LOS PLANOS DE LA BUENA MEMORIA
por Roger Alan Koza
En el cine, las bibliotecas privadas suelen ser decorados, pasadizos secretos, prolongaciones simbólicas de la vida anímica de un personaje, una representación de poder. Las bibliotecas públicas, por otro lado, aparecen como lugar de indagación y concentración: el policía deviene en intelectual y consulta un tomo desconocido sobre criminología en donde descubre un secreto capital de la conducta del asesino. Las bibliotecas públicas también han sido refugios, morada de fantasmas, escondites de vagabundos, escenarios de crímenes, zonas de erotismo. La biblioteca, sea privada o pública, rara vez posee en el cine un rol protagónico: pocas veces se destituye su destino obligado de accidente y mobiliario respetable pero narrativamente inútil.
Existe una excepción: Toda la memoria del mundo (1956), un cortometraje magistral de Alain Resnais sobre la Biblioteca Nacional de Francia. Allí, Resnais propone varias acepciones; su definición más evidente y explícita es la que se puede escuchar al finalizar el film. A través de algunos planos cenitales asombrosos combinados con unos travellings laterales que suelen moverse de derecha a izquierda, se ven miles de lectores. Una voz en off dice: “Aquí vislumbramos un futuro en el cual todos los misterios son resueltos, un tiempo en el que disponemos de las llaves para éste y otros universos. Y esto ocurrirá porque estos lectores están trabajando en su porción de la memoria universal; unirán los fragmentos entre sí de un secreto sencillo, un secreto con un nombre bello, un secreto llamado felicidad”.
Resnais le otorga una dimensión afirmativa al conocimiento y al lugar en donde se lo almacena y se lo salvaguarda. La biblioteca sería entonces un gimnasio hiperbólico en donde se busca la felicidad en las palabras, una empresa que expresa una condición de nuestra especie: por las palabras, en ellas, coordinamos junto a otros nuestros actos, e intentamos civilizar el caos de un mundo no humano que no habla pero que choca ante nuestra percepción y nos condiciona. A través de la palabra, entonces, se organiza la otredad inhumana, se conjura la diferencia y se obtiene el alivio de creer que las palabras y las cosas se pertenecen. La biblioteca: un ejército de libros, todos ellos disponibles y dispuestos para vencer lo inconmensurable. Así, la felicidad que intuye Resnais en una biblioteca no es otra cosa que un ademán constitutivo aunque evolutivamente azaroso de nuestra especie. El castor construye diques; nosotros, los Homo sapiens, construimos, entre otras cosas, bibliotecas, pues el saber es nuestro modo de sobrevivir como especie.
En Toda la memoria del mundo Resnais también sugiere que una biblioteca funciona como una reserva de especies simbólicas. Clasificar resulta esencial, archivar significa ordenar y diferenciar. Los libros de física, filosofía, literatura, astronomía, etc. tendrán su espacio, una concepción taxonómica que reproduce (pre)juicios epistemológicos y estéticos. En primera instancia, no se ordenan los libros por orden alfabético sino por su posición y función en el conocimiento, y después el abecedario cumplirá su característico rol distributivo. Del mismo modo, una biblioteca privada, la de nuestra casa, es una objetivación precisa de cómo el dueño de esos libros se vincula con el conocimiento. Una biblioteca personal se puede organizar caóticamente, por orden alfabético, por disciplinas, por tradiciones lingüísticas, e incluso por regiones de mayor o menor placer para el lector y dueño de los libros. El orden bibliotecario de un hogar deja entrever el orden filosófico personal y/o familiar, pues en toda biblioteca se instituye una jerarquía de saberes y una predilección ideológica.
Lo más extraño del documental de Resnais, algo que no se dice pero sí se sugiere por el montaje, la voz en off y los movimientos de cámara que recorren la biblioteca, es cierto paralelismo entre la biblioteca retratada y un campo de concentración. La observación, a mi entender arriesgada y pertinente, le pertenece al crítico Jonathan Rosenbaum, y viendo el film resulta ostensible la similitud que se establece en la puesta en escena. Ciertas estrategias formales similares a Noche y niebla (1955), la película de Resnais sobre los campos de concentración, se repiten: en el inicio del film un plano general y un travelling hacia adelante en un depósito de libros remiten a un pasaje ominoso en el que se ven amontonados pelos y zapatos de una barraca de Auschwitz o Dachau. Resnais, posteriormente, introduce la biblioteca desde afuera. Un plano generalísimo, luego uno general, hasta empezar a moverse por dentro del edificio. Una vez más, aquí se repite la estrategia: mostrar las dimensiones del edificio como si se tratara de una prisión del saber. Más tarde, Resnais orquestará una secuencia en la que visualiza la totalidad del funcionamiento: desde la llegada de un libro en un bolsón del correo hasta su destino final, vivir en un estante, pasando por la asignación de un número que lo identifique en el archivo. Es una secuencia genial, y puede ser leída en varias dimensiones.
¿Qué puede querer decir con esto Resnais? No hay duda de que los prisioneros de los campos no estaban trabajando en una porción de la memoria universal, sino que ellos mismos formarían parte de la memoria universal. No hay duda tampoco de que desde la invención de la cámara la construcción de la memoria y el saber ha sido modificada para siempre. Lo que se ve en Noche y niebla es imposible de reunir con palabras. La imagen cinematográfica es también, desde hace un siglo y un poco más, un módulo de la memoria universal, y el film de Resnais constituye un ejemplo perfecto de que el cine, antes de entretener, opera como una poderosa cristalización del tiempo vivido en un lugar específico, una condensación de la memoria y fuente del saber.
