LOCARNO 2024: EL COMÚN OLVIDO
Antes de que comience la proyección de una selección de los cortometrajes de Stan Brakhage en el cine Gran Rex de Locarno, la crítica y programadora Erica Balsom leyó una muy conocida cita del director que resulta casi como un mantra. Dice así: “imaginemos un ojo no gobernado por las leyes de la perspectiva hechas por el hombre, un ojo que no juzga con la lógica compositiva, un ojo que no responde al nombre del todo, pero que deba conocer cada objeto encontrado en la vida a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un campo de hierba para el bebé que gatea y no conoce el «verde»? ¿Cuántos arcoíris puede crear la luz para el ojo inexperto? ¿Qué tan consciente de las variaciones de las ondas de calor puede ser ese ojo? Imaginemos un mundo vivo con objetos incomprensibles, que brilla con una variedad infinita de movimientos e innumerables graduaciones de color. Imaginemos un mundo antes de que el principio fuera la palabra”. A pesar de ser muy popular, la cita continúa siendo indescriptiblemente conmovedora, sobreviviendo a su repetición. O es a mí que me conmueve especialmente, y vuelvo a ella como quien vuelve a un álbum de fotos, no porque en ese momento las cosas eran más simples, sino por el contrario, más complejas. La cita es fiel al pensamiento de Brakhage que apuesta por la posibilidad del cine de buscar un punto cero, un origen del mundo, que guíe una cámara deseosa de asir la imposibilidad de no solo volver el tiempo atrás, sino de despojarse de la condena eterna que es mirar bajo los efectos del bagaje inseparable de la cultura y la historia. Por eso, es el único capaz de hacerle fe con películas como For Marilyn(1992), indescriptibles sueños donde reinan los colores, donde el acto de reconocer queda obsoleto y solo persisten las sensaciones, pero también como Window Water Baby Moving (1959), donde a través de la filmación de partos sin ningún tipo de prurito busca el origen del mundo en El origen del mundo (Courbet, 1866). Pero a pesar de que las herramientas del cine experimental parezcan idóneas para volver y revolver las posibilidades de una mirada, algo de la cita pertenece a un pasado lejano, como si hubiésemos olvidado que hasta la más regular de las películas puede disparar una breve tesis sobre las exigencias que implica mirar.
A pesar de que su título parece prometer una de zombie, Let us Live (1939, John Brahm) es una película acerca de la mirada como derecho, obligación y condena, como acto que conlleva una responsabilidad que no todos estamos dispuestos a afrontar. No es ninguna casualidad que justamente Henry Fonda, posiblemente el dueño de los ojos más cautivantes y aprensivos de Hollywood, sea Brick Tennant, un taxista de clase trabajadora muy enamorado de su novia, Mary (Maureen O’Sullivan), con la que se va a casar apenas logren juntar unos pesos para compartir un hogar. Pero se les aguan los planes cuando Brick es injustamente culpado de cometer un robo que nunca cometió. En un confuso episodio, es puesto en una fila de posibles culpables frente a testigos del crimen, que buscando a toda costa un culpable lo identifican como uno de los ladrones, a pesar de que el parecido es inexistente y él jamás habría podido estar ahí. Juro que es él, yo nunca olvido una cara, y más frases hechas se lanzan contra los resplandecientes ojos de Fonda, que apenados van perdiendo su característico brillo reemplazándolo por el vacío que provoca comprobar que la relación entre vista y verdad es compleja. Ese pequeño paso en falso trastoca para siempre su humilde existencia, y gracias a ese equívoco es juzgado como culpable y condenado a muerte: el instrumento peligroso de la mirada puede arruinar en un santiamén hasta la más mundana de las vidas, como un arma que todos llevamos consigo y no sabemos bien cómo utilizar. Todos miran, pero nadie ve.
