LOS AMANTES IRREGULARES (02): RESPUESTA A LA “POLÉMICA” SOBRE TIERRA DE LOS PADRES EN “EL AMANTE”
FICCIÓN DE PULPA
Por Nicolás Prividera
(Nota del editor: en el primer comment, al final de la nota, el lector podrá leer la crítica escrita por Leonardo D’Espósito, con quien aquí Prividera discute)
Leonardo D’Esposito titula su nota “El museo del relato eterno” (y esa lectura a contrapelo de Macedonio adelanta la que hará de la propia película). Comienza contándonos una conversación con su novia (“historiadora y periodista” según nos informa) “respecto de si estaba bien o mal sacar la estatua de Julio A. Roca de Perú y Diagonal Sur”. Luego de sostener esa discusión durante un largo párrafo, explicitando su perspectiva (“es más sano mostrar las contradicciones de una sociedad en lugar de silenciarlas. De otro modo, se actuaría igual que los historiógrafos de la Generación del 80, los primeros forjadores del primer Relato”), concluye que “tenemos otras necesidades y urgencias. Julio A. Roca está en el lugar 234.765 de nuestras preocupaciones.” Lamentablemente no se nos aclara quien le impone a D’Espósito –y a todos nosotros, suponemos– la vicaria urgencia de preocuparse por Roca (¿su novia? ¿Osvaldo Bayer? ¿el “Relato” kirchnerista?) antes que de sus otras 234.764 preocupaciones. Pero al menos nos dice que “sin embargo, revisar la Historia y criticarla no es una tarea inútil. Implica poner en tela de juicio los postulados sobre los que se construye el mito de una nacionalidad, por ejemplo” (algo sobre lo que aún ignoramos la opinión de Schell), a pesar de lo cual luego contradictoriamente manifiesta: “me niego a utilizar el término ‘oligarquía’ por las connotaciones que se le han adosado, aunque sí, efectivamente, pertenecían a una oligarquía”. Una vez más, ignoramos cuáles son las “connotaciones” por las cuales D’Espósito se niega a llamar “oligarquía” a lo que a renglón seguido reconoce como tal, pero toda su nota asume que sabemos cuál es ese “contexto” que luego curiosamente él no verá –como tampoco Noriega– reflejado en la película… (Tal vez algún historiador futuro pueda reponer las entrelíneas de la nota de D’Espósito, si esta logra sobrevivir a las inclemencias del tiempo: sospechamos que si también la película logra sobrevivir –a la Historia o a sus críticos–, el historiador podrá en cambio entenderla sin problemas, desde su propio contexto.)
Pero D’Espósito no parece tampoco reparar en la contradicción, cuando habla –por ejemplo– de un “gran momento” de Tierra de los padres afirmando que es “de una belleza que excede al film”. Extraño que a esta altura un crítico suponga –como en el siglo XIX, ante las primeras imágenes fotográficas– que la belleza de un plano es tan natural como esos gatos comiéndose a la paloma en el “momento” en cuestión. Lo que refuerza al agregar que “el film está, evidentemente, muy pensado, trabajado al detalle; es tan profesional que hasta sabe cuándo aprovechar los regalos del azar y la Naturaleza.” Pero no es esa aparente concepción romántica del arte como “regalo del azar” lo que le hace concluir lacónicamente que “sin embargo, su perfección técnica me resulta indiferente” (como veremos, ese estudiado desdén aparece bajo otras formas en las demás críticas).
