LOS PREMIOS: 1948
Fuera de competencia: Historias de la tierra de Siberia (Skazániye o zemlé Sibírskoi), dirigida por Ivan Pyryev para Mosfilm.
La música puede desencadenar tormentas. En el cine, al menos. Puede tener la potencia de un bombardeo aéreo o igualarse a la estampida de un ejército de cosacos. En Historias de la tierra de Siberia, gracias al montaje, las composiciones de Andrei Balashov pueden rivalizar con un cataclismo.
Balashov, herido en su mano en la pelea contra el Eje en la Gran Guerra Patriótica, abandona su posición como pianista del conservatorio y se exilia en Siberia. Renuncia al puesto, pero no a la música, que lleva a dónde vaya. En las trincheras de Stalingrado o en una barcaza que cruza el Volga; en el Conservatorio de Moscú o en una taberna de Siberia, las interpretaciones de Balashov son un viaje para quienes lo escuchan: los hacen abandonar el hogar para transportarlos a la Patria. (1)
La música es un ejercicio de descentramiento. Balashov provoca eso y la película corresponde. A menudo se aleja de él para dedicar largos travellings al público. En vez de sostenerse en el plano de la estrella y el contraplano breve de la audiencia cautivada para mostrar la virtud del artista; la cámara se concentra en los espectadores. La canción parte de Balashov para hospedarse en el público. Es que el músico no sería nada si no pudiera cantar para el pueblo.
En su exilio autoimpuesto, Balashov sale una noche en medio de una tormenta de nieve para escuchar a Siberia. Su inspiración es tal que un plano detalle de la mano escribiendo una partitura se muestra en cámara rápida: escribe con la furia ancestral de su tierra y el ardor revolucionario del presente. Cuando regresa a Moscú está listo para mostrar la pieza para coro y orquesta que salió de las entrañas de Siberia. Durante el concierto Pyryev muestra a los cosacos expulsar a los tártaros; muestra una estepa celestial; muestra una fábrica que extrae metales de la tierra siberiana para propulsar el sueño comunista hacia toda la Madre Rusia y más allá. El musical no es un escape a la fantasía, sino una reafirmación sinfónica del presente.
Si a treinta años del Octubre Rojo había disminuido el optimismo revolucionario, el comienzo del cine a color soviético fue al rescate. En una entrega anterior comentamos que antes de obedecer el mandato realista, las películas a color estaban reservadas para los mundos mágicos y el espectáculo. El primer largometraje soviético a color, La flor de piedra (Aleksandr Ptushko, 1946), sigue ese modelo: un relato folklórico con espíritus, hechizos y trasmutaciones. El segundo es Historias de la tierra de Siberia. El cine soviético se entregaba a los cuentos de hadas, filmaba Cenicienta(Nadezhda Kosheverova y Mikhail Shapiro, 1947); y también filmaba otro tipo de fantasía: la realidad vista con lentes rojos, la utopía comunista sin las contradicciones del estalinismo. Siberia sin los gulags.
Premio no oficial: Río escondido, dirigida por Emilio Fernández para Producciones Raul de Anda.
Cuando baja del tren, sólo la recibe un cactus. La maestra rural que interpreta María Félix atraviesa el desierto para llegar a un pueblo que no deja de ser un yermo. La protagonista lleva el impulso civilizatorio, cómo en un western, pero no lo hace con la pistola sino con la pluma y la palabra (y la vacunación obligatoria). Si bien la maestra va a terminar baleando al caudillo de cuarta que tiene de rehén a Río Escondido, ella ya había desencadenado la revuelta popular al diseminar el amor propio y la idea de una organización política diferente. El clímax del relato no es más dramático que los primeros planos de María Félix alfabetizando con lágrimas en los ojos y los contraplanos de los alumnitos boquiabiertos ante la lección de la maestra sobre Benito Juárez.
Si hablamos de oír el llamado de la Patria, acá María Félix la escucha literalmente. Los símbolos patrios tienen una voz en off: la campana de Dolores la recibe y el Palacio Nacional le recuerda la historia de México. Adentro del edificio se da el encuentro entre tres de los más grandes artistas mexicanos. La cámara de Gabriel Figueroa, dirigido por Emilio Fernández, (2) se enfoca en los murales de Diego Rivera, una obra que reivindica la historia indigenista, el orgullo mestizo y el legado de la Revolución mexicana.
El “Indio” Fernández, ex combatiente revolucionario, que se levantó en armas contra Álvaro Obregón, le dio forma como nadie al espíritu lírico-nacionalista del cine mexicano en su Época de Oro. Fuertemente financiada por el estado nacional, la cinematografía mexicana podía difundir ideales patrióticos de manera que nada tenía que envidiar al cine de propaganda yanqui o soviético.
En el presente los estados siguen implicados en el cine propagandístico (ver sino los casos de Estados Unidos, Rusia o China). El Capital Trasnacional explotará el nacionalismo en su faceta más rancia siempre que vea ahí un nicho, pero tiene sus reparos: vende supremacía nacional a la vez que cuida no ofender a las otras naciones-mercado. Por eso Tom Cruise en Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022), lucha contra un ejército sin nombre y soldados sin rostro.
