LOS NOMBRES PROPIOS: A PROPÓSITO DE SILVIA PRIETO Y LOS AÑOS 90
Para Lila. La de los 90, y la que acaba de nacer.
La inesperada muerte de Rosario Bléfari descubrió un previsible consenso sobre Silvia Prieto. Refrendada en las redes sociales como película de culto, esa suerte requiere alguna elucidación. Porque “ahora a todos le gusta Silvia Prieto –escribe Juan Villegas–, pero cuando se estrenó nos gustaba a muy pocos”. Doy fe. De hecho sigue sin gustarme mucho Silvia Prieto, aunque puedo apreciarla un poco más que en los 90, a pesar de ese curioso efecto acrítico que sigue generando el cine de Rejtman (acaso entre los que no la vieron –ni vivieron– en los 90).
“Rejtman miró a los 90 como si los viéramos desde ahora, pero en los 90” dice un joven crítico (desde un intenso ahora que no parece tener igual representación). Especular extrañamiento: como si los 90 fueran “una época que ahora suena lejana y ridícula”, como dice otro comentarista por ahí, tal vez sin notar que todas las épocas lo parecen a la distancia. Pero los 90 no están tan lejos ni fueron meramente ridículos. Tampoco fueron precisamente minimalistas, tal como relucen en las películas de Rejtman y las del Nuevo Cine Argentino surgido en (de) esos años. “Yo no hubiera filmado Sábado si Silvia Prieto no hubiera existido”, agrega Villegas (y podríamos sumar otros nombres que podrían decir lo mismo). Pero no podemos culpar a Rejtman por ese extraño destino de culto que tiene una de sus películas. Lo que no podemos hacer es no interrogarlo: ¿Qué dice de los 90 Silvia Prieto? ¿Qué dice del presente su adoración cinéfila?
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Rosario Bléfari murió inesperadamente, mientras el ex presidente Menem entraba y salía del hospital. Un poeta de los 90 devenido comentarista político recordó entonces “los 90 de Menem” con motivo de su nonagésimo cumpleaños, y volvió a hacer circular –anticipando su necrológica– un saludo anterior titulado sin ambages “Un busto ahí”, en el que recordaba que “el Nixon de Oliver Stone se arrodilla a rezar y le dice al cuadro de JFK: ‘cuando te ven, ven lo que quieren ser; cuando me ven, ven lo que son’”. Luego volvió a perjurar que lo suyo no era reivindicatorio pese al explicito título, cuando otro poeta (joven en los 90 pero no “de los 90”) le espetó que “mi generación es la de Hijos, nunca nos obnubiló esa astucia” que el hoy columnista de Crisis sueña con reencarnar, aunque deba defenderla asegurando que “la distancia permite que uno no siempre quiera escribir eso en lo que estamos todos de acuerdo, la solicitada de lo obvio” (imaginen alguien que escribiera sobre Hitler con la misma distanciada premisa, como de hecho demandará en cualquier momento la alt right globalizada).
El gesto de su solicitada no deja de ser obvio en sus loas al consumismo: “La década menemista también afianzó el consumo de la cultura progresista que cantaba glorias perdidas (…) nunca hubo tanta ‘memoria’ como en los años 90. No memoria de Estado, no Ex Esma, sí memoria de la sociedad civil. La marcha por lo veinte años del golpe de Estado mostró ese coágulo definitivo. Si no hay justicia hay escrache”. El poeta de los 90 invierte los términos y termina con una consigna de HIJOS para alabar el “consumo” mundano que el menemismo nos habría descubierto, pero luego recuerda ofendido que él también estaba en esas marchas y no solo las consumía por los medios que las vituperaban. Yo no lo recuerdo (pero recuerdo tan poco gracias a la desmemoria que me dejó la dictadura, que ni siquiera tengo el consuelo de poder desmentir esa ficción pública), aunque sí recuerdo que hace unos años el poeta de los 90 (y habría que hacer toda una genealogía del campo cultural actual crecido en esa década) escribía como mero comentarista de blog contra la “sangre azul” de los hijos de desaparecidos, pese a que por entonces era ya asesor de uno de ellos (iba a escribir “nosotros”, pero ese también sería un consuelo) llegado a diputado. Eso nos dejaron los 90: el cinismo de los que querían y aún quieren llevarnos a ese barro para confundirnos, “todos manoseaos”. “Alfonsín está en el bronce, Menem en las cosas”, consignaba el articulista resumiendo su filosofía, la vieja y rancia realpolitik. Como saben algunos espectadores de Silvia Prieto, las cosas consumen a los sujetos. No estamos hablando de otra cosa.
