LOS HIJOS DE SOLANAS
Los artículos, comunicaciones y recordatorios que se escribieron tras la muerte de Fernando “Pino” Solanas parecieron tan previsibles como la muerte de un hombre de 84 años, aunque diera la impresión de que ni siquiera el Covid podría doblegarlo. Solanas siempre tuvo una actitud juvenil, que a veces se mezclaba gozosamente (como en su última recordada intervención en el Congreso, mientras se discutía la ley del aborto) con una oratoria que lo conectaba directamente con la tradición de esa izquierda nacional que quiso encarnar hasta el final. Curioso entonces que la mayoría de los discursos que a su vez le fueron dedicados constituyeran convencionales saludos de despedida a esa institución que Solanas había terminado por representar, más que inspirados en la contestataria película que le dio fama mundial (paradoja ya presente cuando entró con su viejo smoking a la función homenaje que Cannes hizo a medio siglo de La hora de los hornos). Esa distancia no solo daba cuenta de una trayectoria vital sino de la distancia entre dos momentos del cine argentino, que no debiera parecer inmensurable. Como señalaba Oscar Cuervo:
A fines de los 90 un «nuevo cine argentino» intentó retomar la modernidad del cine argentino de los 60, justamente contemporáneo de La hora de los hornos. En todo este lapso desde fines de los 90 hasta hoy ya no se puede alegar asfixia represiva, ni siquiera falta de financiación. Sin embargo, ninguna película intentó recuperar el impulso innovador de La hora de los hornos en la indagación de una ontología de la praxis cinematográfica. Si la película agudizaba su vocación de forma abierta a medida que su realización iba avanzando, si al final de la tercera parte vuelve a apelarse a la necesidad de continuar con su praxis autorreflexiva, no hubo después ningún intento de recuperar el desafío de un cine-acto, ni siquiera de discutirlo. El segundo nuevo cine argentino –cuyo ciclo podemos dar por muerto en vistas de su esterilidad política y su repliegue hacia una cinefilia retro-moderna– ignoró muy aplicadamente la existencia de La hora de los hornos.[1]
Aun reconociendo que el cambio de época hace imposible pensar hoy en los términos de un “cine-acto” (al que el mismo Solanas pareció renunciar después), ciertamente no hubo voluntad de “discutirlo”. Simplemente se lo dio por muerto, y acaso lo que muchos festejantes de la muerte hicieron al conocer la noticia del fallecimiento del cineasta haya sido la expresión cabal de esa molestia que no cesará mientras se proyecte La hora de los hornos.
Sería entonces un buen ejercicio genealógico, para pensar también las derivas del discurso crítico, tratar de revisar qué significó la obra y figura longevas de Solanas para el cine argentino, habiendo atravesado medio siglo de historia y varias generaciones de espectadores. Pero hacerlo implica hablar en principio desde la mía. O desde mi propia experiencia, incluida mi breve existencia como cineasta. No puedo separar las tres cosas (por edad pertenezco a la primera generación de este NCA, aunque mi primera película es posterior, pero a la vez me siento más cercano a lo que suelo llamar nuestros “hermanos mayores”, los que fueron jóvenes bajo la dictadura), así que puede decirse que escribo estas líneas desde la pregunta por el propio lugar en esa trama.
¿De quienes hablo cuando hablo de nosotros? En principio, de los que nos sumergimos en el cine en 1984 –inversión del fatídico signo de Orwell–, en un doble sentido: porque entrábamos en la adolescencia y en la democracia a la vez, descubriendo muchas películas que ni siquiera sabíamos prohibidas. Del renacido cine argentino, lo más llamativo eran algunas estrenadas tardíamente, que parecían extrañas hasta para su tiempo, como La Patagonia rebelde o Los hijos de Fierro. Esta se filmó antes de la dictadura, se terminó en el exilio, y solo vio la luz –con mucho menos éxito que La Patagonia rebelde– en esa otra primavera democrática. Fue, como no podía ser de otro modo, una película incomprendida y acaso incomprensible: se trataba, como el peronismo por entonces, de una épica vuelta una elegía. Curiosamente, su potencia seguía siendo reconocida entre nosotros por el uso documental que se le dió a sus imágenes en otros contextos, ya que hasta los noticieros las usaron para ilustrar la represión. Pero por entonces su poética nac&pop parecía tan ajena a las preocupaciones de la hora como La hora de los hornos, aunque esta seguía siendo tan incómoda –como buena parte del cine militante– que solo pudimos verla o pensarla después, pese a ser ya la película más famosa del cine latinoamericano.
