LOS AMANTES IRREGULARES (05): UNA DISCUSIÓN POLÍTICA
RESPUESTA A LA TERCERA NOTA DE D’ESPÓSITO CONTRA TIERRA DE LOS PADRES Y UNAS CUANTAS COSAS MÁS
Por Nicolás Prividera
(Nota del editor: en el primer comment, el lector podrá leer la extensa última nota de Leonardo D’Espósito, a la que Prividera responde)
1. D’Espósito inicia afirmando algo que toda su nota se empeñará en impugnar: “La primera tarea del crítico cinematográfico es dudar de todo, incluso de sus propias ideas, especialmente de las más arraigadas.” Luego se embarca en un confuso alegato a favor de la discusión política, que según él “tiene esa virtud de ir limpiando, aguzando las ideas”, aunque “casi no hay discusión política en la Argentina desde tiempos de Alfonsín”. Ambas afirmaciones son extrañas: en primer lugar porque ya desde hace varios años hemos visto resurgir una discusión (sobre) política que si bien hoy está en primer plano nunca dejó de estar presente, aunque hoy no se de en los mejores términos (porque las posiciones fanáticas a favor o en contra no dejan pensar) y aunque bajo el menemato no todos discutían de política (sin ir más lejos, era raro encontrarla en ‘El Amante’…). En segundo lugar, porque como cualquiera puede ver –sin ir más lejos en la misma Internet, con el auge de los comentaristas anónimos entregados al escarnio– las “discusiones políticas” más bien lo que suelen hacer es endurecer las posiciones previas (más cuando se dan en una zona de clivaje pro o anti).
Pero D’Espósito tiene –precisamente– una idea previa de lo que es una “auténtica” discusión política: “la auténtica discusión política no es cuestionar slogans o acusar de reaccionarios o de ‘agentes de la derecha’ a equis o a ye, sino especular y cuestionar el ejercicio real del poder.” A D’Espósito no le interesa el detalle de quién ejerce el poder, sino cuestionarlo per se. Lo que no estaría mal como planteo de filosofía política, pero no es el caso: porque no se trata de abstraerse de la coyuntura (algo que sin embargo sus ejemplos defenderán, paradójicamente) sino de hablar de esa opresiva K que destronó cualquier metáfora totalitaria kafkiana.
Pero al menos aquello que no osaba decir su nombre en cada una de sus notas anteriores, en esta hace por fin eclosión, con más furor que raciocinio: “No compartir este proyecto ‘nacional y popular’, cuando en realidad ‘nacional y popular’ es una etiqueta no definida (es jocoso ver cuántos marxistas internacionalistas y lectores conscientes de El Capital, hoy, hablan de “nacional” como un valor positivo).” Efectivamente, se trata de etiquetas no definidas: por ejemplo, cuando se es “jocoso” con gente a la que no se cita ni se le pone nombre propio, como para poder refrendarlo. Y ese procedimiento lo repetirá al final hasta con sus propios compañeros… Pero no nos adelantemos:
2. En el siguiente parágrafo comienza a intentar hacer conexión con su tema: “la crítica de cine -la crítica en general- es discusión política en un sentido bastante amplio.” Y aquí ya abona una tesis (y una tesis más que discutible, desde ya): “Un film es el resultado de un ejercicio de poder por parte de un individuo (solo por comodidad, y por esta vez, asumamos como canónica la teoría de autor) que deriva en un film.” Ni siquiera la ‘política de los autores’ planteó la idea de un autor ejerciendo un poder omnímodo (famosas son las peleas entre directores y productores, o con el mismo Estado…). Pero no es sólo “por comodidad” que D’Éspósito no atiende al contexto: “Un film terminado es producto de una serie de decisiones inmodificables: lo que el crítico evalúa en última instancia es la pertinencia de esas elecciones” dice, como si todo fuese racional, consciente, y un film no fuera “producto” de múltiples fuerzas (muchas veces contradictorias).
Porque lo que en verdad pretende es homologar la “crítica” con el antedicho “cuestionamiento al poder” (aunque “por supuesto, toda evaluación es también un ejercicio de poder por parte del crítico”): “Quintín dijo alguna vez que el crítico a quien en realidad se dirige es al realizador, y lo que entre ambos se establece es justamente el espejo entre el ejercicio de un poder y la evaluación de ese ejercicio por parte de un espectador calificado.” Para D’Espósito la crítica es una especie de duelo entre el poderoso (cineasta) y el héroe (calificado). Y lo que se desliza allí es que la calificación nacería precisamente de ese enfrentamiento… aunque el retador mate por la espalda, o simplemente sea alguien que quiere ganarse una placa o un prestigio mentando un honor de caballeros que aunque fuera respetable sería anacrónico (para ambas cosas, más que al western podemos recurrir al Borges de “Hombre de la esquina rosada” e “Historia de Rosendo Juarez”).
Algo que de algún modo acepta cuando dice que la critica es “un campo tan difuso e irreductible a leyes y postulados como la estética, lo que hace que los conceptos primitivos sobre los que construimos nuestros argumentos como críticos sean, siempre, terreno resbaladizo.” No sabemos entonces cuál es la calificación del crítico, salvo su autodefinición como tal: “Hay algo de juego en el asunto y algo de tahúres en los críticos: uno debe saber muy bien qué cartas (postulados) elegir a la hora de traducir la impresión que un film nos causa en una serie de ideas argumentadas para que la conclusión sea convincente y para que la discusión pueda -aunque no lo haga- ser conducida a una síntesis.” Es decir, como diría el Marx que le gusta (Groucho, suponemos): estos son mis principios, si no le gustan tengo otros.
He ahí su política de la crítica. “Como se verá, el mecanismo de discusión y análisis es el mismo de la discusión política, con un agregado: en la medida en que el cine es metáfora del mundo, cualquier discusión sobre un film puede ser aplicada también al mundo tal cual es. La trampa de todo esto es que una película jamás muestra el mundo ‘como es’, ni siquiera el más preciso e inmaculado de los documentales de observación. Es el espectador quien, en última instancia, decide el grado de congruencia del film con el mundo ‘real’”. La “trampa de todo esto” es que llegados a este punto estamos perdidos: si supiéramos que quiere decir con “grado de congruencia” ya sería un avance, pero D’Éspósito intenta saltar la cuestión con la siguiente definición axiomática: “todo film es político porque es un ejercicio de poder sobre la realidad.” El problema es otra vez el mismo: ¿en qué sentido un film es “un ejercicio de poder sobre la realidad”? ¿Y en qué sentido sólo eso define su politicidad? No lo sabemos. Pero parece un reduccionismo, visto no sólo que hay varias dimensiones de lo político, sino que el mismo ejercicio de poder (de cualquier poder) nunca es unívoco y absoluto. Mucho menos el de un director de cine… Y no sabemos el de ciertos críticos. En cuanto al espectador (no calificado), bueno, ni siquiera sabemos cómo entra en este esquema “en última instancia”.
