LOCARNO 2024: TRES SON MULTITUD
El leopardo que es la mascota del Festival de Locarno ruge antes de cada función. E inmediatamente después, el hecho de que el león de MGM no rugiera durante los primeros minutos de The Crowd (1928, King Vidor) fue motivo de risa para la otra multitud, más de 3000 personas que había viendo la película, de tiempos del cine mudo, requirió la presencia de una orquesta sinfónica. En la relación entre una película silente y su música en vivo hay mucha tela para cortar: si funciona como acompañamiento, si se está apoyando demasiado, si una sola de ellas convierte al suceso en espectáculo. Si todo sale bien (mientras se trate de cine), la música se relega, se pliega a las imágenes, amorosa y humildemente. Debe aceptar con gusto dar un paso al costado sin darlo demasiado, porque si brilla de más, el objetivo es otro. Eso es injusto para la música, pero justo para nosotros. Lo digo a favor de esta orquesta, porque a los diez minutos, por lo que pude comprobar a través del diálogo, varios de los espectadores olvidamos que eso era música en vivo, y no la banda sonora natural de la película. Olvidamos que no estaba adosada a la trama, que era un componente que estaba sucediendo en ese instante. Creo que es justamente esa superposición de tiempos, entre el aquí y ahora de la interpretación musical y la película, que está pronta a cumplir cien años y ya hecha, sin la misma capacidad para performar, me permite pensar en el estado de las cosas, aquellas que se mantienen y aquellas que no, mientras pasa el tiempo.
¿Quién es una multitud? En primer orden, una familia. La primera escena de The Crowd es el nacimiento de una familia de sólo dos, padre e hijo. Curioso, porque lo que se nos presenta es un parto, un parto donde la madre es intencionalmente ignorada, donde su rostro y su cuerpo permanecen en el fuera de campo. Solamente vemos sus rodillas dobladas en posición de alumbramiento mientras el bebé es pasado boca abajo como un animal, de las manos del médico a las del padre, que lo recibe orgulloso como única familia. El plano sugiere que ese bebé es suyo, no por haberlo traído al mundo sino por enseñarle cómo manejarse en él. O por lo menos intentarlo, porque la adoración excesiva de su padre condicionará a John Sims (James Murray) para siempre, regalándole la confianza de que algún día será alguien, sin que eso venga adosado a una sed de ambición por hacer. Por el contrario, a través de la escucha atenta de que es mejor que los demás y que será capaz de cosas grandes, Sims espera que su futuro grandilocuente se le presente como por arte de magia. Por eso la película parece carecer de argumento, porque sólo estamos esperando que, algún día, la pegue. Esperando, se casa con una muchacha que lo adora y lo idolatra (también es una película sobre enamorarse de un vago, por qué no, otro argumento posible para pensar en aquellas cosas que nunca cambian), tiene hijos, continúa vago, esperando. Hasta que la vida lo obliga, por la fuerza, a no poder esperar más.
Distraídos, ellos y nosotros, con el jolgorio de haber cobrado una plata grande por, quizás, su único acierto desde que lo conocemos, descuida a su hija más pequeña, que es atropellada por un auto justo en frente de su casa. Una multitud, esta vez del barrio, se congrega alrededor del cuerpo inerte de la niña, mientras la desesperación entra en la casa para quedarse. Después de una muy breve escena de suspenso dramático, con llantos y close ups a los rostros sufrientes de los padres, la niña muere. Es aquel mismo jolgorio festivo que los padres del cuento de Raymond Carver, cuyo título en español (según Anagrama) es “Parece una tontería”, originalmente publicado en Columbia (1981), linda coincidencia. La madre de un niño encarga una torta con su nombre escrito para su cumpleaños, y cuando más tarde el niño es atropellado y muerto, naturalmente, se olvida de retirarla. Recibirá entonces llamadas de más insistentes de un hombre misterioso que le pregunta por el nombre de su hijo, si lo ha olvidado, y por qué no viene a buscar lo que es suyo, y sobre todo, pagar lo que debe.