Es un verdadero misterio por qué Resnais demarca un orden de continuidad espacial entre la biblioteca y el campo de concentración. Son espacios de memoria, pero en un caso se trata de la aniquilación racional que siempre habrá que recordar, prescripción que ayuda a conjurar su repetición, y en el otro de un topos en donde el saber entendido como memoria está a la espera de que un lector no sólo satisfaga su curiosidad sino que pueda establecer, con suerte y esfuerzo, una nueva asociación entre dos ideas leídas en algún libro que renueve el pensamiento y libere un poco más la mirada y el entendimiento. Aniquilación y emancipación, campo y biblioteca, el lector y el prisionero, los hombres recuerdan, castigan, aprenden, repiten, matan, sienten vergüenza y en ocasiones son enteramente infames y abyectos.
Lo primero que se escucha en Toda la memoria del mundo es la siguiente afirmación: “Porque tiene una memoria volátil, el hombre necesita reavivar innumerables recuerdos”. Por siglos, los libros han sido el gran archivo en donde se deposita el saber y en el que se preserva la memoria. Pero desde 1895 la invención del cine ha contribuido a la construcción de una memoria distinta. El pasado ya no es sólo un relato o un vestigio que se puede leer en edificios, textos, utensilios, tecnologías. A partir de los hermanos Lumière, los eventos llegan a actualizarse químicamente. Algo de lo real se prende en una película, una parte de la luz de lo real se puede recobrar y volver a mirar como si volviera a ocurrir. La memoria del mundo ya no es sólo un texto sino una imagen en movimiento.
Quien conozca la obra de Artavazd Peleshyan, el gran director armenio, conocido por su compleja teoría del montaje a distancia, sabrá cómo el cine puede ser una aventura de conocimiento y un dispositivo de la memoria universal. Si uno se enfrenta con Nosotros (1969), Los habitantes (1970), Las estaciones (1972) o Nuestro siglo (1982), podrá constatar que sus planos cinematográficos son un viaje perceptivo al corazón de su pueblo y sus formas de vida y creencias, aunque no se trata de una aproximación patriótica, pues la genialidad de Peleshyan consiste en destilar en el pueblo armenio los rasgos de la humanidad. Es que la obra de Peleshyan en su conjunto no es otra cosa que una única gran película que, según él, podría llamarse Homo sapiens.
El cine de Peleshyan parte de un supuesto esencial: la percepción cinematográfica del mundo. El montaje es precisamente la organización visible del mundo. En Las estaciones Peleshyan se dedica a mostrar la vida de un pueblo de pastores y agricultores armenios. En los planos iniciales, los hombres caen por los rápidos de un río abrazándose a las cabras que cuidan. A medida que avanza el metraje, esas imágenes se irán yuxtaponiendo con otras: se verán nubes, un pueblo montañés, casamientos, entierros, planos generales de hombres y animales, hombres que juegan con sus pilas de heno a deslizarse por la montaña, y más campesinos abrazándose a sus cabras mientras caen en la nieve y las montañas. Así descripto, parece un conjunto de imágenes simpáticas y etnográficas, pero en conjunto Las estaciones adquiere el carácter de un organismo audiovisual viviente en el que se condensan la materia y la memoria de un pueblo. De los efectos del montaje a distancia se predica la anulación del relato (lineal y circular), y así los planos que podrían tener en su continuidad cierto orden narrativo se dispersan, de tal modo que vibran entre sí a la distancia produciendo y sintetizando una experiencia que se ve y se escucha.
Si en el cine Bresson alcanzó a transmitir la experiencia táctil del mundo, Peleshyan ha inventado un cine cosmológico y geológico, profundamente materialista aunque no desprovisto de estertores casi místicos que se sienten en el cuerpo mientras se miran sus películas. La tierra, el espacio, los animales, los hombres (trabajadores y creadores) se conjugan en una única imagen total de la vida en un tiempo específico. En sus películas están los pastores y los astronautas y cosmonautas: tanto quien trabaja la tierra y vive de ella como aquellos que se fugan verticalmente hacia las estrellas. Una geología de la imagen, y también una cosmología.
Vitalismo poético inolvidable, pero también memoria material del mundo, un film de 29 minutos como Las estaciones o de 47 minutos como Nuestro siglo (acerca de la aventura espacial estadounidense y soviética) podrían alcanzar, si fueran la única evidencia de nuestra existencia, para brindarle a un imaginario alienígena una fiel imagen de nuestra especie y las especies sobre la Tierra durante el siglo XX.
Los DVDs se parecen a los libros. No es una coincidencia. En ambos casos se almacenan los archivos en donde se puede leer y ver lo que hemos creído acerca de la belleza, la crueldad, la ira, la ternura, la injusticia. Mientras tanto, como diría mi colega Álvaro Arroba, la reconstrucción virtual de Alejandría revive en la web. Allí, films y libros se agrupan en una inmensa biblioteca que, a diferencia de la biblioteca que Resnais filmó décadas atrás, no posee límites físicos, ni taxonomías que jerarquicen sus volúmenes. Una biblioteca universal, un campo abierto en donde el conocimiento se descentra, se dispersa y deviene infinito.
Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de abril 2011.
Copyleft 2011 / Roger Alan Koza
Gracias.
Gracias a usted por su gracias. RK
Profesor K! Es usted un grande y mi alma se llena con sus textos, en verdad son maestros. Por eso soy su fan.
¡Le mando un gran abrazo mexicano! Se le extraña por éstas tierras… 🙂