Pero está claro que D’Espósito sólo lo puede traer a cuento hablando en primera persona, con la ayuda de un film ejemplar: “El Padrino me ha permitido -más allá del estremecimiento por el placer estético, esa cosa inasible e individual- pensar sobre la familia, sobre el poder, sobre el valor de la vida y de la muerte, sobre la religión y sobre el amor.” El placer es intransferible, claro, pero las ideas no: “El film le dio una forma a las ideas y me proveyó de un sistema de metáforas, de imágenes y de arquetipos que me hace más sencillo comunicar mis acuerdos y desacuerdos.” Pero una cosa es formar ideas y otra proveer un sistema de metáforas, del mismo modo en que una cosa es pensar y otra es opinar (y del mismo modo en que una cosa es ejercer el poder y otra construir hegemonía). Pero D’Espósito no hace diferencia alguna: “sólo en ese sentido ‘todo film es político’: en el de ejercer poder sobre el mundo modelando su imaginación, forjando memoria.” Curiosamente, su definición se acerca demasiado a la de la “superestructura” del marxismo de manual que critica (que forjaba “ideología” de modo casi mecánico).
3. De eso habla justamente en el parágrafo siguiente, donde se dedica a hablar contra el “cine político” reduciéndolo a “films cuyo tema es social o político, pero que no ejercen en modo alguno ese tipo de poder sobre la realidad”. Está claro que hablar de cine político es un aceptado facilismo que liga lo político a un tema o intencionalidad (cuando todo cine es político, así como histórico), pero el poder o no que hayan tenido o tengan ciertas películas es, cuando más, relativo. Sin embargo D’Espósito cae en la clasificación que critica cuando se refiere a films que “abundaban en los años sesenta y setenta”, es decir, reduciéndolos a una época (como si dijéramos: “abundaban” en los ’20, otra época de vanguardias desatadas), ya que “por cierto tenían una razón de ser: decir cosas urgentes de un modo lo más fuerte y masivo posible”. Y así, al leer lo político como mera urgencia o intencionalidad (sobre la cual “la perspectiva histórica suele ser cruel”), D’Esposito despacha rápidamente una película como La hora de los hornos” con argumentos que más bien hablan de su propia imposibilidad de ponerla en “perspectiva histórica”. Lo cito a continuación extensamente, para que se vea con claridad cómo confunde su propia mirada –sesgada o anacrónica– con los defectos del film mismo (que indudablemente los tiene, como todos), sin siquiera poder entender la fascinación que causó en su “tiempo” su apabullante fuerza formal:
Para D’Esposito: “La hora de los hornos resulta molesta, ruidosa más allá de que sus procedimientos, en el momento de su estreno, resultaban novedosos. Vuelta a ver recientemente y completa, uno se pregunta por qué tuvo tanto éxito, por qué maravilló a Cannes, por qué Godard la admiraba. Y recuerda que Cannes, Godard y el público que la vio son gente que también vive los efectos de los tiempos que les tocan. ¿Qué queda hoy de aquel film? Personalmente, la idea anacrónica de pegarle a los muchachos que buscaban música en inglés en las disquerías, de despreciar de modo reaccionario las películas americanas en esos travellings sobre la antigua Lavalle, de mostrar como un ser despreciable a Mujica Láinez son bobadas que no significan nada de nada, que muestran el resentimiento un poco cínico de los autores. Es tan poco que uno se pregunta si esas cosas significaron algo alguna vez. La hora de los hornos es un film que los interesados por el cine de un modo profesional vemos resignados a que “es algo que hay que conocer”, pero cuyo peso, en la experiencia contemporánea, es nulo.” ¿Alguien podría decir lo mismo de El acorazado Potemkin o El triunfo de la voluntad, por ejemplo? Y no se trata de que sean “mejores”, sino de que la mirada sobre ellas tiende a ser un poco más autoconsciente (de su propio tiempo, amén de sus propios paradigmas históricos o ideológicos). Nótese que la clave está en el modo en que pasa de lo objetivo a lo subjetivo: “¿Qué queda hoy de aquel film? Personalmente, la idea anacrónica…”, como si no pudiera ver (o simplemente no quisiera ver) que el anacronismo está en una mirada que ni siquiera puede hacerse cargo de su propio presente (porque una época siempre es mucho más que algo “personal”).
Pero D’Espósito habla como si el espectador no tuviera historia, como si el presente desde el que se observa no estuviera cargado de un futuro que ya es pasado. Quien sabe como verá el inclemente porvenir películas que hoy parecen el colmo de lo moderno (esas que ‘El Amante’ suele elogiar como el summun de su época, ya irremediablemente pasada): tal vez no sobrevivan más que como piezas de museo, mientras que uno no puede seguir viendo La hora de los hornos sin sentir a la vez el furor y la consciencia de lo irremediablemente pasado (sintiendo la distancia inconmensurable entre épocas, sin que eso signifique la imposibilidad de juzgarla croticamente). He ahí la tragedia de lo político, como sólo el cine lo puede mostrar. Pero D’Éspósito sólo piensa en su propio gusto, o peor aun, en términos de un clasicisismo abstracto: “Personalmente, me gusta mucho más Los traidores pero no por su denuncia de las complicidades en el universo sindical, sino porque esos sindicalistas del film pueden ser mafiosos en los EE.UU. de los años 30, brokers en un film ambientado en los 80, samurais en un shogunato del siglo XVII y mil cosas más. Hay un problema universal y la película, aunque no fue su intención primitiva, tiene un funcionamiento metafórico, una aplicación mucho más amplia y universal, un problema metafísico en su núcleo, que la hace vigente.” Probablemente Los traidores sea mejor película que La hora, pero no lo es por ese supuesto núcleo metafísico sino por como da cuenta de su época del modo mas “materialista histórico” posible (¿hace falta recordar desde dónde filmaba Gleyzer?). Por eso “personalmente, me gusta mucho más…”: por motivos que puedo defender como concretos y objetivos (no abstractos y subjetivos).
Pero a D’Espósito sólo le importa probar su axiomática tesis (para luego aplicarla a un canon hecho a su medida): “Los traidores es un acto de poder sobre el mundo para explicarlo; La hora de los hornos es una declamación sobre el mundo para catalogarlo. Lo primero es cine político en el sentido en que lo es El Padrino; lo segundo, un aparato publicitario similar al afiche de campaña.” Homologar un film con un afiche es a esta altura algo insostenible, pero D’Espósito ni siquiera se molesta en justificarlo. Como veremos a continuación, todo este débil andamiaje tiene como finalidad homologar uno y otro film con El estudiante y Tierra de los padres… Por eso no es curioso que toda su nota sea menos el desarrollo (inconsistente) de una hipótesis que un mero argumento ad hominem para declamar a partir de allí su somera mirada sobre el mundo, la política y –por fin- la actualidad argentina… y su relación con la crítica, claro.
