LOS ESCOGIDOS

LOS ESCOGIDOS

por - Ensayos
10 Oct, 2017 11:14 | 1 comentario
La figura del joven en el cine; de Suban el volumen a El auge del humano

Depositarios de infundadas esperanzas de cambio y destinatarios privilegiados del inescrupuloso lenguaje del marketing, los jóvenes constituyen un pueblo imaginario sin un territorio específico del que todos parecen querer ser miembros y al que se dirigen todos los enunciados posibles de nuestras prácticas. El mundo es joven y de los jóvenes; la esperanza y la creatividad, también. La juventud es una metafísica transgeneracional vindicada por todos lados y por vías disímiles. El look canchero de un abuelo o el rostro estiradísimo de una diva son extensiones simbólicas de una obsesión generalizada por detener un estadio de crecimiento y así eternizarlo, aparente edad del deseo y del cambio, tiempo de intentos y pruebas. ¿Cuándo fue que el estado de juventud llegó a ser la matriz del deseo mayoritario, una forma privilegiada de estar en el mundo? Una conjetura aventurada: la imagen en movimiento ayudó bastante a la institución de esta superstición genética que tiene adherentes en todas las naciones.

Se dice que son los jóvenes los que se rebelan. En nuestro tiempo, más que rebelarse en ellos se revelan las falacias de una desaforada sociedad de consumo que ha conseguido incluso hacer de la rebeldía un ítem de consumo y de la transgresión una regla de conducta. Un buen ejemplo, acaso la apoteosis del ridículo y asimismo un simulacro acerca de la liberación de las costumbres, es el hijo y el padre que exhiben sus tatuajes como extensión jeroglífica de una identidad difusa en la que creen fijar la singularidad, un signo que los determina como únicos. Orgullosos de la proeza epidérmica que los identifica, también de haber trastocado la superficie corporal a través de un arte circunscripto a figuras delineadas en la carne, el padre y el hijo tan solo sintetizan el deleite narcisista correlativo a un sistema general que encuentra en el yo su indiscutible artículo de fe.

Primer imperativo general: el yo no puede ser vetusto, envejecido, mortuorio; el yo es la figura intocable por el tiempo, la sustancia imperecedera que habita en el pliegue de la piel y que el cirujano tratará de reestablecer ante la decadencia física. Cuando este vuelve a esculpir en el rostro de la diva el semblante lozano de antaño solamente reajusta el resplandor del yo de la juventud frente al desperfecto impuesto por la naturaleza (del tiempo). El yo es una imagen juvenil que prevalece, un venerado platonismo facial. El habitué de la selfie sabe muy bien de qué se trata todo esto: cuando saca la instantánea con su cámara telefónica hay una operación misteriosa por la que reconoce en el inmediato retrato si esa imagen recién producida coincide con su ideal del yo; a menudo se observa cómo el habitué prueba varias hasta que la captura coincida con el modelo buscado.

Segundo imperativo general: aquí y allá se vuelve a descubrir, o más bien a postular, casi mecánicamente, el potencial revolucionario de los jóvenes o en menor escala su responsabilidad en la gesta de lo nuevo. ¿Cómo podría la juventud responder a ese papel protagónico de la Historia? Misteriosa tara del discurso: creer que ellos están maduros para disparar una nueva era y, sin embargo, cada tanto un artista, un filósofo, un cineasta siente que debe decirles algo, orientarlos, como si ellos estuvieran dispuestos a responder al llamado de lo auténtico. ¿Una superstición utópica?

Frente a la paulatina pero sistemática victoria de un sistema político y económico que todo lo circunscribe al capital y su circulación (y acumulación; y el capital aquí es tanto el dinero como el presunto libre movimiento de signos que constituyen el capital simbólico), se adjudica a ciertos jóvenes un fervor por resistir a una forma de vida uniforme. La de ahora ya no es la juventud maravillosa e idealista de otros tiempos no muy lejanos, pero sí una nueva juventud, algo dispersa pero abierta, que puede sentir la excitación de ser protagonista de un nuevo devenir. Pero la fantasía es parcial, y la consolación funciona hasta el momento en que el mercado laboral los expulsa o los somete a una humillación inicial para ingresar al mundo del trabajo en la que se tendrá que aceptar una doble operación de domesticación: la inexperiencia cotiza bajo, y la competencia feroz exige humildad y condescendencia a injustas y precarias situaciones de contrato. ¿Por qué habrían de ser los jóvenes los hacedores de un nuevo mundo cuando el mundo en el que están los seduce por un lado y los disciplina por el otro?

En Fellini por Fellini, el maestro italiano dice: “Me pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que, repentinamente, hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los mensajeros de no sé qué verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes… ¡Ni que acabaran de llegar en sus naves espaciales!”. La lúcida impugnación de Fellini va en contra de esta construcción tan enigmática y tan reciente por la cual la juventud ha llegado a ser el valor de los valores, el personaje conceptual de un orden del mundo.