Porque si la “técnica” lo deja “indiferente”, luego termina enunciando lo que más bien parece molestarlo bastante (ya que es la segunda nota “en contra” que le dedica a la película), aunque -una vez más- ese malestar proviene de su propia cultura (por no decir ideología, palabra que algunos parecen detestar, como si no tuvieran alguna), puesto que ve en la película “un enorme anacronismo: que aún la visión oficial de la Historia argentina es la de los vencedores del indio, de los unitarios, de la oligarquía vacuna. Y no: la Campaña del Desierto ya no es la Conquista del Desierto, como me la enseñaban en 1980 en la primaria. Rosas ya no es un villano, Perón es un cuasi prócer bastante respetable, Eva es mito positivo…” Como diría Schell: ignoro en que medida esto es así. Pero la cuestión es que la película no dice nada de todo esto (por el contrario: en ella Rosas tal vez no deja de ser un villano, y Evita tal vez no sea un mito tan positivo…). El problema es que D’Espósito realiza la misma operación que Schell, al confundir su propia mirada con la de cierto sentido común dominante (ese que no se enseña sólo en las escuelas). Y una vez más, es el crítico quien no puede reponer su propio contexto de lectura (sus propias condiciones de producción, digamos), y le achaca lo propio al film (algo disculpable en un espectador ingenuo, pero que en un crítico es más que cuestionable).
No es extraño entonces que proyecte también su mala conciencia sobre el “contexto” (ese que su crítica nunca repone), al decir que la película “al mostrar las peores palabras de varios de estos señores deja de lado la cuestión del contexto en que tales palabras se dijeron” (nótese que Schell hablaba de “gente como Rosas” y D’Espósito de “estos señores”, sin que sepamos nunca a que colectivo se refieren ni desde cual hablan). Pero ¿es necesario explicar que un film no puede reponer el “contexto” como un libro de historia? Curiosamente, el mismo D’Espósito es el único en asumir que un film no es un “documento” historiográfico (salvo de su propio presente, claro). Y sin embargo el film no deja de lado la referencia “bibliográfica” (de hecho cada cita va acompañada del autor, texto, y año de publicación). Es decir: la película asume justamente el problema de cómo presentar lo histórico (lo que constituye el dilema de cualquier discurso sobre el pasado, empezando por la mismísima academia). Y lo que hace es re-presentar (de un modo más honesto que el llamado “cine histórico”, con su falsa puesta en escena del pretérito). En ese sentido, puede decirse que el contexto está dado antes que nada por el mismo cementerio, un lugar cuya “historicidad” es captada por el mismo dispositivo cinematográfico (como no puede ser de otro modo tratàndose de un “arte del presente”).
Y ese es uno de los procedimientos centrales del film: los textos funcionan como literales “citas” en el cementerio, en las que se encuentran la palabra de los muertos con un espacio concreto y simbólico a la vez, a través de un lector que los lee en presente (así como cada espectador lo oye desde el suyo). Ese presente es, claro, como cada espectador posible (y futuro), siempre distinto… Y a la vez remite a ese tiempo compartido que cada presente suele llamar “nuestra época”, aunque sólo los críticos (historiadores, intelectuales, periodistas) suelen buscar reponerlo, interrogarlo. Pero para aquellos que no reconocen ni siquiera su propia escucha ensimismada (su propio contexto de lectura, es decir: su ideología), esas voces sólo pueden ser “apenas piezas de museo, una exhibición del pasado en un lugar sin vida, sin tiempo y, como la muerte, sin contradicciones”, cuando todos sabemos –como la película literalmente expone– que eso no es así: porque si algo muestra Tierra de los padres es que el cementerio es un lugar con vida, con tiempo propio, y –como la muerte misma para los vivos– repleto de contradicciones.
Pero D’Espósito no puede ver las suyas, cuando por ejemplo dice –una vez más como si no pudiera sacar la conclusión que se deriva de su propio argumento–: “Tanto el prólogo, dando una visión decisoria sobre la historia, como el epílogo, mostrando que el mundo en que vivimos continúa hundido en el río marrón de las contradicciones, podrían funcionar como muy buen cine de propaganda si se los toma aisladamente. En el conjunto, pierden fuerza.” ¿No se detuvo el crítico a pensar que si “pierden fuerza como propaganda” es porque no quieren serlo, y porque el film juega justamente con todos esos contrastes que él mismo señalaba unos párrafos antes? Es extraño que un crítico no vea sus propias contradicciones, cuando las reproduce tanto: “como la estatua de Roca en Diagonal Sur mirando a Plaza de Mayo: la Plaza aún, y hoy como pocas veces, es sinónimo de una sociedad viva en el alma de sus contradicciones. Al lado de la estatua, otro muro de contradicción, el Indec. Roca, ahí, quieto, solo es un nido para las palomas.”. Precisamente, una crítica sorda a sus propias contradicciones es la que se convierte en roca, refugio de palomas, o papel para envolver verdura. Hubiera sido más interesante que el periodista se explayara sobre el Indec y por qué lo trae a cuento recién en el final, como quien no quiere la cosa (pero tampoco lo hace alguien que ha hecho de esto su caballito de batalla, como veremos al analizar a continuación la crítica de Gustavo Noriega…).