4. Ya en esta instancia D’Espósito deja la primera persona y acude al nosotros inclusivo: “hace un año nos sentimos sacudidos por una película argentina que resultó, de paso, el mayor éxito de crítica y público de todo 2012. El estudiante, de Santiago Mitre, no era una película perfecta pero sus imperfecciones eran lo de menos comparadas con su vocación de contar una historia y dejarnos a nosotros la posibilidad de la moraleja.” El párrafo es típico de cierta crítica que no oculta su vocación de dejarnos clara la moraleja: así, la retórica que naturaliza y da por descontada la canonización asume que hasta las “imperfecciones” se perdonan cuando se tiene la “vocación de contarnos una historia” (un latiguillo que sirve, como sabemos, para defender hasta lo más reaccionario de Hollywood) y el “dejarnos a nosotros la posibilidad de la moraleja” (algo que hasta ese cine reaccionario puede hacer -y que de hecho El estudiante hace-: porque la moraleja se desprende necesariamente de “la historia”…).
Como reconoce D’Espósito: El estudiante “podría ser Tony Montana y la UBA, la Miami de los 80; o bien Michael Corleone; para el caso no hay muchas diferencias porque la UBA o la politiquería universitaria no tienen la menor importancia.” Esa frase final es la moraleja reaccionaria (de la película y del crítico) que esa abstracción habilita: lo concreto –lo real, digamos– no tiene mayor importancia, ya que el film “se hace cargo de crear una forma memorable y metafórica, un mundo propio del que podemos recordar sus reglas para, utilizando el propio sistema poético que nos ofrece, explicar(nos) el mundo que nos rodea”. Es decir: no importa el mundo, sino el “sistema poético” que nos propone el film. (¿Y qué pasa con “el grado de congruencia del film con el mundo ‘real’”? No lo sabemos.) Ahora bien: de ese ese “sistema poético” podemos predicar algo más que constatar su poder. ¿No era eso lo que el crítico proponía en los primeros parágrafos? Algo que, por otra parte, se viene haciendo prácticamente desde el fin del clasicismo. Pero hoy (y esa tal vez sea la esencia de “nuestro tiempo”) la reacción se nos ofrece como último gesto (pos)moderno.
Del mismo modo D’Espósito puede invertir los términos y decir que El estudiante “dispone -y critica- el uso del discurso ‘político’ o -mejor dicho- propagandista–ideológico como una excrescencia casi ritual, algo que opaca lo que debería ser transparente (es decir, el film ejerce una crítica política del discurso seudopolítico)”, cuando es el mismo film el que produce lo que (d)enuncia. Porque lo que le interesa de El estudiante es justamente lo que –oh, casualidad– casa con su tesis: “muestra la acumulación y el ejercicio del poder, así como dispone a la manera de un catálogo -y de modo brillante, sin reducir o mencionar a partidos políticos en particular- de posibilidades de la acción política dentro de los límites de una comunidad”. Un catálogo que no particulariza nunca: efectivamente, la película es en ese sentido un brillante ejercicio de desmaterialización. Un gran truco.
Claro que, como en todo gran truco, el tahúr no puede sino mostrar las cartas al final. Al menos para quien quiere verlas: “Las críticas se basaban en que ese personaje jamás haría eso ‘en la vida real’, que se corrompería, etcétera. Es desgraciado comparar un film con la ‘vida real’ porque, repitamos, no lo es, es solo su metáfora, una figura poética del mundo, no el mundo.” No sé si es desgraciado comparar a un film con la vida real: depende de muchas cosas, incluida la tesis del mismo film… Porque El estudiante no deja de ser un film “realista”. Pero aun si no lo fuera, hay algo llamado “verosímil” que el film rompe en ese momento decisivo. Y no lo hace por impericia, sino por no asumir la infelicidad de ese final. Como sucede con su protagonista, el film mismo hace ceder su pragmatismo ante la voluntad (en una especie de involuntaria parodia setentista). Pero no voy a repetir aquí la crítica que ya hice en su momento en este mismo blog. Porque de hecho a D´Espósito (y no es el único, claro) sólo le interesa El estudiante para proponerla como canon (luego del fallido intento con Historias extraordinarias). Y de paso atacar así a una película que vino a inquietarlo.
5. “Y llegamos a Tierra de los Padres” dice. “Es uno de los films sobre los que más se ha escrito en la historia de la revista: siete críticas”. Si le sumamos la que él mismo escribió en BAE (sobre la que echamos un manto piadoso) y esta misma nota, probablemente haya roto su propio record… Cabe entonces preguntarse por qué escribe tanto sobre una película que detesta (¿y por qué su editor le dedicó tanto espacio a la misma película que desestimó como programador del Bafici?), visto que el espacio y el tiempo (y la inquina) dedicados desmienten por sí mismos que la película no interese, como paradójicamente tratan de probar. Aunque es evidente que no le dedicarían ni una nota si pudieran simplemente ningunearla (algo común en la “discusión política”): si la película no hubiera tenido criticas positivas, ni siquiera tendrían que decir “los que no escribieron fue porque no quisieron”, como aclaraba el editorial del anterior número de ‘El Amante’. De hecho, es claro que las críticas “en contra” están escritas más contra las “a favor” que contra la película misma. Y lo que han intentado probar, una y otra vez (desde la penosa intervención de Pena en el blog de Quintín hasta esta última larga nota) es que la película no tiene ningún valor… Lo notable es que, después de tres notas, D’Espósito lo siga haciendo sin asumir al menos esa contradicción (no digamos ya refinar un poco más los argumentos).
Resumiendo él mismo su ya de por sí reductora tesis, dice: “se habla constantemente de ‘cine político’ en el film cuando es en realidad un gesto de propaganda, incluso si el objeto o la idea a propagar es un poco anacrónica o difusa.” Lo que es difusa es su propia “idea”: ¿a qué se refiere cuando dice que el film “habla constantemente de ‘cine político’”? ¿Por qué se trataría de “un gesto de propaganda”? ¿Y cuál es el “anacronismo”? DÉspósito parte de todos estos axiomas sin probarlos o explicarlos nunca: todas sus definiciones son tautológicas, vagas, o directamente falaces. Veámoslo:
Dice: “el ‘producto’ es la idea es que la derecha argentina es mala y nuestra historia es la historia de su lucha por mantener sus privilegios de clase”. Si es un “producto” no sería una idea, pero como él mismo sabe que la descalificación no alcanza (por algo escribió tres notas, insisto), al menos tiene que simplificar dicha tesis (de todos modos, ni siquiera hace falta tener un pensamiento de izquierda para acordar en que la derecha lucha para mantener sus privilegios de clase, algo que a esta altura es más que una “idea”…). Pero D’Espósito no dice que esta “idea” sea errónea, simplemente agrega: “no estoy de acuerdo…” (aunque elude decir por qué, claro). Y toda su tesis se cae por la fuerza de su propio relativismo: “…pero hay quien sí, e imagino que así como tengo una cantidad de argumentos para oponerme hay también buena cantidad de argumentos para sostenerla”. ¿Entonces? “Hay que tener, de todos modos, cuidado: decir que un texto de Sarmiento, como sostiene Jorge García en su crítica, lo hace un ‘sorprendente precursor del fascismo’ es más o menos lo mismo que decir que el Sermón de la Montaña es un notable antecedente del Manifiesto Comunista.” Entendemos las previsiones historicistas de D’Espósito (aunque no parece aplicarlas a los que hablan de “fascismo” en el actual contexto argentino…). Sin embargo, se puede hablar de “precursores” o “antecedentes” (y no es lo mismo una cosa que la otra): de hecho, los mismos socialistas (más los utópicos que Marx, por supuesto) invocaron al cristianismo como “notable antecedente”…
Pero es su propia carencia de perspectiva histórica (o la no asunción de que tiene una), es la que lo lleva a afirmar que “hay elementos que se repiten: la historia que conocemos es la de los vencedores, lo que implica -se dice explícitamente- que hay una historia de los vencidos.” Si los elementos se repiten (y mucho más allá de un film) es por algo, empezando por esa “idea” que obviamente no me pertenece: hay no sólo notables ensayistas (como el archicitado Benjamin) sino corrientes enteras de las contemporáneas historiografía o ciencias sociales que la sustentan. Sin que eso signifique, desde ya, que “los vencidos son intrínsecamente ‘buenos’ y los vencedores, indefectiblemente ‘malos’”: ese esencialismo de western sólo puede estar en la cabeza de un mal crítico de cine.