Por cierto, ¿qué filman los jóvenes? ¿Quiénes filman hoy a los jóvenes? En las numerosas películas de terror destinadas al público joven global, interpretadas además por jóvenes, se intuyen la fugacidad y la contingencia de la propia existencia de esos jóvenes. Un viaje, una fiesta, una reunión familiar, cualquier acontecimiento ordinario puede ser interrumpido infamemente por una fatalidad capaz de terminar con la vida de todos. Un asesino serial, un fantasma homicida, un temible animal, no importa quién o qué, les quita la vida a los jóvenes que protagonizan ese tipo de películas. Hay otra variante, las películas futuristas. En estas el joven es introducido y también simbólicamente entrenado para percibir un orden del mundo signado por la alta competitividad, que no es otra cosa que un espurio darwinismo social desplazado a un lúdico y sádico tiempo futuro en el que la supervivencia vuelve a ser un tema rutilante. En el imaginario de nuestros cineastas y guionistas, el joven se identifica con el estremecimiento y el riesgo físico. Por eso el terror (extra)ordinario y la alegoría futurista predominan en el cine industrial globalizado.

El cine independiente global también ha prodigado varias películas sobre jóvenes, a menudo sorprendentemente parecidas, más allá de las diferencias lingüísticas y geográficas. En efecto, los directores jóvenes tienden a filmar lo que conocen, de tal modo que sus películas suelen centrarse en temáticas afines. En estas películas, sean estadounidenses, tailandesas o argentinas, los jóvenes deambulan, o más se deslizan por el tiempo, sin saber muy bien qué quieren; una existencia flotante designa una experiencia que se repite. Para ellos no hay un enemigo identificado o un orden respecto del cual sublevarse. La figura del joven rebelado, propia de un imaginario que persiste pero que no encuentra representatividad efectiva, ni siquiera conoce variaciones menos temerarias. Directamente es inexistente. En ese universo existencial globalizado, el sistema es ilimitado e irresistible.

La magnífica ¡Suban el volumen! (1990) de Allan Moyle, con un inolvidable trabajo de Christian Slater como el conductor de un programa radical clandestino en el que se incita a los jóvenes a desconfiar del sistema y a cuestionarlo, es justamente el canto del cisne de ese tipo de representación del joven en el cine moderno; con ese film culmina una época y empieza otra que recién hoy alcanza su expresión más acabada. En este sentido, El auge del humano (2016), del talentoso cineasta argentino Teddy Williams, condensa mejor que ninguna otra película un estado anímico global y una posición subjetiva del joven de nuestro presente. En el cine de Williams, el concepto de espacio queda vaciado de referencias precisas y el tiempo de los personajes es una extensión interminable del presente. El pasado y el futuro son tiempos verbales, pero no son exigencias de la razón para interrogar e interpretar la experiencia concreta. En El auge del humano la única actividad concreta es la deriva y la fugacidad del sexo. El film comienza en Argentina, prosigue en Mozambique y continúa en Filipinas; los personajes se sustituyen como los lugares en un tiempo común que es el propio de la navegación de internet. Que algunos de los personajes trabajen mostrándose en la web y teniendo sexo es consustancial a la propia lógica representacional de la película. La lógica narrativa prosigue el movimiento de navegación en la red, porque la naturaleza virtual de la red constituye la orientación subjetiva para organizar su propio universo simbólico.

¡Suban el volumen! y El auge del humano son películas antitéticas, representativas de dos tiempos del cine, el mundo y los jóvenes. En la primera hay un sistema con el que se debe luchar y un deseo profundo, y en cierta forma colectivo, de hendir su hipocresía y restituir el lenguaje de la verdad y la libertad. En la segunda, las coordenadas con las que se organiza el mundo son absolutamente inconmensurables respecto del precedente. El sistema no se cierra, más bien se expande y no tiene centro. Los jóvenes circulan en él sin dirección, no se sienten apresados, y menos aún pretenden cuestionar el mundo en el que han caído. La subjetividad en fuga y viajera posiciona a los protagonistas en situaciones indefinidas en donde no existen la asociación y el objetivo común, aunque sí existe una discreta empatía que apenas alcanza para que estos sujetos atomizados puedan agruparse por afinidades de poca intensidad y lanzarse en compañía a un presente continuo que nada tiene para ofrecer excepto la eterna flotación en el instante, como si se tratara de un nirvana desprovisto de sus promesas metafísicas.

El desconocido pero paradigmático film brasileño Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita Não é Um Urso que Dança, de Thiago Mendonça Filho, es acaso el título que zanja la distancia de los dos títulos precedentes y prefigura una síntesis. Se trata de una película generacional y epocal, profética en tanto que un poco antes de la sustitución de Dilma Rousseff por Michel Temer ya sintonizaba un malestar ilimitado en Brasil.

El protagonista es un colectivo de teatro que está en contra de todo y tiene una certeza: “Para empezar de nuevo es necesario destruir”. A veces intervienen el orden público, también presentan obras en un teatro alternativo y no dejan de participar en las protestas callejeras. La desorientación es tan evidente como la indignación, lo que explica la exaltación de la libido, fuerza de deseo que encuentra una dirección inequívoca en la sexualidad grupal. No hay programa político, sí un saber histórico y un enemigo conocido. En esa confusión, deliberadamente asumida en la puesta en escena, el film enuncia insatisfacción, vitalidad y resistencia.

¿Vuelven los jóvenes de antaño? ¿Vuelven los soñadores? El colectivo juvenil retoma el gesto, pero nuestro tiempo parece congelarlo y sepultarlo. Que el film haya sido prácticamente negado por los festivales grandes y que sus chances de estreno sean nulas indica la naturaleza radical y salvaje del film respecto del orden de cosas imperante y el cine destinado a la juventud. El film más intempestivo sobre jóvenes del continente está destinado a una precoz disipación en el limbo donde descansan eternamente miles de películas.

Fotograma: 1) Suban el volumen 2) Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita Não é Um Urso que Dança