LOS COLONOS
LA NACIÓN Y SUS ABISMOS
Que el western haya sido el género cinematográfico con el que se ha identificado al cine estadounidense clásico es comprensible por motivos ajenos a la lógica de la industria y al éxito cosechado por cientos de películas que se hicieron durante las cinco primeras décadas del siglo pasado bajo el gran emblema de la conquista del Oeste. El nacimiento del cine y el nacimiento de Estados Unidos no pertenecen a períodos históricos inconmensurables; son signos de una época, en la que la invención del cinematógrafo tuvo de inmediato un triple destino pragmático: entretener (quizás el más pueril, pero legítimo), imaginar y conocer. La necesidad de reconstruir eventos históricos para verlos como si sucedieran en el presente fue reconocida desde los albores del cine. Algunos eventos eran remotos, muchos otros recientes. Napoleón volvió con su sombrero, se vieron por primera vez escenas “reales” de la Segunda Guerra púnica, el asesinato de Lincoln se revisitó como si hubiera pasado ayer.
En efecto, la historia de Estados Unidos es un permanente tema para el cine estadounidense. Cada guerra tiene su película, cada desgracia y triunfo sociales también. El western constituyó por décadas un laborioso universo de entendimiento y representación sobre el pasado de una nación; las pequeñas historias que forjaron la nación más poderosa del siglo XX tuvieron que reconstruir la dinámica “civilizatoria”, cuya figura problemática ha sido siempre la misma: el indio, o más bien, los indios. Es un dilema abismal de los jóvenes países de América. Chile no es la excepción.
Los colonos asume desde el principio la tradición del western del cine estadounidense para subvertirlo irónicamente y concentrarse en los eventos que mancillan la nación chilena. El siglo XIX del país vecino tiene su discurso oficial, sus mitos de origen y sus delirios. Tan solo lo concerniente a Orélie Antoine de Tounens y la fundación del Reino de la Araucania merece una decena de películas. El cineasta Felipe Gálvez presupone y saca provecho de ese siglo convulsionado y sus consecuencias tomando como punto de partida el inicio del siglo XX, un poco antes y apenas después de que el presidente Pedro Montt comenzara a refundar la República de Chile. Esa nación por forjar incluye indígenas preexistentes, chilenos y colonos, como lo sintetiza un funcionario del gobierno interpretado con precisión y elegancia por Marcelo Alonso. Cuando expresa esto, ya va un año del gobierno de Montt.
Gálvez divide en segmentos reconocibles su western heterodoxo. En ese solo aspecto es clásico; tres actos lo vertebran: presentación de personajes, un conflicto central y un epílogo; pero no es del todo un clásico, porque algunas secuencias tienen algo de lo que Jonathan Rosenbaum problematizó en su lectura de Dead Man, de Jim Jarmusch, como “post-western”, un término sin definición precisa que el autor citado emplea para comprender la relación del film que examina con la historia del género. En Los colonos, como en Dead Man, no existe vacilación alguna sobre el punto de vista elegido: la perspectiva es la de los vencidos, es decir la de los indios, una calificación cierta pero injusta, porque lleva a yuxtaponer semánticamente el hecho de ser un vencido con el hecho de ser débil. La notable escena final de Los colonos conjura sin más esa caracterización. Lo que sucede entre Vicuña y Kiepja es un gesto político de primer orden. En algo que el personaje decide no hacer se entreve la fuerza de la negación, que se plasma con elocuencia. El lento travelling hacia el rostro de la mujer mapuche aglutina la política consciente de toda la película.
