LOS DUEÑOS DE LA MATERIA: SOBRE KÉKSZAKÁLLÚ Y UN DIÁLOGO CON SU DIRECTOR: GASTÓN SOLNICKI

LOS DUEÑOS DE LA MATERIA: SOBRE KÉKSZAKÁLLÚ Y UN DIÁLOGO CON SU DIRECTOR: GASTÓN SOLNICKI

por - Entrevistas
05 Ene, 2017 08:38 | comentarios

Por Roger Koza

Los materiales del cine son el tiempo y el espacio; esas dos categorías fatigadas por siglos de filosofía también ordenan la todavía joven experiencia cinematográfica. En la enigmática Kékszakállú el espacio se evidencia de inmediato como una presencia omnipotente. Las figuras geométricas perfectas de cada encuadre se imponen desde el comienzo. El registro de los edificios, el mar, los cuerpos, las maquinarias de una fábrica, una universidad y sus aulas inmensas se disponen en el cuadro bajo una inusitada cualidad de ocupación. Las panorámicas y los planos generales fijos extienden hacia todos los vértices del cuadro el despliegue de los personajes y las cosas. Cada fotograma se legitima frente a la mirada; el placer óptico es indesmentible.

El tiempo se siente de otro modo. No es ni circular ni lineal. El relato se desentiende de progresar en una dirección; ni siquiera, al menos por 20 minutos, hay un personaje principal. Hasta que Laila, una joven de una familia privilegiada que no sabe qué hacer con su vida, empieza a ser el centro de gravedad del relato, han desfilado niños y jóvenes vacacionando en Punta del Este. Descansan, se alimentan, miran sus teléfonos, juegan a las cartas, disfrutan de la pileta y el mar. El ocio es aquí una flotación en el vacío.

¿Qué tiene que ver esto con la ópera de Béla Bartók a la que remite el título? Laila no es Judith, pero quizás descubra o intuya que el origen de las riquezas es controversial, del mismo modo que la heroína de la ópera encontraba tesoros cubiertos de sangre.

El movimiento del film es el siguiente: empieza en la naturaleza virgen de Uruguay, sigue en Buenos Aires y vuelve en el final al pulcro paraíso de la ciudad costera oriental. Se trata de producir un contraste y una colisión figurativa. En cierto momento, Solnicki introducirá en este universo de pudientes durmientes una dimensión material del trabajo desconocida por sus protagonistas. Los operarios de una fábrica son los que dan forma a la materia bruta que adquiere un valor exponencial y es la sustentación de las riquezas de los dueños de esas fábricas, los padres de los jóvenes protagonistas.

Poco tiene que ver todo esto con la tristeza de los niños ricos. El malestar de Laila es menos condescendiente y no se resuelve en el desorden emocional que también padece. Como en Papirosen, Solnicki filma la riqueza y a la minoría que la disfruta. Es un goce desconocido y mortífero, un exceso más parecido al pus que a la dicha materialista.

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Roger Koza: Empecemos por el principio. Tres planos generales fijos en una pileta en algún lugar de vacaciones. Niños preadolescentes juegan. En el segundo plano se lee una inscripción: “Los niños son responsabilidad de los padres”. El cuarto plano es una panorámica del mar y a la izquierda del cuadro se ve un diminuto hombre nadando. Después vemos que es un surfer adolescente. ¿Por qué este inicio? Simbólicamente es sugestivo y poderoso.

Gastón Solnicki: Me importa mucho el inicio de una película. En seguida ya hay un contrato, desde el primer sonido y la tipografía de los créditos, aunque sea un logo. Mi amigo Hans Hurch siempre me habla de un cineasta austríaco que dice poder adivinar si una película es pésima a partir del primer título. En una película que no está basada en ideas preconcebidas, la primera escena es fundamental. Es como el primer tiempo en un compás musical donde, inclusive cuando hay un silencio, se mantiene el acento. Hay, de hecho, una pieza del Mikrokosmos de Bartók, uno de mis caballitos de batalla en el piano, que me costó aprender a tocar  un poco por esos contratiempos.

RK: Todo resulta simbólicamente sugestivo y poderoso.