El film de Solanas que mejor representaba esa nueva primavera, aun hablando de la dictadura, fue la agridulce El exilio de Gardel, así como Sur parecía prefigurar con su oscuridad retrospectiva el fin de esa esperanza, aunque se ubicara en su comienzo. Si El exilio… trazaba aún puentes con el “nuevo cine latinoamericano” en retirada, Sur paseaba la sofisticación del cine moderno por los barrios bajos de Buenos Aires (también faltaba tiempo para redescubrir Invasión, aunque Las veredas de Saturno, versión saturnal del exilio parisino bajo el común fantasma de Cortázar, se estrenó por esos años). Todo eso parecía corroborarse en La mirada, el libro que desplegaba un largo reportaje hecho por Horacio González[2]. Solanas se lo dedicaba “a quien tenga veinte años”, y quien entonces los cumplía no podía dejar de sentir esas palabras como algo personal.
Había en el discurso de Solanas un intento de anudar tradiciones, nacionales e internacionales, artísticas y políticas. Las referencias a los consuetudinarios maestros de la izquierda peronista (Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui) proponían que no todo el pasado era abominable, mientras que las numerosas fotos compartidas con los cineastas más respetados del momento (de Godard a Wenders, pasando por Rocha o los hermanos Taviani) lo retrataban dialogando con el cine del mundo, como no lo hizo tal vez ningún director anterior (ni siquiera Torre Nilsson había tenido esa oportunidad, pese a competir en Cannes, mientras que Solanas –hay que recordarlo– ganó la Palma de Oro a mejor director por Sur). Ese diálogo se había iniciado en un famoso intercambio con Godard[3] (quien luego parecería seguir la senda del “Grupo Cine Liberación” con el “Grupo Dziga Vertov”), y no en vano ambos cineastas representaron para sus respetivas tradiciones el mismo punto de encuentro y fuga.
Porque algo sucedió entonces, y no fue solo el fin de la utopía. El menemismo encarnó el avatar argentino de la victoria global del neoliberalismo tras la caída del “socialismo real” (y en el camino ya habían caído varios cineastas que no lograron atravesar el desencantado paso de los 70 a los 80: Pasolini, Eustache, Rocha, Fassbinder). Solanas quiso encarnar entre nosotros el espíritu de la resistencia, pero su cine –cada vez más costoso y agigantado–perdió también la potencia de tiempos anteriores para entregarse a un anquilosamiento recursivo que lo hacía hundirse por su propio peso. Si antes los papeles en el viento de El exilio o Sur no enturbiaban su potencia expresiva, ahora las máquinas de humo y las metáforas literalizadas (ay esa ciudad ganada por la inundación, ay esa gente caminando hacia atrás) perdían ya toda fuerza, como esas viejas alegorías de las que el Nuevo Cine Argentino venía por esos años a abominar. El viaje quería ser un diálogo con la nueva generación, pero solo era otra lección del maestro, como aquellas de la que los jóvenes mismos del film querían escapar desde el comienzo. La nube era un repliegue hacia un teatro pobre que contrastaba con los fastos de su propia producción. La contradicción parecía aplastarlo, como si su propia voz profética fuera parte del desierto.
Entonces algo volvió a suceder. Llegó el 2001, otro año que contradijo su título y pareció arrebatarnos la última esperanza. Sin embargo, también Solanas –como el país todo, despertando de su sueño de pertenencia al primer mundo–encontró en las calles la energía que había perdido en los decorados. Con Memoria del saqueo retomó su vocación documental, y aunque la “voz de Dios”[4] repetía el monolingüismo de La hora de los hornos, nadie pudo discutir su brío ni su marca personal. De hecho fue uno de los pocos cineastas que se lanzó a las plazas cámara en mano, mientras los más jóvenes se quedaban en sus casas viendo los sucesos por la televisión. Desde entonces, Solanas pareció renunciar a la ficción para recomponer su vida de cineasta y de político profesional (con cruces entre ambas, como señala Pablo Piedras[5]). Era su voz profética la que volvía, pero por eso mismo nos confrontaba también con nuestra hora, cuando ya no teníamos veinte años.