Lo único malo (y no en el sentido moral del término) es confundir la propia lectura con la Historia (y no hacerse cargo de esa violencia): “Los textos hablan de sangre y de violencia, lo que -como señalaba Schell- genera la impresión de que vivir cinco décadas cualesquiera en la Argentina significa andar cuidándose de no ser boleta por parte de alguna banda de malhechores con afán de lucro desmedido, o algo así.”. Es notable que la formulación brutal de ese miedo irracional sea precisamente la misma que se fogonea a diario desde los medios. Y más notable aun que D’Espósito –tan sensible ante Roca y el Indec en su nota anterior- parezca no reparar en esa paradoja de su propio discurso.
Pero no es nada casual, ya que –dice– “el problema de esta mirada es la simplificación: Tierra de los Padres funciona aceptando la premisa de que la Argentina “real” es una víctima constante de la violencia de un solo signo ideológico.” Tal cosa es falaz, pero al menos por fin -a través su propia simplificación-, pareciera que D’Éspósito está a punto de impugnar dicha “idea” y decirnos por fin cual sería la suya… Sin embargo una vez más escapa de la afirmación (y de paso, de tener que probar sus afirmaciones): “Sin embargo, este no es el problema básico: no acordar sobre su visión de la Argentina es lo de menos.” No sabemos que espera entonces (y ya llegando al final de su tercera nota) para decirnos que es lo “de más”… Pero todavía vamos a tener que esperar un escarceo, una vuelta atrás sobre sus viejos axiomas (aunque cada vez más confusos):
“El problema es si el mundo cinematográfico que propone se sostiene sin la Argentina o sin un recorte de la Argentina. Y resulta que no: Tierra de los Padres requiere -de hecho es su razón de ser- que todo el tiempo el espectador apunte fuera de la pantalla y fuera de la sala a partir del “concepto” que el film le propone. Por eso es que cualquier fragmento, como un afiche, funciona igual que cualquiera de los otros.” No entendemos cómo podría el espectador no salirse afuera (de la sala, o del mundo, incluso el cinematográfico), y menos que el film no proponga ningún “concepto” (un “sistema metafórico” digamos, como él mismo defendía en El estudiante). Habría que ver como entiende D’Espósito todo esto (y que la película se haya visto en Toronto, New Yok, Lima o México, evidentemente “sin la Argentina”): tal vez tenga alguna racionalidad que se nos escapa, entra tantas contradicciones. Pero lo que no tiene ni pies ni cabeza es lo que dice a continuación: “Más allá de la obvia referencia al “no lugar” y el “no tiempo” que es un cementerio, no hay en Tierra de los Padres una película sino una exhibición fija en todo sentido.” Aun si D’Éspósito creyera que un cementerio es un “no lugar” (aplicación absurda de un concepto que Marc Auge inventó para espacios de tránsito como aeropuertos y shoppings, que nada tienen que ver con una necrópolis), igual es de extrañar que no vea el “tiempo” en Tierra de los padres, que no es sólo el tiempo largo de la Historia, sino su contraste con el presente (de los lectores, visitantes, trabajadores…).
Pero D’Espósito concluye con otro axioma, ya que según él finalmente la película no es cine, una vez más sin que explique por qué… Simplemente repite, como un mantra: “no es cine político porque, claro, no es cine, no pertenece a su campo”, sin siquiera delimitarlo. Para despacharla (a la película y a su propia crítica) con un párrafo que hilando conceptos homologados sin ton ni son, aunque resumen bien su visión del cine y de la Historia (es decir, su ideología): “Es una instalación que ilustra una idea y que, peor, puede ser reductible a ella. Es decir, un aparato publicitario. Como La hora de los hornos, de hecho realizada por publicitarios. En esta era de anacronismos, Tierra de los Padres es algo así como la reversión contemporánea de un típico pastiche setentista. No un film.” Recapitulemos: en un sólo párrafo pasa de la “instalación” a la “idea”, y de ahí al “aparato publicitario” (resolviendo así temas que aún desvelan a la estética contemporánea); y de la publicidad a La hora de los hornos (como si con catalogar como “publicitarios” a Solanas y Getino se pudiera cerrar la cuestión), y de La hora a Tierra (lo que casi podría tomar como un halago…). Pero lamentablemente no se nos aclara qué tendría la película de “pastiche setentista” (y qué sería eso, o si sería peor que los pastiches posmodernos que suele ensalzar ‘El Amante’, con Tarantino a la cabeza…). Lo más sugestivo del párrafo termina siendo lo de “esta era de anacronismos”: sospechamos que ahí hay otra inexpresada clave (política) oculta, pero una vez más quedamos en ascuas…
A D’Espósito parece interesarle su propia era, pero sólo puede ver el valor de la película en su propia confusión: “Pero la película conlleva una confusión: consiste en que Tierra de los Padres no es cine político aunque es un buen testimonio del tiempo que nos toca vivir.” No entendemos como “un buen testimonio del tiempo que nos toca vivir” puede no ser “político”, pero al menos por fin estamos entrando en ese “contexto” que todas las críticas pedían y ninguna asumía. Y así, llegando al final de su tercera nota, el crítico por fin parece listo para asumir el duelo. Pero al parecer este no era con el director, como él mismo había sugerido al inicio, sino con otros “espectadores calificados”.