GS: Kékszakállú no empieza con un silencio sino con una escena muy simbólica y sonora. Mi transición a la ficción está marcada por el deseo de construir una narración a partir de fragmentos que funcionen en un nivel de altos estímulos cinematográficos más que en la lógica del desarrollo tradicional de ideas dramáticas. Materiales que contienen, cada uno en sí mismo, toda la fertilidad atemporal de la narración.

RK: En los primeros quince minutos usted introduce personajes sin especificar del todo quiénes son.

GS: Mi película está inspirada oblicuamente en la ópera de Bartók. No existe una relación lineal entre los personajes de la ópera y los de la película. En mis películas anteriores aprendí la dificultad que conlleva señalar cierta información sin subrayarla. Lo importante para mí es el recorrido que el espectador hace y, en ese sentido, una de las claves del montaje, que es el momento de la escritura de mis primeras películas, no es la lógica inherente a la realidad de lo filmado sino la lógica de la construcción del espectador.

RK: Algunos son familiares, otros no, pero pertenecen todos a un universo simbólico: son miembros de una clase pudiente. Están de vacaciones. El ocio de vacaciones dista de ser creativo. ¿Cómo decide esta introducción y qué buscaba?

GS: En la ópera existe un personaje anónimo y femenino llamado “Las mujeres pasadas de Barba Azul”. De alguna manera, a medida que fuimos filmando y descubriendo a nuestros personajes a partir de actrices que literalmente entraban caminando a la película, se empezó a entramar una especie de gran personaje conformado por todos los personajes y el nexo fundamental es de orden social y generacional. Al principio buscábamos adentrarnos en las vidas de aquellos que pasaban su verano en Punta del Este. Filmarlos pensando en la atmósfera de la ópera de Bartók, ese fue el punto de partida. Se trata de un balneario muy especial, lleno de zombies de todas las edades, en plena crisis existencial, donde muchos aspectos del capitalismo actual quedan expuestos para ser filmados. Es un lugar donde alguien entra a una casa ajena semidesnudo, con mucha naturalidad se tira en el sillón y abre la heladera, como si estuviera en su propia casa. Un curioso aspecto de la alienación que allí se respira encuentra esa paradoja en la abolición del sujeto y de lo privado.

RK: A los 16 minutos se escucha por primera vez un pasaje de la ópera de Béla Bartók que inspira el film: Kékszakállú. Es sorprendente la forma elegida: dos planos simétricos de un edificio y una piscina y luego los niños obsesionados con sus celulares. ¿Por qué entendió que ese era el momento justo?

GS: Es como un hechizo. Probamos todas las variantes de estructura posibles. La aparición de la música en Kékszakállú es desconcertante porque uno nunca la espera, quizás provocando un efecto similar al que tuvo en los primeros oyentes de la ópera en 1913.

En una película donde el espectador tiene tanto espacio y material para asociar, la llegada de un elemento nuevo tan emocionante y hermoso como la ópera de Bartók es disruptivo e iluminador. Sobre todo porque, en vez de venir a responder algunas inquietudes lineales que el espectador acumula, llega como una explosión que ayuda a soltar esas preguntas y a entrar en la película de otra manera. A partir de ahí la película se va descubriendo junto con el espectador y lo obliga a pensar de nuevo qué es lo que puede hacer por él. Tiene que ver con la libertad con la que está hecha.

Un amigo de Bartók describió esta ópera como un “volcán musical en erupción continua” y hablaba también de la adicción que generaba, de la necesidad de volver a escucharla una y otra vez. Esa fuerza volcánica que alcanza la fuerza del mar wagneriano de Tristán e Isolda, con toda su fuerza transformadora y destructora es lo que llega a los 16 minutos, quizás para sugerirle al espectador que no se preocupe, que algunas cosas tendrá que resolverlas por su cuenta.

RK: ¿En qué sentido la ópera inspira la película? El libreto da algún indicio, aunque la impresión es de que a usted lo convocó más traducir su experiencia con la música de Bartók, como si tradujera la abstracción sonora en un relato. Por otro lado, la irrupción de esos pasajes musicales es muy precisa y trastoca la pulcritud y blancura del interior de los planos y su perfección geométrica.