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Para los poetas de los 90 todo era “belleza y felicidad” (nombre de una galería-editorial donde pululaba ese displicente conceptualismo minimalista). La década menemista afianzó el consumo de los jóvenes que usaron la fealdad del menemismo para abominar de toda política, dejada en el arcón de las glorias perdidas. Nunca hubo tanta desmemoria como en los años 90: la sociedad civil consumía de todo (hasta poesía) para olvidar los últimos destellos de los 80 y sus promesas rotas. La marcha por los veinte años del golpe de Estado fue el coágulo definitivo de esa desazón: allí estaban todos los que aún resistían, y eran muy pocos. “Si no hay justicia hay escrache” era una frase que quería transformar ese dolor en acción, como nos habían enseñado las Madres. Pero una vez más no había épica: la policía reprimía y luego los medios demonizaban la protesta (de ahí surgió la denominación “piqueteros”). Así fue hasta el 2001.
Silvia Prieto se estrenó en 1999, sobre el fin de la década. Ese momento en que el menemismo parecía retirarse pero solo se reconvertía una vez más en alianza de clases para que nada cambie. Era una película hecha al filo del cambio de siglo, y sin embargo expresaba ese presente perpetuo, esa adolescencia tardía que no se quería abandonar aunque ya rayara en el patetismo. Extraña película sobre los 90 hecha cuando los 90 ya eran una decepción para todo el mundo, no solo para los que habíamos salido a las calles para no consumirnos en casa. ¿Qué dice entonces de los 90 Silvia Prieto? Los críticos siempre la leyeron como un signo de esos tiempos, mientras los cinéfilos se siguen reconociendo en esa generación perdida que aún los sigue nominando. Ambos no han dejado de repetir una lectura congelada y reduccionista, sin salir de “la solicitada de lo obvio”.
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Elijamos un texto crítico sobre Silvia Prieto (uno solo, para no abundar), pero no cualquiera: el que se publicó como libro en una colección dedicada a películas del Nuevo Cine Argentino, cuando este ya podía ostentar ese nombre heredado sin dolor. Casi diez años después de su estreno (en ese 2008 que parió la “grieta” política que aún nos interpela), Emilio Bernini escribe sobre esas “imágenes hasta cierto punto abstractas de una ciudad indiferente a la historia”, que traducen “un mundo reducido a poco más que sus elementos mínimos, un universo sin espesores, únicamente expuesto en la superficie plana del plano, ya que este no poseé profundidad” (el subrayado le pertenece). Esa poética de la “abstención”, tal como la llamará también en otros textos en relación al nuevo cine, es “resultado de un trabajo consciente y preciso de desatribución de la imagen cinematográfica”: su “mirada sobre el mundo excluye el pasado, especialmente el pasado político argentino” (del mismo modo en que “el nuevo cine argentino no establece relaciones electivas, conscientes, con la historia del cine nacional”). Y señala así la paradoja, aunque no la entiende como tal (o simplemente la consigna, como un proceso tan exterior a la crítica como el que la película misma reserva al mundo previo): “Con los directores de los 90 el cine argentino alcanza por fin su modernidad, pero a la vez esta encuentra con ellos su término”, ya que este cine “continúa y cancela un proceso interrumpido”.
Ese proceso es, por supuesto, el que vino a interrumpir la dictadura que usó ese nombre kafkiano, y que se consolidó con las políticas de los 90 que Silvia Prieto muestra (a)sintomáticamente: “El ‘olvido’ no es solo una disposición psicológica de los personajes, es también una disposición de los planos que no acentúa la continuidad, el encadenamiento de una situación con otra”, explicita Bernini. Esto ya era notorio en la literatura de Rejtman, basada en “efectos de superficie de algo que no tiene lugar en el relato”, como sucedía en Hemingway o en Carver. Pero en esos autores las historias “están rodeadas o precedidas de algún trauma o catástrofe”, mientras que aquí “falta el continente del que la historia es consecuencia”. Esas son las “causas siempre elididas y nunca repuestas”, como si más que hablar de la alienación, los films (y los espectadores que solo las ven como amables comedias) encarnan. “En Silvia Prieto falta, en efecto, esa exterioridad contra la cual definirse, agruparse, cerrar filas, o de la cual sustraerse”. ¿Qué dice entonces del presente su adoración cinéfila, único espacio en el que los espectadores parecen agruparse y cerrar filas aún hoy?