7. D’Espósito confiesa “que una de las cosas que más me gusta de El Amante desde que era un lector que no soñaba con escribir sobre cine es que siempre me sorprenden sus adhesiones y sus ataques. Es algo importante eso: esta revista es absolutamente libre.” Pero antes de que nos salten las lágrimas muestra por fin sus cartas de tahúr: “Sin embargo, me sorprendieron algunas defensas alrededor de Tierra de los Padres porque, en algunos casos, el film figura en las antípodas de lo que sus defensores suelen creer que es el cine. No solo eso: como queda claro en un par de textos, las marcas de “influencia” (Gianvito, Straub, Sokurov, Lang) que aparecen de modo demasiado transparente en el armado del film suelen utilizarse, para otros films y otros autores, como un motivo para el denuesto. A mí, particularmente, me resulta extraño.” Tanto como a mí no me extraña que el crítico no mencione por su nombre a los que sin embargo menciona veladamente. Porque esa estrategia de tirar la piedra y esconder la mano es lo que viene haciendo desde el inicio de su nota (o de sus tres notas, más bien). Pero al menos ya sabemos de qué está hablando, y ahora por fin sabremos a qué venía la canonización del film de Mitre y todo lo demás…:
“Se me ocurre quizás que el problema no es Tierra de los Padres sino El Estudiante. Que un film rabiosamente independiente, que no menciona a ningún partido político por su nombre, diera un panorama cabal y crítico de cómo se construye poder (también en la Argentina) en momentos en que el poder aparece cuestionado día a día por los errores de un Gobierno que ha adoptado como discurso el que en Tierra de los Padres es el de “los vencidos” (repito: ¿Y Evita?) requería, para quienes siguen viendo con simpatía la actual administración, de un film que pudiese “justificar” ese discurso.” He aquí, como diría mi abuela, “la madre del borrego”. Invirtiendo sus propios términos, podríamos decir: tal vez el problema no es Tierra de los padres sino El estudiante. Que un film rabiosamente antipolítico (que ni siquiera se anima a nombrar las cosas por su nombre) sea canonizado en un momento en que la discusión política (esa que D’Espósito dice añorar) aparece cuestionada día a día desde un poder que señala los errores de un gobierno que dice representar el discurso de “los vencidos”, requería -para quienes siguen viendo con antipatía la actual administración-, de un film al que pudiesen “adjudicar” el mismo discurso”.
Pero es su propia lectura la que paradójicamente valora Tierra de los padres. Porque (y por eso cuatro notas en contra y una más después todavía no lo pueden decir) es que Tierra de los padres no es un film “oficialista”. De hecho es inmune a cualquier oficialismo (como queda claro en la cita de Mariano Moreno que nada casualmente cierra el film). Y no fue ningún simpatizante del gobierno el que le dió visibilidad, sino “la mala suerte de ser rechazado por dos festivales internacionales”, ¡uno de los cuales depende directamente del INCAA! Pero qué se puede decir de la “mala suerte” que no se haya dicho ya: incluso en M se hacía una crítica de ese no hacerse cargo de las propias decisiones…
Y es que D’Espósito ni siquiera se hace cargo de las acusaciones que graciosamente vierte sobre sus propios compañeros, cuando dice: “realmente espero equivocarme, pero así como la película exige al espectador que piense en cualquier otra cosa excepto en la película -la famosa “teoría del ‘disparador’”- también creo que quienes la elogian de un modo desmedido, contra cualquier criterio previamente mostrado, lo hacen por afinidad no cinematográfica sino -transitoriamente- ideológica.” D’Espósito no “dispara” nombres, pero no hace falta claro: supone que basta instalar la sospecha, si no fuera tan absurda (¿algún crítico elogió por “afinidad ideológica” Belgrano o La revolución es un sueño eterno, que entrarían más en el canon “kirchnerista”, de existir tal cosa?). ¿Y si otro crítico dijera que los que escriben “en contra” lo hacen justamente por ser antikirchneristas? “Espero equivocarme”, pero no deja de ser una hipótesis mucho más probable que la otra…: basta ver los puntajes sub-4 en la misma tabla de calificaciones de ‘El Amante”, mientras que la película ha sido elogiada, por el contrario, por críticos de medios y tendencias completamente diversos (incluidos Clarín y La Nación…).
Pero D’Espósito tiene razón en algo: “Un film político es el que coloca el ejercicio de poder en cuestión, no el que lo ejerce desde una posición olímpica que impide discutir las elecciones estéticas.” Como hemos visto, esa “posición olímpica” no es sólo la de ciertos films canonizados sin debate (como antes Historias extraordinarias y ahora El estudiante), sino ante todo el de un sistema (nada metafórico) de festivales, que funcionan precisamente entronizando cánones sin hacerse cargo (como todo poder) de sus formas, medios e influencias. Y cómo ese sistema dice proponer una diversidad y diálogo que finalmente resuman todo lo contrario, no es de extrañar que un crítico afín diga que una película que al menos tiene la virtud de ser discutida (y a la que le dedicaron un record de notas hasta sus mismos detractores) “sea elogiada por ser, ni más ni menos, una antología de monólogos”. Y no hay dudas de que sabe de qué habla, visto que eso mismo son sus propias notas, así como toda la seudo “polémica” con que ‘El Amante’ batió su propio récord sin lograr un solo intercambio de ideas…
Y es que hay algo más en lo que sin duda tiene razón D’Espósito: “la mala crítica de cine política es mala crítica y mala política”. No otra cosa pretendió probar esta larga serie de notas, que con esta llega a su fin.
Ver aquí Los amantes irregulares: Palabras preliminares (editorial del blog sobre la fundamentación de este espacio de discusión)
FIN DE LA SERIE
La serie completa:
1. Palabras preliminares: leer aquí.
2. Texto introductorio general: leer aquí.
3. Respuesta a Hernán Schell: leer aquí.
4. Primera respuesta a Leonardo D’Espósito: leer aquí.
5. Respuesta a Gustavo Noriega: leer aquí.
6. Respuesta a Jaime Pena: leer aquí.
Nicolás Prividera / Copyleft 2012
El estudiante, Tierra de los padres y muchas cosas más
Cine y política, crítica y política
Por Leonardo M. D’Espósito
I
La primera tarea del crítico cinematográfico es dudar de todo, incluso de sus propias ideas, especialmente de las más arraigadas. Lo bueno que tiene poner todo en cuestión cada vez que se escribe es que las ideas que sobreviven al bombardeo de la duda salen fortalecidas. La discusión política, por ejemplo, tiene esa virtud de ir limpiando, aguzando las ideas en lugar de dejarlas en meras declaraciones. No lo vemos muy seguido porque casi no hay discusión política en la Argentina desde tiempos de Alfonsín. En aquellos días efervescentes, el solo triunfo radical del 83 obligó a que el peronismo se cuestionara profundamente, por ejemplo. También para que los slogans de lo 70 probaran su (im)pertinencia tras un bloqueo de una década. Y también para aprender cómo funcionaba realmente el Estado en democracia. Para aprender las reglas de juego era imprescindible la discusión. Además, había discusión política por otras razones: ante el cimbronazo que implicaba dejar de lado el autoritarismo militar recurrente, había que cuestionar de modo serio las políticas de Estado. Es decir, lo que el Estado hacía para los ciudadanos (además, se podía). Si el plan Austral era bueno o no, por ejemplo; o si la Caja PAN era una estrategia adecuada; o si el Plan Nacional de Alfabetización funcionaba. Porque la auténtica discusión política no es cuestionar slogans o acusar de reaccionarios o de “agentes de la derecha” a equis o a ye, sino especular y cuestionar el ejercicio real del poder. En los noventa de Menem la discusión política fue sustituida para la gilada por la denuncia y la indignación por la corrupción. Ese “escandalismo” permitió que no se cuestionaran profundamente las políticas privatizadoras de las que se benefició la actual casta política, por ejemplo, o el “uno a uno”. Quienes lo hicieron quedaron aislados porque no hubo auténtica discusión política. El esquema es exactamente el mismo hoy: cualquier cuestionamiento sobre el ejercicio del poder por parte del Estado queda reducido a una discusión sobre las intenciones del cuestionante. Si alguien dice que la AUH -que ya parece haber abandonado el repertorio de los “RespondedoresK”- está mal implementada, en lugar de escucharlo y analizar el mecanismo se lo tilda de malditovendepatriagentedeladerechasojeraprenbendariavidelista o algo así. “No compartir este proyecto nacional y popular”, cuando en realidad “nacional y popular” es una etiqueta no definida (es jocoso ver cuántos marxistas internacionalistas y lectores conscientes de El Capital, hoy, hablan de “nacional” como un valor positivo). Volvamos: hoy seguimos en los noventa, entre la denuncia necesaria pero estéril y la ausencia de discusión real. Así como el menemismo se reía de quienes lo cuestionaban a través del cinismo y la ironía, este nuevo menemismo “buenaondista” lo hace acusando de mala gente y defensores de intereses demoníacos a quienes se atreven a llevar una política concreta -un ejercicio concreto del poder por parte del Estado- al campo de la discusión. Repitamos: no hay discusión política y la que hay pasa inadvertida.
II
La crítica de cine -la crítica en general- es discusión política en un sentido bastante amplio. Un film es el resultado de un ejercicio de poder por parte de un individuo (solo por comodidad, y por esta vez, asumamos como canónica la teoría de autor) que deriva en un film. Un film terminado es producto de una serie de decisiones inmodificables: lo que el crítico evalúa en última instancia es la pertinencia de esas elecciones. Por supuesto, toda evaluación es también un ejercicio de poder por parte del crítico. Quintín dijo alguna vez que el crítico a quien en realidad se dirige es al realizador, y lo que entre ambos se establece es justamente el espejo entre el ejercicio de un poder y la evaluación de ese ejercicio por parte de un espectador calificado. Estamos hablando, además, de un campo tan difuso e irreductible a leyes y postulados como la estética, lo que hace que los conceptos primitivos sobre los que construimos nuestros argumentos como críticos sean, siempre, terreno resbaladizo. Hay algo de juego en el asunto y algo de tahúres en los críticos: uno debe saber muy bien qué cartas (postulados) elegir a la hora de traducir la impresión que un film nos causa en una serie de ideas argumentadas para que la conclusión sea convincente y para que la discusión pueda -aunque no lo haga- ser conducida a una síntesis. Contrariamente a lo que creen muchos, no se trata de decir “qué encanto este film” o “qué bosta” sino por qué nos parece lo primero o lo segundo. Como se verá, el mecanismo de discusión y análisis es el mismo de la discusión política, con un agregado: en la medida en que el cine es metáfora del mundo, cualquier discusión sobre un film puede ser aplicada también al mundo tal cual es. La trampa de todo esto es que una película jamás muestra el mundo “como es”, ni siquiera el más preciso e inmaculado de los documentales de observación. Es el espectador quien, en última instancia, decide el grado de congruencia del film con el mundo “real”.
Es fácil repetir el slogan “todo film es político”; lo difícil es responder “¿por qué?” a tal proposición existencial. La respuesta es simple: todo film es político porque es un ejercicio de poder sobre la realidad. Aunque ese ejercicio afecta en poco y en nada la vida de quienes asisten a él. A veces no: yo soy una persona mucho más feliz y rica por haber visto El Padrino; pero en términos puramente biológicos o sociales, mi vida habría sido más o menos la misma si El Padrino no existiera. Y puedo extender esta declaración a cualquier film (pieza musical, texto, pintura, escultura) que exista. Lo que sí es cierto es que El Padrino me ha permitido -más allá del estremecimiento por el placer estético, esa cosa inasible e individual- pensar sobre la familia, sobre el poder, sobre el valor de la vida y de la muerte, sobre la religión y sobre el amor. No es que no haya pensado alguna vez antes sobre eso, tampoco que no sea posible reflexionar sobre todo ello sin ver El Padrino. Pero el film le dio una forma a las ideas y me proveyó de un sistema de metáforas, de imágenes y de arquetipos que me hace más sencillo comunicar mis acuerdos y desacuerdos. Esa intervención en el mundo hace de El Padrino, mucho más que su trama o del hecho que los “políticos” aparezcan lateralmente en su universo, o que uno tararee la melodía del film cada vez que aparece algún funcionario inescrupuloso en alguna parte, la auténtica dimensión política del film. Sólo en ese sentido “todo film es político”: en el de ejercer poder sobre el mundo modelando su imaginación, forjando memoria.
III
Sin embargo, seguimos hablando de “cine político” para mencionar films cuyo tema es social o político, pero que no ejercen en modo alguno ese tipo de poder sobre la realidad. Para copiar a Borges, films municipales. Abundaban en los años sesenta y setenta, y por cierto tenían una razón de ser: decir cosas urgentes de un modo lo más fuerte y masivo posible. ¿Films necesarios? La perspectiva histórica suele ser cruel: hoy una película como La hora de los hornos resulta molesta, ruidosa más allá de que sus procedimientos, en el momento de su estreno, resultaban novedosos. Vuelta a ver recientemente y completa, uno se pregunta por qué tuvo tanto éxito, por qué maravilló a Cannes, por qué Godard la admiraba. Y recuerda que Cannes, Godard y el público que la vio son gente que también vive los efectos de los tiempos que les tocan. ¿Qué queda hoy de aquel film? Personalmente, la idea anacrónica de pegarle a los muchachos que buscaban música en inglés en las disquerías, de despreciar de modo reaccionario las películas americanas en esos travellings sobre la antigua Lavalle, de mostrar como un ser despreciable a Mujica Láinez son bobadas que no significan nada de nada, que muestran el resentimiento un poco cínico de los autores. Es tan poco que uno se pregunta si esas cosas significaron algo alguna vez. La hora de los hornos es un film que los interesados por el cine de un modo profesional vemos resignados a que “es algo que hay que conocer”, pero cuyo peso, en la experiencia contemporánea, es nulo. Personalmente, me gusta mucho más Los traidores pero no por su denuncia de las complicidades en el universo sindical, sino porque esos sindicalistas del film pueden ser mafiosos en los EE.UU. de los años 30, brokers en un film ambientado en los 80, samurais en un shogunato del siglo XVII y mil cosas más. Hay un problema universal y la película, aunque no fue su intención primitiva, tiene un funcionamiento metafórico, una aplicación mucho más amplia y universal, un problema metafísico en su núcleo, que la hace vigente. Los traidores es un acto de poder sobre el mundo para explicarlo; La hora de los hornos es una declamación sobre el mundo para catalogarlo. Lo primero es cine político en el sentido en que lo es El Padrino; lo segundo, un aparato publicitario similar al afiche de campaña.