Con un poco de suerte, sin reponer la totalidad del cuento ni arruinar la experiencia de lectura, nosotros también nos olvidamos de la torta (el pastel, si somos fieles a la traducción), porque estamos demasiado cooptados por la tragedia. Será solamente al final que ocurrirá aquel intercambio de experiencias entre los sobrevivientes de la tragedia y el simple trabajador, y uno suaviza su rol en pos del otro. Sin embargo, a pesar de que las tragedias puedan paralizar el mundo, solo lo hacen momentáneamente. Alguien tiene que pagar la torta, y alguien tiene que escribir los slogans a través de los cuales paga las cuentas nuestro John Sims. Después de la muerte de su hija, se sienta en el escritorio a intentar trabajar, pero las imágenes de la tragedia se lo impiden. Se superponen en su frente como una viñeta, como una ventana a su mente mientras lo vemos intentar luchar contra esas imágenes, aún sentado en el escritorio. Su cuerpo se retuerce de dolor, temiendo enloquecer por lo que ve. Gracias a no poder resistir al poder de verdad de esas imágenes, es despedido de su trabajo. Es allí cuando aparece uno de los intertítulos de la película, que elige cuidadosamente qué escribir y qué contar a través de los rostros, que dice: “the crowd laughs with you always… but will cry with you for only a day”. Como en el cuento de Carver, la tragedia nos hace más humildes frente a nuestra propia relación con el mundo, aun si no nos ocurre a nosotros y trastoca el suelo donde nos aseguramos cómodamente, pensando que nos sostendrá, como en la película de King Vidor. Es por eso que Sims acepta un destino que es el que todos, de algún modo, compartimos: formar parte de la multitud. El plano final muestra a su pequeña familia de tres riendo en el teatro, mientras la cámara sube lejos de ellos, ubicándolos dentro del público del teatro, que también ríe, que también es o no una familia, que también es o no víctima de tragedias. Uno puede ser como todo el mundo, pero la vida encontrará la manera de que las vivencias se sientan, de una forma u otra, bien o mal, especiales.
Hay cantidad de cosas que me interesa desgranar en torno a los personajes femeninos de las películas del período de oro de Hollywood. Pero una muy linda de encontrar es la disyuntiva o la manera de hallar el equilibrio que puede llegar a tener una mujer como esas entre el deseo de no sentir nada, el de estar sola y el de ser independiente. Y Craig’s Wife (1936, Dorothy Arzner) no puede armar un hogar para nadie más allá de ella misma. Ese es su único pecado, y su único perdón. Una Rosalind Russell, para nada cómica y muy seria, es Mrs. Craig, quien dice que se casó por dinero, oxímoron o no, para ser independiente. Su marido (John Boles) se casó por amor, y está embelesado por su presencia en ese hogar que, piensa, construyeron juntos. Ella solo debe fingir que lo ama un momento, más tarde echarle flí, y él la deja tranquila para que ella viva su vida. Eso no es un problema, pero sí lo será cuando su visión del mundo comience a expandirse a terceros, como cuando lo traslada a la vida de su sobrina, a la que activamente boicotear para que no pueda reunirse con el novio, al que realmente ama.
La película se tradujo al español como “La mujer sin alma”, que puede dejar menos lugar para la interpretación, pero no deja de ser más inventivo. Aunque más que sin alma, lo que le pasa a Mrs. Craig es que no cree en el otro, solo cree en el yo. No cree en la influencia del otro sobre uno, como cuando se ama con pasión. Tampoco cree que los sentimientos o la presencia de los otros surtan algún tipo de efecto en uno; por el contrario, ella puede armarse una vida a contrapelo del destino, controlarlo todo a su alrededor. Y lo que la rodea es su casa, su hábitat más primario y su primer alrededor. Acomoda los jarrones milimétricamente frente a la temerosa mirada de sus criadas, detiene a su marido con solo una mirada cuando está a punto de prender un cigarrillo en un ambiente donde no debe, se sienta grácilmente en sus sillones sin dejar el más mínimo rastro. No quiere huellas, ni de los otros ni de ella misma, en el cerrado ambiente que se construyó para sí.