En algún punto, todos como mundo logramos que ciertos aspectos de un festival de cine se alejen de las reflexiones sobre la mirada o que, por lo menos, las estandaricen. Las películas quedan adosadas a una suerte de lógica industrial, se suceden unas a otras durante el día como una cadena fordista, y verlas pasa a un segundo plano. Las grandes publicaciones esperan los textos ayer, y algunos críticos se convierten en catadores profesionales, probando las películas buscando poder levantar o no el pulgar, esbozando grandes teorías que quedarán obsoletas en media hora, o subiéndose a un pedestal conversacional donde parece que la cantidad significa más que la calidad. Palabras como “pitch” o “networking” salen disparadas de la boca de aquellos escritores y editores que saben qué juego jugar, y la posibilidad de ser verdaderamente atravesados por una película parece formar parte del más antiguo de los pasados. A pesar del lenguaje anglo, me niego a solamente creer que se trata de una distancia de mundos donde efectivamente, hay plata, mientras que muchos tercermundistas y no tanto crecimos como escritores sabiendo que el dinero era más una atención que un requisito. No creo que sea solamente eso, sino el común olvido de que el crítico fue, es y seguirá siendo, antes que nada, un espectador. Y que el origen del mundo, en este caso, es lo que pasa entre quien mira y aquello que es visto.
Algo de eso hay en el último pan caliente de Hong Sang-soo, By the Stream (2024), donde la joven profesora Jeon-im (la magnética y probablemente última estrella de cine que queda, Kim Min-yee) le pide a su tío Chu Si-eon (Kwon Hae-hyo) que reemplace un profesor que fue despedido por excesos con las alumnas y escriba y dirija una obra de teatro con ellas. Poco a poco, se revela que Chu Si-eon es un ex actor y dramaturgo que hubiese tenido una carrera aún más prometedora si no se la hubiese arruinado un error de juventud, magnificado por un público que le dió la espalda. Como en muchas películas del director, se habla de la vida de un personaje como si él no estuviese allí, convirtiendo en este caso a Chu Si-eon en una sombra de sí mismo y transitando la tarea como un fantasma, como una cáscara de algo que supo ser pero no fue. Por eso quizás es el único que puede preguntar a las jóvenes alumnas, en la escena de mayor verdad de la película, en quiénes se quieren convertir, quiénes quieren ser. Y ellas le regalarán en forma de poesía lo que está buscando y lo que perdió, las esperanzas de la juventud, que puede darse el lujo de soñar sin creer en materialidad o consecuencias: ser realmente amado, afrontar los embates de ser distinto, no traicionarse a uno mismo. También por eso él permanecerá callado, entendiendo que la pregunta que formuló no era para él, cuya vida ya sucedió y ahora intenta vivir cómodamente de los restos. Debería ser desgarrador para todos llegar al punto de no poder responder esa pregunta.
En algún punto, su sobrina, todavía ronda sobre distintas respuestas a esa pregunta, recién transformada por un episodio que cambió el rumbo de la vida que antes llevaba por la que ahora intenta llevar. Mientras comen junto a su jefa en la universidad (Cho Yun-hee), enmarcados por un ventanal que deja ver solo hojas de un árbol, le contará a su tío que un día, repentinamente, sus ojos comenzaron a sangrar. Sin respuesta de los médicos sobre por qué o cómo, pasa días vendada sin poder ver, intentando sobrellevar el destino de haber sido velada de la posibilidad de asir el mundo a través de la mirada. Pero en algún momento, recuerda, a pesar de su ceguera logra ver un gran cielo azul, sin una sola nube, que se le presenta como la más pura verdad. No lo ve en su imaginación, no lo ve como imagen ni como recuerdo, lo ve a través de sus ojos sangrantes, y lo ve porque no puede ver, despojada de cualquier influencia que la cultura y la historia impriman sobre nosotros. La posibilidad de un claro sin nubes le devuelve la posibilidad de orientar su vida hacia donde ella piensa que debería ir, dejando sus estudios en ingeniería, y le otorga una clave que hasta ese momento se le había negado, convertirse en una artista. Para ver con claridad, sobre todo dentro de uno mismo, es necesario dejar de ver.