CONTINUARÁ…
Ver aquí Los amantes irregulares: Palabras preliminares (editorial del blog sobre la fundamentación de este espacio de discusión)
Nicolás Prividera / Copyleft 2012
Tierra de los padres (Leonardo M. D’Espósito)
El museo del relato eterno
Hace no mucho, me enfrasqué en una discusión con mi novia, historiadora y periodista, respecto de si estaba bien o mal sacar la estatua de Julio A. Roca de Perú y Diagonal Sur. Ella sostenía que sí, dado que la estatua era un homenaje al hombre que hizo la Campaña del Desierto y que ese homenaje hoy es improcedente e injusto. Yo, que no: que tanto la Campaña como el contexto político que permitió esa estatua son parte de nuestra Historia. Para mí era mejor dejarla y que una placa explicase por qué estaba ahí, qué era. Creo que es más sano mostrar las contradicciones de una sociedad en lugar de silenciarlas. De otro modo, se actuaría igual que los historiógrafos de la Generación del 80, los primeros forjadores del primer Relato. La discusión por cierto no llegó a una conclusión: amistosamente respetamos cada uno el punto de vista del otro porque, a fin de cuentas, ninguno de los dos tiene que tomar la decisión de mantener o quitar esa estatua de allí. Tenemos otras necesidades y urgencias. Julio A. Roca está en el lugar 234.765 de nuestras preocupaciones, más o menos.
Sin embargo, revisar la Historia y criticarla no es una tarea inútil. Implica poner en tela de juicio los postulados sobre los que se construye el mito de una nacionalidad, por ejemplo (u otros mitos, tanto en el sentido laxo de “mentira” como en el más exacto de “fundación”). Tierra de los padres toma esa tarea como su propio postulado estético de modo literal. El film consta de tres partes: un prólogo en el que, mientras se escucha el Himno Nacional Argentino, se ven imágenes de toda clase de violencias políticas, desde principios del siglo XX hasta los estallidos de 2001. Mi primera pregunta fue por qué faltaba la Masacre de Avellaneda del recuento, pero mi respuesta fue que esto no es un libro de historia, ni un documento, sino –como lo advierte el propio realizador, el propio film– un ensayo poético-cinematográfico. Es decir, una obra absolutamente personal, como lo fue el primer largo de Nicolás Prividera, M . En ambos, además, en algún momento el realizador se inscribe en el film. La segunda parte, que ocupa casi la totalidad de la duración, es un recorrido por el cementerio de la Recoleta, donde están enterrados varios señores que dan nombres a calles, especialmente quienes pertenecían a la clase alta –me niego a utilizar el término “oligarquía” por las connotaciones que se le han adosado, aunque sí, efectivamente, pertenecían a una oligarquía–, mientras se leen textos pertenecientes a los difuntos allí enterrados y que hablan de la Argentina. Además, se ve a los cuidadores de las tumbas hacer su trabajo, a algunos gatos –gran momento aquel en el que una gata debe ceder la paloma que se está comiendo a otro gato, de una belleza que excede al film– y planos fijos de las bellas, o cursis, o impresionantes estatuas del cementerio. El recorrido textual es básicamente cronológico, con algún que otro desvío. El epílogo es un plano secuencia aéreo que comienza en la autopista Illia, toma desde el aire el cementerio en un travelling circular, y se dirige a la villa de Retiro, que toma detenidamente, para finalmente terminar en el Río de la Plata, que ocupa toda la pantalla, mientras se escucha una bella versión del “Va’ Pensiero”, de “¡Oh, Patria mía, tan bella y querida!”. Todo el film juega al contraste, a los ecos, a la trama compleja de connotaciones a partir de un dispositivo simple. Muchos planos son muy bellos. El film está, evidentemente, muy pensado, trabajado al detalle; es tan profesional que hasta sabe cuándo aprovechar los regalos del azar y la Naturaleza.