Lo que Mrs. Craig busca es un mundo a la medida de la palma de su mano, y, secretamente, estar sola, sin la presencia revoloteante de su molesto marido que solo quiere amarla. La presencia inquietante de lo otro es sobre todo puesta dentro de su casa por su vecina de al lado, Mrs. Frazier (Billie Burke), una sonriente mujer que deja rosas de su jardín porque sí, solo por el hecho de que tiene muchas y son bellas, que entra con su niño molesto que toca todo, y le pregunta empáticamente cómo se encuentra de salud su hermana convaleciente. Ella es todo lo que nuestra Craig no puede ser, porque no quiere: una constructora de hogares que disfruta de vivir en comunidad. Pero a pesar de que ella logre engañarnos con su mirada de hielo, sus ropajes bien planchados y su rigidez natural, existen breves momentos de frenesí interno, donde podemos leer que algo dentro suyo se mueve: sobre todo, en su risa, una risa frenética que se le escapa cuando la tía de su marido la increpa por ser demasiado controladora, y en sus ojos, que Rosalind Russell sabe muy bien porqué los malos poetas dicen que los ojos son la ventana a algo que no se ve.
Son aquellos ojos los que la delatan cuando su mundo se desmorona. A pesar de sus intentos, la mujer de Craig (Craig’s wife) no se armó una vida para sí misma si alguna vez dejaba de ser “Craig’s wife”, y su mundo se desmorona cuando es demasiado sincera con su marido, gracias a un descuido que comete por expandir su amor por el control. Cuando su sobrina se retira de su vida, su marido la deja y sus criadas se van, ella se queda, finalmente, sola, en esa casa que creyó construir para sí misma, pero que se convirtió en su propia prisión. Alejada de aquellos que osaron trastocarla aunque sea mínimamente, apenas visiblemente nerviosa, sostiene en sus manos el telegrama que le confirma que su hermana ha muerto, sola, como quedó ella ahora en el mundo. Es allí cuando ingresa nuevamente sin que la llamen la simpática vecina para entregarle un nuevo ramo de rosas frescas, pero se encuentra con la sorpresa de que la cara de Mrs. Craig, donde hasta ahora todo había permanecido siempre en su lugar, se encuentra descolocada. De la estatua que alguna vez fue queda poco; se conmueve por primera vez, abrazando las rosas como si se tratara (y se trata) de lo único que le queda en el mundo. Pero cuando levanta la cabeza de su ramo, la vecina se ha ido y ella no es ni siquiera la señora Craig. Es la señora de sí misma, si eso tiene algún valor, y es su debacle. Arzner elige entonces regalarnos una secuencia arbitrariamente larga de su primer plano, donde el punctum son los ojos, de los que es imposible alejar la mirada. Las lágrimas no dejan de corren por unas mejillas que nunca pensamos ver mojadas, ya que son de alguien que basó toda su vida en una decisión que pensaba la alejaría de su peor pesadilla, encontrando su destino, pero que no puedo evitar haberse convertido en algo peor que la mujer de alguien: no ser una mujer para sí misma.
Quizás para algunos sea cosa de casi todos los días ver una película en Technicolor en el ratio correcto, en la calidad correcta, tal y como soñaron quienes la construyeron para que sea vista. No lo es para mí, que a pesar de vivir en una ciudad donde ir al cine todavía es el único problema que no se adjudicó, no tenga esa oportunidad. Picnic (1955, Joshua Logan) fue mi primera película de esos colores con esos colores, en un cine que la recibía como se merece, con una pantalla larga, muy larga. Comprendo que, acá, en esta ciudad, o quizás hasta generalizando en Europa, los cines se construyen, se preparan y se ponen lindos para recibir a las películas de la mejor manera, como huéspedes. Es algo muy lógico y probablemente bastante tonto, pero mi sensación era la inversa: las películas hacen lo imposible por adaptarse a donde sea que sean proyectadas, y menos mal que lo hacen. Se acomodan, se retuercen y hasta se hacen daño para ser mostradas en cualquier condición, para pavonearse aunque sea una noche, aunque en el cine no haya nadie, aunque solo sea una sábana, aunque sea una compu. Fue la primera vez que sentí que la película podía tener exigencias, pero no de manera egoísta sino como son esos pedidos estrafalarios de las divas, que uno olvida cuando empiezan a hacer lo suyo.