Debo hacer entonces un pequeño flashback dentro de esta cronología, y recordar que vi por primera vez La hora de los hornos en 1998. No fui el único, ya que era la primera vez que se volvía a pasar completa, treinta años después de su “estreno”. No había ya, para esa fecha, ninguna multitud, ni en las calles ni en la sala, y acaso esa soledad hacía doblemente fatídica La hora… Eran ya fines de los 90, pero el tendal de destrucción que había dejado el neoliberalismo no había generado una reacción social generalizada, sino apenas zonas dispersas de resistencia (como las puebladas de CultralCó o la parición de H.I.J.O.S). A la vez, la violencia de La hora… parecía desmedida incluso para ese 68 en que todos los indicadores económicos y sociales eran mejores que en el 98. Recuerdo que el plano final, con el Che extático inspirando la toma de las armas, me generó tanta rabia como el presente (imaginé a mi madre viendo la película en alguna función clandestina, sintiendo la potencia de ese llamado). No sabía entonces que Solanas había renegado de ese final (y que su cambio por el rostro de Perón le había traído no pocas críticas cuando la película tuvo su estreno formal en el 73), pero no creo que eso cambiara mi amarga sensación de desesperanza, sobre todo en momentos en que otro peronismo se entregaba a uno de sus habituales cambios de cara.
Sin dudas ahí (en esa época, digo, no me atrevería a decir que en esa función) fue cuando empecé a procesar la mirada crítica hacia esa generación, que luego decantaría en mi película M diez años después. Acaso por eso cuando, preguntado en El Amante por si le interesaba alguna película argentina actual, Solanas mencionó M diciendo que era “una película arltiana”[6], pensé que el realizador de Le regard des autres la había entendido perfectamente (si es que se refería así a una traición que no dejaba de nombrarlo). No llegué a preguntárselo personalmente (aunque por casualidad coincidimos por la misma fecha en un estudio de posproducción, no me atreví a buscar un cruce que no se produjo), acaso para no romper la ilusión de que en cierta forma el círculo se había cerrado con ese diálogo virtual.
Que Solanas mencionara mi película[7] en algunas entrevistas no era motivo de vanidad, sino la constatación de que el mensaje había llegado a destino, pese a la recepción negativa que tuvo M en buena parte de una generación que no gustaba de verse cuestionada, y menos por uno de sus hijos. Y era también, más íntima pero políticamente, la sensación de que a pesar de todo podíamos encontrar, aunque fuera en el país del cine, un lugar para restablecer ese diálogo que había quedado trunco por la dictadura. Lo que no significa, claro –como mi película misma quería mostrar– que no sea un diálogo lleno de rispideces y desencuentros.
De hecho quizá no podamos encontrar hijos directos y dilectos de Solanas en el cine argentino, y sin embargo ahí están, para quien quiera verlos. Incluso en la “cinefilia retro-moderna” que mencionaba Cuervo, aunque la historia oficial del cine argentino no puede leer a Santiago al lado de Solanas[8]. Pregunten a un cineasta tan aparentemente lejano como Mariano Llinás por su deuda con el director de Sur, o simplemente vean en programa doble Los hijos de Fierro e Historias extraordinarias, o La hora de los hornos y La flor. Más allá de las evidentes diferencias, a ambos los une la voluntad épica, el furor narrativo, la audacia formal, y el amor por ciertos géneros populares. Los separa –más que la inconmensurabilidad entre épocas y visiones del cine– la dificultad del Nuevo Cine Argentino para asumir lo político, algo que para cineastas como Solanas siempre fue el mandato de la hora. Fuera en el documental –a través de la potencia narrativa que permiten los artilugios de la ficción–, o en la ficción –a través de la potencia de lo real que impone la aproximación a lo real–, el cine de Solanas nunca olvidó su compromiso con aquello que aun solemos llamar, ¿no es cierto?, el mundo.
[1] http://tallerlaotra.blogspot.com/2018/06/la-hora-de-los-hornos-todavia.html
[2] Fernando Solanas, La mirada. Reflexiones sobre cine y cultura, Buenos Aires, Puntosur, 1989.
[3] «Godard por Solanas. Solanas por Godard», Cine del Tercer Mundo, Año 1, Nº 1, octubre 1969.