GS: Lo primero fue la ópera, el deseo de nutrir una película de la riqueza material de una obra musical llena de materiales cinematográficos. La ópera barroca y la ópera moderna tienen mucho en común con el cine. El castillo de Barba Azul es una ópera en un acto que avanza como una flecha. Yo no quería hacer una representación sino tomar la posta del trabajo de Bartók, quien recorría el Este europeo con su fonógrafo recolectando mariposas y la tradición oral de la música campesina. Sobre ese trabajo está basada toda su obra. Esa transformación de la música folclórica en música moderna y esos viajes etnomusicológicos fueron el punto de partida de Kékszakállú. A escondidas, consultaba el libretto de Bartók y Balász subrayado y lleno de colores como un oráculo, pero no podía extraer más que gestos, símbolos y algunas constelaciones cromáticas. Muchas veces las ideas y los materiales sirven como punto de partida pero es importante soltarlos a tiempo. A mí nada me desilusiona más que ver ideas en la pantalla.

RK: Recién a los 21 minutos usted introduce a Laila, el personaje principal, acaso la Judith de la ópera. Es una decisión arriesgada. La joven no abrirá puertas prohibidas que revelan secretos del dueño de un castillo, a menudo manchado con sangre, pero a lo largo del film habrá tomado conciencia de que el mundo a su alrededor no es ni sencillo ni justo. Un poco después viene lo que resulta un contraste estructural y político. Usted filma el trabajo y a los operarios de una fábrica. Es el reverso del universo de los personajes. Después regresa a su protagonista, que tal vez estudie arquitectura. ¿Por qué elige esa poderosa confrontación?

GS: Esa confrontación existe, es inherente a los materiales. Una pregunta que uno puede hacerse en seguida al llegar a Punta del Este es: “¿De dónde sale todo este dinero?”. Llegar a las fábricas de los bajos fondos de Buenos Aires fue un camino muy directo. Después de filmar en Uruguay, yo quería desarrollar los materiales sin volverme contra su naturaleza. Y la fertilidad del balneario y del mundo de los personajes tenía naturalmente que ver con esa relación entre cuestiones de trasfondo en sus vidas y el momento de pausa que significan las vacaciones. Quizás toda la secuencia inicial de Kékszakállú tenga alguna relación con el misterio del silencio en el primer tiempo.

La secuencia de las fábricas es fundamental. En Papirosen hay una escena muy íntima en la que mi padre y mi abuela discuten acerca de la herencia, una escena en la que queda muy claro el choque entre lo material y lo afectivo en mi familia y la imposibilidad de resolver ese tipo de ecuaciones donde las unidades no son recíprocas.

RK: El film parece proponer una distancia e inconmensurabilidad entre quienes poseen la materia y quienes tienen que trabajarla para otros y así sobrevivir. ¿Cómo interpreta usted esa diferencia?

GS: Es la dimensión más política del film. El registro de esa relación entre las fábricas que producen la materia, los oficios que las generan y la relación con las que lo administran y aquellos que también lo padecen. Esa distancia existe. Una tesis posible sería que Kékszakállú es también el nombre de esa unidad.

RK: El espacio es una categoría determinante en su película. Están los espacios abiertos (el mar), espacios urbanos (Punta del Este y la ciudad de Buenos Aires), recreativos (el Teatro Colón) laborales (las fábricas) y domésticos (los departamentos). Esto lo llevó a un tipo de registro singular. Los encuadres son decisivos en su film. ¿Cómo los concibió y qué buscaba?

GS: Las locaciones fueron uno de los puntos de partida de la narración. Allí encontramos personajes, conflictos y materiales narrativos. Primero en Uruguay y luego en Argentina. Buscábamos filmar y era muy difícil de organizar un rodaje sin personajes y sin locaciones. Fue todo muy espontáneo. A veces funcionaba y otras no. Es un hallazgo que pudiésemos entrar a filmar a muchas de las locaciones. Supongo que tiene que ver con mi entrenamiento en lo documental.

RK: Usted trabajó con un solo lente y dos eximios directores de fotografía. A su vez, la cámara que utilizó es quizás la que permite retomar la textura del cine analógico e incluso clásico. ¿Por qué le preocupó tanto esta dimensión del registro visual?