Picnic parece que todo el tiempo se está contando un chiste a sí misma. Como si fuese su única espectadora, pero también porque como el buen camp, no requiere que nadie lo entienda, sino de encontrar su propia lógica interna, que se retroalimenta. Desde el vamos, la historia y el casting que la lleva adelante parece un rompecabezas que nunca termina de armarse: Hal Carter (un William Holden bastante avejentado) cae de un tren en movimiento en un pequeño pueblo de Kansas para visitar un amigo de la universidad (Cliff Robertson) que no ve desde hace muchos años. En decadencia después de algunos años de aventura (algo se menciona sobre una frustrada carrera de actor de Hollywood), lo busca para pedirle trabajo, pero termina limpiando el jardín de una adorable señora (Verna Felton, la más adorable de las señoras) a cambio de comida. Así, sucio y sin remera, conoce a las Owens, dos hijas y una madre que viven al lado junto a Rosemary (nuestra querida y ahora tardía Rosalind Russell) una amargada maestra de escuela solterona. Sobre todo, se hace ojitos con Madge (Kim Novak), la linda del pueblo, solo para descubrir que su amor hacia ella está prohibido ya que es convenientemente la novia de ese viejo amigo Alan.
Este grupo de personajes que no dejan de pronunciar palabra, se agitan y se pavonean agrega a un más color a una película que ya de por sí no lo precisaba, solo por el hecho de que el objetivo es “más, más y más”. El estilo chabacano de Hal acaricia algo en este grupo de cómodos pueblerinos, que rápidamente lo adoptan, entretenidos por sus malos modales, y lo invitan al picnic del Día del trabajo. El foráneo, fuera de tiempo y espacio, busca trabajo en el día internacional del descanso. El concepto de película menor no impedía que hubiese miles de extras, que llenan el parque de colores como en un cuadro de Renoir, si Renoir hubiese querido que sus personajes chillen, jueguen esas carreras de posta americanas como carrera de tres piernas, correr llevando a tu novia a cuestas, y ese tipo de excusas para gritar y sentirse más cerca. Todo huele a Estados Unidos, desde la fábrica que el padre de Alan construyó en el medio de la nada, hasta que Madge sea coronada la reina de no sé qué. Pero si estoy describiendo lo más vagamente posible la película es porque nada importa más que el color con el que las cosas son dichas.
Una escena le otorga su especificidad. Después de algunas copas, Hal y Madge se sacan a bailar entre sí en un muelle, frente a algunos de los miembros del ecléctico grupo. Es decir, en público, inventan una privacidad. El negro que los rodea mientras bailan es casi azul, por el agua del río a la noche, y las luces del muelle, de tenues colores, los enmarcan y se reflejan sólo lentamente en sus pelos. La velocidad a la que danzan es la de quienes se desean sin querer aceptarlo, a quienes el corazón los une sin derecho. En aquel momento entendemos que no hay manera de narrar ese espacio entre ellos sin esos colores. Así como pareciera que los cines responden a las películas, pareciera que el Technicolor se inventó para que el blanco de los ojos de Kim Novak encuentre su casa. Nuestra pareja recién hecha baila sobre los colores, responden con sus pies al ritmo de las luces, al ritmo del espectáculo que es nada más que una mirada, y la música es una anécdota. Como es el único momento de la película donde se callan la boca, quienes hablan son los colores.
Lucía Requejo / Copyleft 2024
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