Como es habitual, Alfredo Castro, el especialista en personajes fascistas nacidos al otro lado de la cordillera, encarna a Menéndez. El hombre vivió en aquel tiempo, y el apellido sigue siendo aún hoy un signo ligado a las inmensas extensiones de tierra del fin del mundo. Para los Menéndez de hoy, esos confines nevados no son otra cosa que patrimonio territorial. Acá habría que repasar y razonar junto a los mendigos de Dios se lo pague, aquel viejo film argentino de Amadori, el origen de la propiedad privada; algo se insinúa en Los colonos, sobre todo en una escena en la que el falso teniente MacLennan, el cowboy Bill y el mestizo Segundo se cruzan en su expedición para acabar con los indios que roban las ovejas de Menéndez con el naturalista, antropólogo y agrimensor argentino Perito Moreno. El cineasta Mariano Llinás asume el papel con gracia y expresa con una convicción que no le debe ser ajena unas pocas líneas que invocan al conocimiento y no la fuerza como móvil de la Historia. Antes de abandonar la escena y la película, Moreno dice: “Nada bueno puede pasar cuando los militares se aburren”. Es una frase talismán que extiende ese inicio de siglo a 1973.
En el viaje de los tres protagonistas pasa todo lo que tiene que pasar en películas como Los colonos. Se delinean las características de los personajes en los momentos de descanso, que tienen un contrapunto con las instancias de acción. Acción acá significa mayormente actos de violencia, algunos desajustados de tono, otros concebidos con el rigor que se requiere para filmar la abyección de los poderosos. La aniquilación de algunos hombres y mujeres del pueblo selk’nam se escenifica con el cuidado que escenas de esa índole exigen: jamás hacer participar al espectador del goce del verdugo, preferir entonces la alusión y el fuera de campo, y elegir cuidadosamente qué necesita mostrarse. (Por eso contrasta en demasía con algunas escenas posteriores de maltrato entre iguales, dos miembros de la Corona Británica, un momento extraño a la sensibilidad de la película, aunque comprensible respecto al deseo de señalar a los ingleses como los auténticos bárbaros).
No se puede escribir sobre Los colonos sin reflexionar sobre eso que llamamos habitualmente “paisaje”. Ya es casi un lugar común adjudicarle al paisaje una condición de protagonista. Entonces, siempre que se filma una montaña, un desierto, el mar, un bosque cabe reparar en los posibles modos de interpretación. ¿Puede sobreactuar una cordillera nevada? ¿No se excede el viento en algunas secuencias? Gálvez no abusa del escenario infinito de Tierra del Fuego, sabe cómo ir hacia él y le confiere entre panorámicas y planos generales una condición inhóspita por la que no puede ser codificada la inmensidad de ese ecosistema como sublime. El viento se oye siempre, la luz tiene una duración breve, el frío es una constante epidérmica y no hay ningún paraje que sirva para el recogimiento o el descanso. Así se filma, pero no es la experiencia de los otros, de los que vivían antes de la conquista, el despojo y el genocidio. En una escena que puede pasar desapercibida, Segundo tiene una visión sagrada. Esa visión es el contrapunto necesario a toda la estética espacial que rige la composición de los planos y la plasmación de un paisaje cuya cifra es la hostilidad.
Los colonos se suma a otras películas chilenas que han intentado regresar al pasado, no tanto para revisarlo como curiosidad histórica, sino como necesidad política y acto de memoria de ir hacia atrás para volver al presente y comprender qué significa ser parte de una nación. Un par de décadas atrás, las películas de Pablo Larraín iniciaron un ciclo para desenterrar el cadáver simbólico de Pinochet y hacer hablar así a un país que prefería el cómodo silencio frente a lo aberrante (y no faltan incluso sus vindicadores, que se pavonean en esta época de epidemias políticas y consagración de los peores rasgos de la especie). En los últimos años, algunas películas han ido más atrás en el tiempo, al siglo XIX. Basta nombrar El botón de nácar, Rey o Notas para una película. Todas son distintas, todas son necesarias. Los colonos es un film que hace honor a esa justa y siempre urgente inquietud.
Los colonos, Chile, Argentina, Reino Unido, Taiwán, Alemania, Suecia, Francia, Dinamarca, 2023.
Dirigida por Felipe Gálvez Haberle.
Escrita por Antonia Girardi, Felipe Gálvez Haberle, Mariano Llinás.
*Publicada en Revista Ñ en el mes de enero 2024.
Roger Koza / Copyleft 2024
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