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“Ese rechazo adolescente del mundo, opacamente rabioso, poseé una forma de continuidad en el mundo adulto pero nunca tiene, en ningún caso, alcances objetivos o derivaciones políticas (…) Las razones de la desavenencia con el mundo siempre son íntimas”. Del mismo modo, Bernini señala que ya Rapado “termina con el mandato relativo a las funciones sociales y políticas del cine”, pero tampoco parece ver en esto un problema (así como no señala quien ni cómo sostenía ese “mandato” que aún persistía en el ya por entonces demonizado cine de los 80), solo parece hacer otra constatación. “Se diría que la cultura es la que ha incorporado, naturalizándolo, aquello que la alienación produce”, concluye Bernini, como si la crítica no debiera precisamente dejar de naturalizar esa alienación (no atribuyéndosela, por ejemplo, a la “cultura” toda). “Su irrelevancia es parte, en todo caso, de ese estado narcotizado en que se ha convertido el desacuerdo del sujeto con el mundo”, insiste, asumiendo esa irrelevancia atribuida a ese estado narcotizado, en vez de darle un marco, una filiación, un sentido histórico.
Bernini cita un artículo de Beatriz Sarlo que repone “aquello que no está explicitado (…): las transformaciones sociales y culturales producidas hacia los años 90, consecuencia de las políticas neoliberales del menemismo: devaluación del mundo del trabajo, alienación, perdida de imaginarios fuertes de identificación”. Pero, una vez más, ese afán parece estar más en la exégesis que en la mirada de Rejtman y sus fieles espectadores. Veamos, por ejemplo, la escena más explícitamente “política” de Silvia Prieto: esa manifestación que es más bien un “piquete”, aunque despojado de toda connotación (parece más bien un picnic, si no fuera por la profusión de carteles). Esa escena cruza la apatía de la clase media con las protestas que no salieron de esa clase hasta la crisis del 2001, pero que en 1999 ya existían tanto como los “piqueteros” (y que a cualquier espectador que las protagonizara no podía caerle en gracia). Porque esa escena puede verse como una ironía, o como parte de la desorientación de sus personajes: ese es el doble juego en los films de Rejtman, que pueden ser vistos como tragedias o comedias (no “tragicomedias” sino una y otra cosa), pero los cinéfilos suelen optar por la lectura más literal, ligera, lúdica. Esa prescindencia es lo que suele aparecer también en los reportajes a Rejtman cuando se abren a estas cuestiones, generalmente introducidas por las preguntas más que en las respuestas. Hay que recordar que, pese a ser catalogado dentro de la generación del NCA, Rejtman pertenece a la generación anterior (esa generación que empezó a filmar en los 80 pero no tuvo nombre propio), más hija de la dictadura que de los 90. Aunque sin duda se trata del más noventista de esa generación del 80 (a la que también pertenecen cineastas tan diversos como Poliak y Campanella), y por eso fue visto como parte de la generación siguiente antes que como hermano mayor. Pero si Los guantes mágicos marcan el punto más alto de su filmografía es porque allí encontramos más ferocidad que condescendencia (por eso no pudo ser una película de culto como Silvia Prieto), así como con Dos disparos parece retroceder hasta los jóvenes de Rapado, aunque ya ni ellos pueden reconocerse en esa languidez 20 años después.
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“No hay intención ni paródica ni crítica. Tiene más que ver con el estado de un personaje de 40 años hoy, en el momento de hacer la película, y veinte años antes. (…) ¿Cómo pudimos haber llegado a lo que hoy llegamos? ¿Cómo puede ser que hayamos sido así, que hayamos tenido esa frescura, esa ingenuidad?”, le dice Rejtman a Bernini, cuando este lo interroga por la escena de Los guantes mágicos en que aparece Gieco en la TV cantando “Hombres de hierro”. Pero, una vez más, esas preguntas resbalan sobre la superficie de las imágenes, y queda solo en ellas la distante ironía. Sin embargo a veces, en sus mejores momentos, las películas de Rejtman dejan vislumbrar ese “trauma o catástrofe” que suele estar fuera de campo, y que cambia el registro de comedia a tragedia. Algo parecido a lo que sucede cuando en medio de “crímenes perfectos” Calamaro (otro hijo de la dictadura) canta: “me parece que soy de la quinta que vio el mundial 78, me toco crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor”.