[4] Se suele llamar así al uso tradicional de la voz off en el documental, cuando un locutor relata los hechos de modo omnisciente.
[5] Pablo Piedras, “Fernando Solanas. Esplendor y decadencia de un sueño político”, Una historia del cine político y social en argentina (1969–2009), Buenos Aires, Nueva Librería, 2009.
[6] El Amante, Nº 196, noviembre 2008, p 12.
[7] “¿Le gusta algún realizador joven, siente que alguien sigue su camino? Trabajo todo el día y me queda poco tiempo para ir al cine. Pero sé que, con la tecnología digital, hay un gran movimiento de documentalistas que apuntan a la realidad social. Todos los años surgen títulos extraordinarios, como M [de Nicolás Prividera]”. “Historias de lucha sobre rieles”, Clarín, 7/09/2008.
[8] Ver Gonzalo Aguilar, “La salvación por la vilencia: Invasión y La hora de los hornos”, en Episodios cosmopolitas en la cultura argentina, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2009.
Nicolás Prividera / Copyleft 2020
Creo que se ha cedido a otras plataformas audiovisuales (TV, YouTube, redes sociales) el privilegio de retratar el ahora, por parte del cine de acá. Filmar a las apuradas lleva a caer en una narrativa chata donde sólo se limita el testimonio y el «dato», néctar de los rebeldes “anarcocapitalistas”. En ese sentido, aún con el cine-acto crucificado, y por ende susceptible a resucitar, creo que también se debe recuperar la filmografía completa de Pino. Y no solo poniendo como techo a Memoria del saqueo, que lo hicieron casi todos los textos que se han escrito sobre él (incluyendo Prividera). Sino que incluso su sub-etapa de denuncia contra el saqueo ambiental permite recordar, tal como lo refiere el título de su último filme Viaje a los pueblos fumigados, que ver/hacer cine es como viajar, inevitable para tener aquella “voluntad épica”.
En un texto que subiré mañana, yo intento recuperar el conjunto. Saludos. R
No creo que se trate de una sesión a las plataformas audiovisuales para que hagan algo que no pueden hacer. El dispositvo de exhibición de La hora de los hornos, con proyecciones en fábricas e incluso en clandestinidad, con continuas apelaciones a que la película sea parte de un acontecimiento abierto y pausas para la discusión, pensaban el cine de una manera que excedía los lugares comunes del montaje prohibido y la verdad a 24 cuadros por segundo. Apelaba a otros participantes que no fueran espectadores. Las redes sociales son todo lo contrario de este tipo de apelaciones. En las películas siguientes Solanas abandonó esa búsqueda. En Los hijos de Fierro queda una textura visual pero ya no la idea del film acto. Su forma narrativa retrocede hacia la alegoría que cruza el Martín Fierro con la resistencia peronista, que plantea problemas de cómo procesar las incomparables condiciones históricas: Perón no era Fierro y las facciones del movimiento no eran sus hijos. De modo que de esas premisas solo podría salir un resultado fallido, a pesar de la atracción de la imagen lograda por Desanzo. Los hijos de Fierro es un repliegue hacia las formas narrativas tradicionales y políticamente un error. Se podrá evaluar mejor o peor las películas posteriores, pero el alegorismo que va a inundar en su período 80/90 empieza con Los hijos de Fierro. Así que no comparto la devoción hacia esa película. El resto puede ser mejor o peor en términos estéticos (hay un período para mí fatídico entre El viaje y La nube). El último período documental, loable desde su decisión por registrar lo que a ningún cineasta joven se le ocurrió filmar, la extraordinaria turbulencia que la historia le estaba ofreciendo al cine, adopta formas de enunciación que acotan su potencia política. Lo cierto es que nadie nunca más retomó la anomalía de La hora de los hornos. No pretendo que a partir de ahí el cine tenga que hacerse todo como esa película. El escándalo (para usar una palabra que Pino usaba) es que NINGUNA película posterior recogiera el guante y que ni siquiera en el campo de la crítica conematográfica se retomara su alteración de la praxis cinematográfica. En los 90 todos volvieron a Antín, algunos con poca suerte se intentaron apropiar de Santiago pero NADIE siquiera repensó La hora de los hornos.
Cesión, no sesión.