LOS INFILTRADOS: DE EL LOBO DE WALL STREET A LA VIDA DE ADÈLE

LOS INFILTRADOS: DE EL LOBO DE WALL STREET A LA VIDA DE ADÈLE

por - Críticas
24 Ene, 2014 08:04 | comentarios
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La vida de Adèle

Por Nicolás Prividera

A primera vista, pareciera que no hay nada más lejano de El lobo de Wall Street que La vida de Adele. Sin embargo, ambos son relatos de iniciación: Jordan y Adele son dos infiltrados en un mundo ajeno, cuyas reglas aprenden, incluida la traición. Y en ella sus protagonistas se encuentran con sus directores, porque ambos films pueden ser leídos como revisiones de una tradición traicionada (¿o culminada? He ahí la cuestión): de Hollywood a Europa, y de Europa a Hollywood. Ahí vamos.

1. La vida de Jordan

El lobo de Wall Street puede ser vista como una suerte de summa, donde Scorsese revisa la tradición del cine norteamericano (donde el self-made-man nunca está muy lejos del gangster) y por añadidura su propio lugar en ella: el ascenso y caída -traición mediante- es una de sus grandes obsesiones. Pero en Buenos muchachos y Casino, el vértigo de la mafia y el juego servían para compactar largos períodos clave del siglo XX (con más felicidad que en sus sagas sobre el siglo XIX), mientras que en El lobo de Wall Street la velocidad se adueña del relato como si fuera un fin en si mismo, como si finalmente el director se hubiera terminado de mimetizar con su protagonista. De ahí que el juego visual y genérico parezca desatado, y sus referencias provenir del propio cine más que de la realidad. Se podría decir que el último Scorsese se ha tarantinizado, como si hubiera sido seducido por su criatura.

Hay que recordar que Tarantino comienza su carrera luego de que Scorsese filma Buenos muchachos: ese primer compendio y a la vez reescritura de sus films callejeros de los setenta, es el fondo tras el cual Tarantino libera a sus propios perros de la calle. Pero en Scorsese lo real persiste (hasta Hugo, al menos): en sus fims siempre hay un mix entre lo visto y lo vivido (es decir, entre cinefilia y experiencia), mientras que en Tarantino la referencia es puramente cinematográfica. En Perros de la calle hay todavía algo vital que late bajo la evidente referencia a The Killing y The Asphalt Jungle, pero con Pulp Fiction ya estamos desde su título en el posmodernismo: se trata de revisarlos tópicos sin relación ninguna con lo real. El film hace de la continua ruptura de expectativas genéricas (el matón perdido por la mujer del jefe, el boxeador caído al querer ganar su última pelea arreglada, etc) todo su programa. Con el añadido de la actualización cool, claro. Y desde entonces, ese revisionismo fetichista parece ser todo lo que busca (o puede intentar) Tarantino: desde Jakie Brown (tal vez su mejor película, gracias a la base de Elmore Leonard) hasta Django unchained (donde el western desdibuja la esclavitud, incluida la del film al género).

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Scorsese y Tarantino

En definitiva, se trata de distintas lecturas de la misma tradición: Scorsese opta por Kazan y el realismo, al que desdibuja llevándolo al paroxismo bajo la subjetivización del punto de vista. Tarantino, en cambio, parte del paroxismo para destrozar no sólo el realismo sino cualquier relación con lo real. En ambos casos, se trata de un juego de traiciones y apariencias. (No deja de ser lo mismo que persigue el único cineasta realmente interesante surgido en Hollywood en las últimas décadas: P. T. Anderson. Pero en su caso buscando en una tradición más cercana al cahierismo, es decir, la unión entre autorismo e industria, dejando de lado el entertainment: contemporáneo de Tarantino, la relectura de la tradición de los setenta que hace en Boogie nights está en sus antípodas, e incluso podría verse como una sutil crítica a Scorsese. Pero Anderson tampoco es un traidor, y mucho menos un parricida.)

2. El lobo de Adèle

La vida de Adèle también es un film sobre las apariencias, es decir, sobre la hipocresía. No en vano la primera parte se organiza en la explícita tensión entre Marivaux y Laclos (dos de las muchas referencias culturales que el film exhibe): se trata de la burguesía y sus juegos, aunque en uno son ligeros y en otro libertinos. Y La vida de Adèle juega a bascular entre ambas tradiciones (de ahí la otra disputa explicitada en la segunda parte, entre el “decorativo” Klimt y el visceral Schiele): el academicismo y la búsqueda de lo real. No en vano es la misma disputa que atravesó (y partió) a la Nouvelle Vague. Pero a pesar de sus meditados arranques (explícitos en esas escenas de sexo que no dejan de estar coreografiadas), Kechiche termina tomando partido por el viejo academicismo: una cruza de Truffaut y Rohmer, digamos, sin nada de Godard (a lo sumo algo de Chabrol en su retrato de clase: pero la inclusión es tan evidente como las marchas en que participa Adèle). No es extraño que el director tunecino admire a Gaspar Noé, cuyo cine aparentemente provocativo termina siendo profundamente reaccionario, y no en vano ambos cineastas son hijos de ese hipócrita iluminismo francés que retrataron Marivaux y Voltaire.

Francia siempre quiso reescribir la historia para su mayor gloria, incluida la del cine, y lo logró tras la posguerra mundial con el triunfo de los Cahiers y Cannes. Pero luego de treinta años de hegemonía (y no en vano con la posmodernidad que parió a Tarantino y la world music) el cine europeo resignó su lugar para ir a descubrir cinematografías exóticas y cineastas que le inyectaran la sangre perdida con el fin de la Historia. Para solazarse no sólo cuando los encuentra y descubre, sino cuando los educa a su gusto (sin tener que lamentar lo que sucede cuando los expatría y pierden el toque, como Tsai Ming-Liang…). Kechiche es el ejemplo perfecto del extranjero aculturizado, y desde ahí podemos leer su última película como alegoría de su propio dilema: el cineasta no quiere ser la resignada Adele, sino la trepadora Emma (aunque se queje de que el mercado impone sus modas…).

El plano de Adèle con el culo en escorzo (que se repite un par de veces,  y se corona con el plano final de su enjabonamiento en la ducha) no implica sólo la mirada masculina -como se le ha criticado- sino la del poder de cualquier mirada: Emma pinta a Adèle (y encontramos esos retratos por toda la casa, además de en  la exposición final) como si la vampirizara, tal como hace Kekiche con la extraordinaria Adele Exarchopoulos (que en sí parece resumir la larga tradición europea de actrices inolvidables). En un momento del film alguien discute la “coautoria” (refrendada por Cannes al darles el premio compartido al director y sus dos protagonistas…). No en vano entre esas repetidas menciones está la de New York: como postal en el cuarto de Adèle o en el bar de la separación, pero como destino en la conversación con el árabe (harto de Hollywood pero enamorado de la gran manzana). Y que el árabe no encuentre a Adèle es la hipocresía final del film, que no soporta ese viaje final que el mismo ha propuesto… Pero (como no podía ser de otro modo, como para dejar en claro que la homosexualidad todavía es motivo de veto en Francia, como el sexo en Estados Unidos…) Spielberg la premió en Cannes, por lo que podemos decir que Adèle finalmente llegó (a la madurez, es decir, a la hipocresía). No sería de extrañar que un nuevo capítulo tenga lugar en Hollywood.

Nicolás Prividera / Copyleft 2014