Esa repetida idea de que hablar de la dictadura fue y es un “mandato” es finalmente lo que hay que impugnar (imaginemos a los alemanes hablando contra el “mandato” de hablar del nazismo…). En todo caso, hay que buscar nuevos modos de hablar del pasado. Pero sin establecer un vínculo con él, lo que se pierde es el futuro. Y es así como quedamos anclados a una imagen del pasado (el de Silvia Prieto, por ejemplo). Hay que encontrar nuevos modos de representación, así en la política como en el cine. Y reponer esos nombres propios sin los cuales cada época pierde (id)entidad, ya que son parte de esa herencia y dialéctica cultural: menemismo, kirchnerismo, macrismo. (Para recordar, por ejemplo, que la clase media no marchaba por la “república” en los 90, y que cuando lo hizo en los 80 era por la “democracia” y no esa palabra habitualmente usada por derecha.) Si no interrogamos las marcas de cada época, sus límites y (im)posibilidades, solo nos queda entregarnos al “estado narcotizado” de esos personajes de los 90 (que tampoco representan todos los 90).
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Rosario Bléfari no fue (¿solo?) Silvia Prieto. Nacida en el 65, tenía 18 años cuando volvió la democracia. Pero estaba más cerca de los que nacimos en los 70 (los que pudimos sobrevivir como niños) que de los nacidos en los 60 (a los que la dictadura tomó en plena juventud): los que teníamos la misma edad de Silvia Prieto pero no participábamos de su distanciamiento, digamos. Aquellos quienes descubrimos la libertad al ganar las calles, para no habitar esa muda desmemoria impuesta en los 90. Por eso el mejor personaje de Rosario fue el que construyó alrededor de su nombre propio. Porque los de La idea de un lago y Los dueños seguramente estaban tan lejos de ella como Silvia Prieto (del mismo modo en que las imposibilidades de esos personajes no representan todas las posibilidades de cada época). Prefiero –como señala Marcela Gambarini– imaginarla más cercana al personaje de Planta permanente, con “su reflexiva conciencia de clase, su gestualidad contenida” en ese “movimiento corporal inscripto en un relato que no desconoce la historia”.
Rosario Bléfari no fue Silvia Prieto, como nosotros no fuimos (¿solo?) así en los 90. Pero el (ya no nuevo) cine argentino no fue capaz de reflejarlo en toda su complejidad: Los personajes de Rejtman no saben envejecer, como sí lo hizo Rosario Bléfari contradiciendo a Silvia Prieto y su eterna adolescencia tardía. La mayoría de las películas que le siguieron tampoco dieron cuenta de toda las derivaciones culturales, políticas y sociales de los últimos veinte años. Por eso la poética de la “abstención” ya no nos sirve, si es que alguna vez lo hizo. Hay que dejar atrás los 90, que en el cine parecen persistir con la nostalgia con que algunos militantes evocan los 70. Preguntarse por el presente debería ser siempre preguntarse también sobre el futuro: ¿Qué pensarán en 20 años más de nuestra época los que recién están naciendo? ¿Seguirán mirándose en Silvia Prieto como si el tiempo no hubiera pasado? ¿Qué películas podrán dar cuenta para entonces del nuevo siglo como si pudiéramos verlo desde ese presente pasado
Nicolás Prividera / Copyleft 2020
El día que hagas una película como Silvia Prieto hablamos. Muerto.
Aquí están los fanáticos sin nombre propio, para probar algo de todo lo que se dijo. Tampoco se los vamos a cargar a la cinefilia. Pero no dejan de ser sintomáticos. Ni respeto por la muerte tienen.
Pero lo más curioso y facho del anónimo con ínfulas es el «hablamos». Cómo si representara algún colectivo que tendría derecho a decidir que se dice de algo. Y que si hablara en su propio nombre tuviera algo más para decir que «viva la muerte».
Otra cosa curiosa, que se desprende del texto pero este comentario me ayuda a reponer, es que esos fans que se identifican con personajes tan distanciados de toda pasión sean tan agresivos y fundamentalistas.
Pero también son una paradoja andante los mansos cinéfilos que pueden recordar los diálogos de Silvia Prieto con la misma alienada obsesividad con que el personaje recordaba la cantidad de cafés que había servido.
Prefiero equivocarme con Silvia Prieto que tener razón con Mirta, de Liniers a Estambul.