GS: A diferencia de la tecnología del audio, que ya está cristalizada hace décadas, la imagen digital está en permanente desarrollo. La novedad de una cámara que combinaba la riqueza del registro en Súper 35mm con un formato en la tradición documental fue también uno de los puntos de ataque de la película. Al igual que Bartók, que celebraba el advenimiento del fonógrafo como instrumento fundamental para entender los matices de la tradición oral que escapaban a la nomenclatura musical, para nosotros viajar a Uruguay en plena temporada de vacaciones era una aventura cinematográfica en la que cada día salíamos a buscar la película desprovistos de los dispositivos tradicionales. Los fotógrafos no tenían luces, ni asistentes ni la posibilidad de mover la cámara o de cambiar lentes. Nadie tenía guión, tampoco había diálogos. Sin embargo, el rigor formal era uno de los pilares de nuestra búsqueda. En ese sentido, el límite de un único lente (40mm), el favorito de John Ford para filmar un hombre a caballo, resultó una de las estrategias más interesantes. Un lente muy versátil, que nos permitía concentrarnos en la gestación de nuestra ficción y no en su manipulación. A las series de imágenes cándidas y espontáneas les imprimió un rigor y una consistencia formal, aprendida de los maestros. Es uno de los aspectos que descoloca al espectador. No entender si lo que está viendo está compuesto o encontrado.

RK: Esta es su primera ficción, pero al igual que sus películas anteriores, usted organizó el relato después de un período de registro sin tener del todo claro qué iba a resultar. ¿Cómo se termina de ordenar una película de ficción con este procedimiento?

GS: Trabajar con materiales más abiertamente ficcionales presentó muchas nuevas dificultades. Es muy difícil improvisar una ficción. Pero sobre esas dificultades trabajamos. El proceso editorial fue lo más parecido a mis películas anteriores. Escribir a partir de lo que el material ofrece y no de las intenciones preliminares. Le dimos miles de vueltas a la estructura; un día entró mi amigo y colega Jony Perel y dijo: “¿Por qué no prueban esto?” Y así llegó la versión final de la estructura donde todo se acomodaba mejor. Yo intenté hacer la película más narrativamente fluida y emotiva con los materiales que elegí.

RK: La contundencia visual lleva a olvidar la laboriosa banda de sonido. Del mismo modo que los espacios parecen despojados de objetos y existe en ellos una preeminencia de orden geométrico, el sonido en general parece corresponderse con las imágenes en una especie de ecualización que desestima el ruido ambiente sin referencias para matizar cuestiones más específicas. ¿Cómo concibió la materia sonora? Esto va más allá de los pasajes de Bartók.

GS: Lo primero es el cuidado del registro del sonido directo. El rechazo a los micrófonos corbateros y el rescate de la musicalidad del sonido por sobre el monopolio de la inteligibilidad. Muchas veces se está cerca del límite, pero los tejidos acústicos de cada locación y el sincro real del sonido directo fueron tratados con todo el cuidado posible. Arriba de la cámara siempre llevábamos atornillado un gran zeppelín con dos micrófonos. Aparentemente, esto es algo muy prohibido y desaconsejado. Pero ofrece materiales de gran simpatía con las vistas del 40mm. A la hora de mezclar, sigo trabajando con un querido amigo y maestro, Jason Candler, con quien tuve el honor de mezclar todas mis películas. En Kékszakállú fue también uno de los responsables del sonido directo. ¡De sostener la caña durante tomas de 18 minutos!

RK: El final es maravilloso. ¿Cuándo supo que ese era el cierre? Los acordes musicales de la ópera hacen todo más ominoso. Ese momento y la primera aparición de Laila son prácticamente los dos únicos en los que el film transcurre de noche.

GS: Es verdad. La ópera va hacia la oscuridad. Siempre nos gustó esa idea, intentar respetar ese viaje hacia la oscuridad. Es una escena muy distinta a toda la película, con el único movimiento de cámara y el efecto dramático de la luz y del sonido.

RK: Según entiendo usted ya tiene un nuevo proyecto de ficción. Ha elegido filmar el Hospital de Clínicas. ¿Quiere contarnos algo?

GS: Es muy temprano para decir. Me siguen llamando las arquitecturas. Estoy tratando de escribir un guión.

* La entrevista fue publicada en otra versión por la Revista Ñ en diciembre de 2016

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