Sin embargo, su perfección técnica me resulta indiferente. Entiendo el film, comprendo su dispositivo. Entiendo cada uno de sus planos hasta, sus alusiones, sus ideas. No estoy del todo de acuerdo con Prividera respecto de ellas; sí me alegra que la tumba de Evita sea la única que tenga flores espontáneas. Pero aun así, me resulta basada en un enorme anacronismo: que aún la visión oficial de la Historia argentina es la de los vencedores del indio, de los unitarios, de la oligarquía vacuna. Y no: la masacre del 55 es una barbaridad enseñada como tal en las escuelas; la Campaña del Desierto ya no es la Conquista del Desierto, como me la enseñaban en 1980 en la primaria. Rosas ya no es un villano, Perón es un cuasi prócer bastante respetable, Eva es mito positivo, y en cuanto a ese gran contradictorio moderno que fue Sarmiento, se le desconfía bastante aunque el 11 de septiembre siga siendo feriado escolar. El film, al mostrar las peores palabras de varios de estos señores deja de lado la cuestión del contexto en que tales palabras se dijeron. E incluso así, lo más universal que deja el film es que en todas épocas se cuecen habas y que por cada Rosas había un Alberdi, por cada Sarmiento, un Hernández; por cada Roca, un Mansilla (Lucio V.). Y así siguiendo; pero las sociedades no son solo discursos ni los discursos –si bien pueden organizarlas– hacen sociedades (si eso fuera así, habría una justificación perfecta para la censura). Lo más normal es que suceda lo contrario: que las sociedades generen un curso y los productores de discurso –una entelequia, ya lo sé– le den una forma. El film, pues, puede interpretarse de la manera que uno quiera: a favor de la violencia política de un signo contra otro (habría que delimitar los signos, pero eso es irrelevante), en contra bajo ciertos contextos y a favor en otros, etcétera. Hay textos mejores y peores, pero –se dijo– fuera de contexto, se transforman apenas en piezas de museo, en una exhibición del pasado en un lugar sin vida, sin tiempo y, como la muerte, sin contradicciones.
Tanto el prólogo, dando una visión decisoria sobre la historia, como el epílogo, mostrando que el mundo en que vivimos continúa hundido en el río marrón de las contradicciones, podrían funcionar como muy buen cine de propaganda si se los toma aisladamente. En el conjunto, pierden fuerza. Como la estatua de Roca en Diagonal Sur mirando a Plaza de Mayo: la Plaza aún, y hoy como pocas veces, es sinónimo de una sociedad viva en el alma de sus contradicciones. Al lado de la estatua, otro muro de contradicción, el Indec. Roca, ahí, quieto, solo es un nido para las palomas.
Quiero aclarar que no pude ver la pelicula (hay alguna forma de verla online o de descargarla?) pero me sorprende (aunque en realidad no…) la pesima calidad de las criticas, llenas de prejuicios y de preconceptos que no nos dicen nada sobre la pelicula en si. La pose que asumen es la del que «esta de vuelta de todo» y le pide al otro que se calme, no sin cierta velada soberbia. Con esto no digo que la pelicula sea buena o mala, reitero que no la vi, pero si que escribir sobre arte exige un grado de inteligencia y apertura mental que, al menos en estas criticas, no se nota en lo absoluto.
Saludos,
JPS
Jajajaja ¿Que tendrá que ver el Indec? La culpa de todo la tiene Moreno, eso esta claro…
Me pregunto si a Prividera no le reconforta que a estos «criticos» no les guste la pelicula. Yo estaria feliz de la vida.
Saludos.