Buen ejemplo de falacia. Del mismo modo, no se trata de responder buscando películas de los 80 que podrían estar a la altura de Silvia Prieto. El problema es que esta sea tomada como modelo hasta por los que prefieren equivocarse…
Buen ejemplo de reduccionismo. El problema es que utilices los argumentos de las películas como absolutos y no haya una sola observación formal que sustente las hipótesis de tu texto.
Decidase por un nombre, aunque sea de fantasía, porque está claro que cada comentario se repite con la misma falta de argumentos. Ni siquiera es reduccionismo eso, como insiste en proyectar, incluso cuando esta larga nota sea tan amplia que no se quede en la mera película, que por otra parte no necesita su defensa porque es canónica, como lo prueba no solo la respuesta destemplada que usted encarna, sino hasta el sesudo librito de Bernini. Las razones formales puede encontrarlas ahí, de paso.
Para no abundar. En su número 67 (Agosto 2000) el Consejo de Dirección y Consejo Asesor de Punto de Vista comenzaba su revista con un pronunciamiento: “Expresamos nuestra terminante oposición a la propuesta de una instancia mediadora –de la cual formaría parte la Iglesia católica- en los juicios que se vienen desarrollando destinados a la consecución de la verdad respecto de la participación de miembros de las fuerzas armadas en el terrorismo de Estado…”. Acto seguido el Sumario de la revista proponía siete artículos. El primero consistía en una conversación entre Raúl Beceyro, Rafael Filippelli, David Oubiña y Alan Pauls cuyo tema versaba “Estética del cine, nuevos realismos, representación”, Alan Pauls indicaba: “Este retorno de lo real en el cine tiende a ser pensado con criterios y textos de hace cincuenta años, de la época del neorrealismo. Para mí este retorno tiene muchas formas, que van de Nanni Moretti a Mundo grúa o a las Silvia Prieto que se ponen a hablar a cámara en la película de Martín Rejtman, tantas formas que uno bien podría preguntarse ¿qué quiere decir que lo real retorna? Si hay retorno de lo real habría que pensarlo en relación con un contexto en el que supuestamente eso llamado real ya no existe más. Yo preferiría referirme al retorno de algo llamado “la experiencia”.”
Los seis artículos restantes en el número 67 de Punto de Vista discurrían, en orden de aparición, sobre: “Rodolfo Walsh, más allá de la literatura”, “Modos (recientes) del imaginario de la descomposición social en Brasil”, “Exclusión social y acción colectiva en la Argentina de hoy”, “Las lógicas de la violencia y la cuestión social”, “Clases medias, cuestión social y nuevos marcos de sociabilidad”, “Los estallidos en provincia: globalización y conflictos locales”.
Marcas de época.
Narcotizados. De la dimensión aporética de Silvia Prieto, la cinefilia eligió la parte abstemia. De su dimensión antinómica optaron por el retorno sin lo real, salvo el nombre.
Preguntarse por el presente debería ser siempre preguntarse también sobre el futuro.
Gracias por traer a cuento está postal de la época. Falta todavía que alguien haga un análisis transversal del campo cultural en ese periodo. Lamentablemente nadie lo ha hecho ni acaso lo haga, porque esas miradas y autores siguen siendo dominantes, sobre todo en la academia.
Dejo acá por si sirve para recordar ciertas cosas, y a propósito del cine de los ’90, el link a un material que compartí no hace mucho: las encuestas organizadas por una conocida revista cultural de la época entre críticos argentinos, para elegir las mejores películas de los años 1992 a 1996.
Saludos.
https://espaciocine.wordpress.com/2019/11/02/90/
Quizás podría hacerse una lectura de Silvia Prieto como una obra proyectada más hacia los 2000 que hacia los 90.
Esa es la idea: se trata de una película bisagra que consagra la «poética de la abstención», incluso cuando la (anti)política volvía ruidosamente a las calles.
Nicolás ¿cómo va?
Comprendo tu análisis y tu punto de vista. Quizá por mi edad (28) no viví tan conscientemente los 90, por lo que la representación que la película hace de la época me es un poco esquiva y, a fin de cuentas, tanto no me interpela. Vos decis que sigue sin gustarte tanto la película. Quisiera saber por qué exactamente, si tiene que ver con lo que «habla» de los 90 o tiene más que ver con cuestiones formales de la película (por favor, no quiere que suene como un ataque mi pedido, todo lo contrario)
Silvia Prieto es un bodrio abismal, al igual que la nota que nos convoca. Aclaro que la leí con fervor, no se malinterprete.
Saludos, me voy a leer P12.