María Félix muere al final de la película. Como John Ford o como Dovzhenko, el Indio Fernández era un cineasta que expresaba orgullo patriótico sin perder amor universal por la especie, y angustia frente a sus contradicciones. Lo que los hacía ser artistas y no promotores era que podían embanderarse en un proyecto de país, con relatos que tenían tanto de utopía como de tragedia. La alineación entre un artista como el Indio Fernández y su época es perfecta, y no podría ser replicada por un algoritmo.
La ganadora del Oscar es: La luz es para todos (Gentleman’s Agreement), dirigida por Elia Kazan.
En un bar colmado de humo y ruido, un pibe invita una ronda a un grupo de soldados. Mientras les comparte su admiración por el ejército, la cámara se acerca lentamente hasta detenerse en un primer plano. Enumera con ojos llorosos cada una de las las batallas en las que participó el cuerpo de marines: “…las Filipinas, el levantamiento de los Bóxer en China, Nicaragua, Coyotepe Hill, Fort Rivière y Haití… y ahora Wake Island, Guam, Bataan, Corregidor, Guadalcanal. Sangraron y murieron”. En ese preciso momento, en medio del alboroto, suena con claridad el timbre de una caja registradora. Un comentario sobre el propósito de la guerra que no requiere mayores explicaciones. Al mismo tiempo, ese subtexto incisivo tiene la sutileza necesaria para que pueda ser adjudicado al azar y que su ejecutor pueda alegar inocencia.
Salve, héroe victorioso (Hail The Conquering Hero, 1944) es una sátira de la maquinaria política que produce héroes de guerra como caramelos de chauvinismo. Pero incluso en medio de una comedia provocadora, el director Preston Sturges se tuvo que enmascarar en la verosimilitud de la banda sonora para robar para sí un comentario tan agrio que puede pasar por humor o por casualidad.
A Elia Kazan le interesaban los comentarios; no tenía tiempo para el humor o las casualidades.
La luz es para todos es una película de denuncia, en la que Gregory Peck hace de un periodista que se hace pasar por judío para vivir en carne propia el antisemitismo, con la intención de escribir un reportaje para una revista de actualidad. Peck va a sufrir ofensas a manos de desconocidos y conocidos por igual; combustible para el actor más solemne y sentencioso de la época. Peck amonesta a todo el mundo con esa voz monocorde que parece nunca haber soltado un chiste en su vida. Mediante sus regaños se nos instruye sobre las distintas formas de discriminación cotidiana, con algunas intuiciones sociológicas no muy profundas – del tipo: “la educación comienza en casa” -. (3)
Varias ganadoras del Oscar previas son baja-línea, pero La luz es para todos es la versión más acabada hasta el momento de la película de mensaje. Ninguna de ellas es tan monocromática como la voz de Gregory Peck.
De todos modos, creo que en La luz es para todos hay un chiste oculto a la manera del de Salve, héroe victorioso. El periodista está desayunando con su hijo de edad escolar, que le pregunta: “Papi, ¿qué es un judío?”. Mientras Peck le responde, se puede ver al niño pelando una banana y cortando un par de rodajas de la punta. Un chiste para sacarse el sombrero sobre la circuncisión.
Los chistes de Sturges y Kazan están ocultos a la vista de la censura. La diferencia es que en el caso de Sturges es un acto de irreverencia al que el director no quiere renunciar; y en el caso de Kazan parece que el humor es un asunto secundario, despreciable, que tiene que ser enterrado en el fondo para no distraernos del sermón.
Notas
(1) Encontré en Wikipedia – y no lo he podido respaldar con otra fuente – que la película fue influyente en la creación del movimiento Utagoe, que a su vez es antecedente de los bares de karaoke. Esa conexión musical, a cuarenta años de la Guerra ruso-japonesa, es maravillosa. Y elijo creer que un musical soviético olvidado fue la piedra angular para la fundación de uno de los ritos de borrachera y auto humillación más populares del planeta.
(2) El Indio tuvo su momento Louie XIV y dijo “Yo soy el cine mexicano”. * Sin embargo, para crear esos grandes (como diría Carlos Monsiváis) “autos sacramentales de la mexicanidad”, necesitó de la colaboración de un director de foto de la talla de Figueroa. Discípulo de Gregg Toland, interlocutor de los grandes artistas plásticos mexicanos de su era (Rivera, Orozco, Siqueiros, Méndez), concibió la cinematografía en blanco y negro como equivalente al grabado. Prestó su ojo pictórico al servicio de la visión del Indio sin abrumarla con preciosismos. Dejó como definición de su trabajo una serie de preceptos que voy a parafrasear: “El director es dueño del encuadre, pero el director de fotografía es el dueño de la luz”. Viva Gabriel Figueroa, dueño de la luz.
(3) Es bueno recordar lo reaccionario del contexto. Las ideas que sostiene la ganadora del Oscar hoy nos pueden parecer inocuas o verdades de Perogrullo, pero en su momento le valieron la investigación del Comité de Actividades Antiestadounidenses a Kazan y al elenco. Así comienza la triste saga del cineasta buchón, que volverá a aparecer en esta columna.
Notas de las notas
*Ególatra y mitómano, Fernández solía contar que, en 1927, mientras él se encontraba trabajando en Hollywood, su amiga Dolores del Río lo puso en contacto con su marido, Cedric Gibbons, director de arte de la MGM. Le habían asignado la creación del trofeo del premio de la Academia y necesitaba un modelo que pose para la estatuilla. Según el Indio, el Oscar debería llamarse Emilio. La Academia nunca ha corroborado la historia.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2022
Últimos Comentarios