(NB: Actualización doctrinaria, esa gran entrevista que Solanas y Getino le hacen a Perón, es cine político aunque su intención es ser una herramienta partidaria; escuchar a Perón, ver sus gestos, comprender que ejerce un personaje, es también asistir a la universal comedia del líder encantando a sus seguidores; la ausencia de grandes manipulaciones permite que el film documente un ejercicio de manipulación fascinante; lo que Perón haya dicho es lo de menos comparado con lo que ese personaje Perón hace en la pantalla)
IV
Hace un año, casi exactamente, nos sentimos sacudidos por una película argentina que resultó, de paso, el mayor éxito de crítica y público de todo 2012. El estudiante, de Santiago Mitre, no era una película perfecta pero sus imperfecciones eran lo de menos comparadas con su vocación de contar una historia y dejarnos a nosotros la posibilidad de la moraleja. El film narra el ascenso, la caída y la revancha de Roque, un puntero político de la UBA. En realidad, Roque -esto es lo que escribí al respecto- podría ser Tony Montana y la UBA, la Miami de los 80; o bien Roque podría ser -esto se me ocurre ahora- Michael Corleone; para el caso no hay muchas diferencias porque la UBA o la politiquería universitaria no tienen la menor importancia. Entre los personajes se habla de movilizar, convocar, discutir, etcétera, todos verbos que no implican nada. Cerca del final vemos que todo el ejercicio de poder esconde el manejo de cajas de dinero y que la política ha sido reducida a eso. Pensaba mientras escribía este párrafo en El Ciudadano, pero no, porque para El Ciudadano, producto de una época donde cabía alguna esperanza, la política es todavía algo que cabe en la decisión de los ciudadanos (Kane tiene cajas, lo que nunca tuvo fue el respeto o el cariño o la confianza de los ciudadanos). Uno puede perfectamente decir que la historia de Roque es aplicable a la de cualquier puntero en cualquier estructura de poder, que la UBA es una metáfora del Estado nacional, o del provincial, o de una multinacional, o de lo que fuere. Lo importante es que es un film político en un triple sentido. Por un lado, dispone -y critica- el uso del discurso “político” o -mejor dicho- propagandista – ideológico como una excrecencia casi ritual, algo que opaca lo que debería ser transparente (es decir, el film ejerce una crítica política del discurso seudopolítico). En segundo lugar, muestra la acumulación y el ejercicio del poder, así como dispone a la manera de un catálogo -y de modo brillante, sin reducir o mencionar a partidos políticos en particular- de posibilidades de la acción política dentro de los límites de una comunidad. Finalmente, se hace cargo de crear una forma memorable y metafórica, un mundo propio del que podemos recordar sus reglas para, utilizando el propio sistema poético que nos ofrece, explicar(nos) el mundo que nos rodea.
El año pasado, además, hubo polémica por el final de la película. Perdón si no la vio, pero es necesario contarlo. Roque, tras dedicar su trabajo -y su propio capital político- en el apoyo a un profesor candidato al rectorado de la UBA, es traicionado por éste. Genera, desde una posición subterránea, un escándalo, la toma del rectorado y la denuncia de negociados entre este hombre y el Gobierno. En el último encuentro, este hombre le ofrece a Roque volver a su antigua posición de hombre fuerte, un futuro venturoso, una carrera política, a cambio de levantar la toma del rectorado.
En la última imagen del film, Roque le dice que “no”, una perfecta revancha. Las críticas a la decisión de Roque se basaban en que ese personaje jamás haría eso “en la vida real”, que se corrompería, etcétera. Es desgraciado comparar un film con la “vida real” porque, repitamos, no lo es, es solo su metáfora, una figura poética del mundo, no el mundo. En el film, Roque es capaz de muchas cosas y de tolerar muchas otras. Solo hay algo que ni hace ni tolera: la traición (eso mismo lo lleva a militar políticamente, aunque luego vamos descubriendo que no tiene la menor ingenuidad, que en su propia familia hay un pasado militante). En el final, además, es consciente de que tiene poder propio, ya no vicario: la masa que ha lanzado contra el rectorado le obedece. ¿Subordina su poder al de otro o, además de “quedar bien” moralmente, muestra que ya no necesita obedecer a nadie? Hace lo segundo: de ese modo, el film muestra cómo una estructura de poder crea hombres con poder. Esa estructura, no está de más decirlo, es una construcción cinematográfica.
V
Y llegamos a Tierra de los Padres. Es uno de los films sobre los que más se ha escrito en la historia de la revista: siete críticas más una entrevista al director. Se habla constantemente de “cine político” en el film cuando es en realidad un gesto de propaganda, incluso si el objeto o la idea a propagar es un poco anacrónica o difusa. El “producto” es la idea es que la derecha argentina es mala y nuestra historia es la historia de su lucha por mantener sus privilegios de clase. No estoy de acuerdo con esta idea, pero hay quien sí, e imagino que así como tengo una cantidad de argumentos para oponerme hay también buena cantidad de argumentos para sostenerla. Hay que tener, de todos modos, cuidado: decir que un texto de Sarmiento, como sostiene Jorge García en su crítica, lo hace un “sorprendente precursor del fascismo” es más o menos lo mismo que decir que el Sermón de la Montaña es un notable antecedente del Manifiesto Comunista.
Pero la película conlleva una confusión: consiste en que Tierra de los Padres no es cine político aunque es un buen testimonio del tiempo que nos toca vivir. Hay elementos que se repiten: la historia que conocemos es la de los vencedores, lo que implica -se dice explícitamente- que hay una historia de los vencidos. Los vencidos son intrínsecamente “buenos” y los vencedores, indefectiblemente “malos”. Los textos hablan de sangre y de violencia, lo que -como señalaba Schell- genera la impresión de que vivir cinco décadas cualesquiera en la Argentina significa andar cuidándose de no ser boleta por parte de alguna banda de malhechores con afán de lucro desmedido, o algo así. Y el problema de esta mirada es la simplificación: Tierra de los Padres funciona aceptando la premisa de que la Argentina “real” es una víctima constante de la violencia de un solo signo ideológico. Sin embargo, este no es el problema básico: no acordar sobre su visión de la Argentina es lo de menos. El problema es si el mundo cinematográfico que propone se sostiene sin la Argentina o sin un recorte de la Argentina. Y resulta que no: Tierra de los Padres requiere -de hecho es su razón de ser- que todo el tiempo el espectador apunte fuera de la pantalla y fuera de la sala a partir del “concepto” que el film le propone. Por eso es que cualquier fragmento, como un afiche, funciona igual que cualquiera de los otros. Más allá de la obvia referencia al “no lugar” y el “no tiempo” que es un cementerio, no hay en Tierra de los Padres una película sino una exhibición fija en todo sentido. No es cine político porque, claro, no es cine, no pertenece a su campo. Es una instalación que ilustra una idea y que, peor, puede ser reductible a ella. Es decir, un aparato publicitario. Como La hora de los hornos, de hecho realizada por publicitarios. En esta era de anacronismos, Tierra de los Padres es algo así como la reversión contemporánea de un típico pastiche setentista. No un film.
