Una vez más hacia atrás. Estaba buscando una escena. Qué busca, señor, la lógica oculta, quiere volver a vivir un momento de belleza, quiere volver a mirar un rostro, una mano, un plano que explique algo. Entiende o no entiende, sabe o no sabe, qué quiere saber. Hasta que finalmente, la pantalla se trabó por los anuncios que se mandan los tripulantes de cabina a través de todos nosotros, que controlan el tiempo de la proyección. El tipo se rindió y apagó la pantalla. Aterrizamos, y comenzó a recoger sus pertenencias.
Yo alejé la mirada hacia mi reloj pulsera, obviamente desactualizado. Tenía algunos minutos de yapa para enganchar mi conexión. Ojalá me lleve hacia otros espectadores que estén ansiosos por buscar secretos en las películas. Pero que al no encontrarlos, sin ton ni son, se rindan.
Lucía Requejo / Copyleft 2024
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