Como Hong nos tiene acostumbrados, la dicotomía entre lo que el mundo espera de nosotros y el libro albedrío hace su aparición a través de varios de los personajes. Pero el de Jeon-im vuelve a ser relacionado con la mirada, la forma más fácil de relacionarse con aquello que nos rodea. Volver al mismo restaurante donde se contó la anécdota indica que el camino que aquel episodio comenzó no termina. Antes de volver, una escena arma una línea de sentido: caminando hacia la universidad, recoge una enorme hoja muerta del suelo y comienza a agitarla con gracia, mientras baila suavemente. Distantes, la vamos abandonando cuando la cámara se desplaza ligeramente hacia arriba, hacia la copa del árbol, sellando su nueva relación con aquel cielo que le permitió ver el mundo. Las hojas se suceden cuando volvemos al restaurante, pero ahora las mismas hojas que habíamos visto enmarcando la ventana están completamente ocres, habiéndose transformado con el paso del tiempo e indicando que, como la naturaleza, las personas también están sufriendo la constante transformación de existir. Esta vez, el trío saldrá a la parte de atrás del restaurante a fumar, pero Jeon-im desaparece de la vista de los otros dos detrás de unos árboles, explorando el espacio natural en el que está ubicado el local. Aunque el tío y la profesora la llaman varias veces, no obtienen respuesta, y nosotros ya no la vemos. Solo vemos los árboles que supuestamente la ocultan, aunque sabemos que si no la vemos no significa nada: podría estar en cualquier lado. Está fuera de nuestro campo de visión, y empezamos a pensar que no regresará a pesar de tener una obligación inmediata para con ellos. Otra vez, el libre albedrío. Pero Kim Min-yee vuelve, caminando entre las piedras, mientras la cámara la toma de plano medio, jugando con nosotros que somos esclavos de su rostro, mientras nos mira a los ojos y sentencia que “There’s nothing to see” detrás de aquellos árboles. Si hubiese habido algo para ver detrás de aquellos árboles, ¿regresaría? ¿O hubiese preferido ver? El plano final nos regala su sonrisa burlona hacia nosotros, como si supiera un secreto que nosotros no, y se congela en esa incógnita mágica de no que su mirada permanezca inaccesible.
Pienso si aquellos críticos profesionales que se alejaron de la mirada pueden todavía responder la pregunta de Hong. O, aún mejor, si todavía la mirada puede surtir algún tipo de efecto en la respuesta. En ese sentido, tuve la suerte de comprobar que todavía existen aquellos que no podrían responderla de otra manera, a través de la experiencia de convivir diez días con mis compañeros del Critics Academy. Estuve rodeada de, ante todo, espectadores de películas, deseosos por la posibilidad de ver y seguir viendo, un mundo abierto donde todas las conversaciones, ya sea en el bar, en las habitaciones, en la calle o en el cine, empezaban por qué viste, cómo lo viste, por qué lo viste. Críticos que fueron capaces de caminar bajo el rayo del sol a las dos de la tarde hasta el cine menos cine de Locarno (un gran gimnasio al que agregaron miles de sillas plegables), que encontraban gusto en dormirse por brevísimos momentos y retornar a la película, que veían sin escribir pero nunca escribían sin ver. A los que encontré a las tres de la mañana todavía escribiendo sobre cualquier superficie, descubrí tipeando mientras caminaban en la aplicación de las notas del celular, que citaban sin parar y en los momentos menos esperados a sus autores preferidos, que recordaban datos sólo porque eran cruciales para ellos, con los que caminamos en silencio después de una proyección, simplemente porque no teníamos nada que decirnos. Que se salteaban comidas por llegar a una proyección, que no necesitaban paz y tranquilidad para escribir, sino el bullicio de otros pensamientos. Aquellos que se encontraban confesando que temían más no ser buenos escritores que escritores mal pagos. A todos los que pueden todavía contestar la pregunta de Hong, pero no porque son jóvenes, sino porque todavía está por verse. No porque esté solo en sus manos, sino porque su futuro está en manos de las películas, y en si habrá, finalmente, algo o no para ver, que cambie para siempre el curso de sus vidas. A todos ellos, gracias.
Lucía Requejo / Copyleft 2024
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