VI
Confieso que una de las cosas que más me gusta de El Amante desde que era un lector que no soñaba con escribir sobre cine es que siempre me sorprenden sus adhesiones y sus ataques. Quiero decir que ya no me sorprende sorprenderme porque a Fulano le gusta X cuando todo parecía indicar que no. Es algo importante eso: esta revista es absolutamente libre. Sin embargo, me sorprendieron algunas defensas alrededor de Tierra de los Padres porque, en algunos casos, el film figura en las antípodas de lo que sus defensores suelen creer que es el cine. No solo eso: como queda claro en un par de textos, las marcas de “influencia” (Gianvito, Straub, Sokurov, Lang) que aparecen de modo demasiado transparente en el armado del film suelen utilizarse, para otros films y otros autores, como un motivo para el denuesto. A mí, particularmente, me resulta extraño.
Se me ocurre quizás que el problema no es Tierra de los Padres sino El Estudiante. Que un film rabiosamente independiente, que no menciona a ningún partido político por su nombre, diera un panorama cabal y crítico de cómo se construye poder (también en la Argentina) en momentos en que el poder aparece cuestionado día a día por los errores de un Gobierno que ha adoptado como discurso el que en Tierra de los Padres es el de “los vencidos” (repito: ¿Y Evita?) requería, para quienes siguen viendo con simpatía la actual administración, de un film que pudiese “justificar” ese discurso. Y aparece el de Nicolás Prividera, que además tuvo la mala suerte de ser rechazado por dos festivales internacionales (al respecto, creo que con todo derecho; e incluso si fuera una obra maestra, no sería la primera que se queda fuera del Bafici o de Mar del Plata: quejarse por eso y acusar de “camarilla” a un grupo de programadores es, por lo menos, excesivo). Realmente espero equivocarme, pero así como la película exige al espectador que piense en cualquier otra cosa excepto en la película -la famosa “teoría del ‘disparador’”- también creo que quienes la elogian de un modo desmedido, contra cualquier criterio previamente mostrado, lo hacen por afinidad no cinematográfica sino -transitoriamente- ideológica. Otra vez Quintín dijo que el mal cine político era mal cine y mala política. Parafraseándolo, quiero decir que la mala crítica de cine política es mala crítica y mala política.
El buen cine, sí, siempre es, lo repito, un acto político en cuanto es un acto de poder que pone el poder en cuestión. Lo es en la medida en que crea un mundo, dispone de una trama y deja que eso funcione de acuerdo con las reglas de juego que elige como premisas. Como ciudadanos del otro lado de la pantalla, tenemos la alternativa de poner todo en tela de juicio, y eso es también político: lo que se sigue es que no basta con mentar la política para que ésta exista por arte de magia. La política es mucho más que una bandera en la calle, que un cantito de cancha, que el “aguante”, que el “modelo” o el “relato”. Política es ejercicio de poder y nos incumbe. Un film político es el que coloca ese ejercicio de poder en cuestión (El Estudiante cuestiona a Roque), no el que lo ejerce desde una posición olímpica que impide discutir las elecciones estéticas. Pero no hay caso: no vivimos en tiempos de diálogo, de allí que Tierra de los Padres sea elogiada por ser, ni más ni menos, una antología de monólogos.
Jean-Marie Straub: «un escenario era simplemente un espacio donde se recitaba algo y donde no se bailaba a lo largo ni a lo ancho, y donde no se buscaba hacer de todo para que la gente olvidara que el texto existe.»
Y es sin duda la experiencia de que el texto (los textos) existe(n) lo que hace de Tierra de los Padres un film, por lo menos, revelador; nada más congruente con una motivación política que situar y posicionar la difícil concreción de los textos en una locación distópica proveedora de una duración singularizada y opuesta a cualquier aparato metafórico con pretensiones universalistas. Tierra de los Padres apuesta una literalidad radical contra las facilidades de la metáfora y posiciona la estratigrafía de la imagen en contrapunto a la vertiginosa evidencia de que el texto existe tal y como se muestra: encarnado por las voces, actualizado por la lectura, soportado en la modestia de un libro.
Recordando a Gilles Deleuze: «Resnais, los Straub, son innegablemente los más grandes cineastas políticos de Occidente en el cine moderno. Pero, curiosamente, no es por la presencia del pueblo, sino, al contrario, porque saben mostrar que el pueblo es lo que falta, lo que no está.»
No es de extrañar que una lectura negativa de Tierra de los Padres evoque el monólogo como la realidad del film, también sabemos que la negatividad nunca ha sido suficiente para evaluar las consecuencias de un acontecimiento en su literalidad, para ello hace falta no temer al vértigo de una existencia actualizada en su singularidad, aunque sólo fuera en la «sencillez» de una lectura en voz alta, una lectura de los que yacen en los «no-lugares»: ya sea el texto, ya el cementerio. Fue una verdadera alegría haber descubierto Tierra de los Padres en el FICUNAM México.
la derecha argentina, actual, es mala. get over it.
no sé si la derecha argentina actual es mala, lo que sí sé es que, cuanto menos, tiene poco vuelo, y hasta es ignorante, y lo que es peor, no le preocupa quedar en evidencia. está visto que a despósito (como a noriega, por ejemplo) no le preocupa.
para mí, si tomamos toda la polémica como una continuidad de las voces en pugna que muestra la película, éste último contrapunto es, de otro modo, la coda «trágico-catártica» de TdlP.
Buenas. Nicolás, ¿sabés qué? ¡Tenés razón!
Saludos.
Perdoná «M», pero no creo que el verdadero D’Espósito terminara la polémica que él mismo empezó (y a la que le dedicó tres notas) con una salida tan poco elegante, que sólo dejaría en claro que no tiene respuesta a las acusaciones sin fundamento que sembró alegremente (algunas graves, al menos para con sus propios colegas críticos).
Saludos.
tl;dr. alguien resume?
Y qué quiere Prividera con críticos que se mandan rollos falaces sobre la libertad, la crítica, la buena y mala política, pero terminan con estropicios reduccionistas como estos que D’Espósito lanzó por Twitter:
Hollywood es mejor que el cine de autor europeo. Prueba 3:
-Cine de Autor Europeo: One plus One, de Jean-Luc Godard
-Cine de Hollywood: Shine a Light, de Martin Scorsese
Jajajajaja