LOS VERGONZOSOS

LOS VERGONZOSOS

por - Ensayos
27 Nov, 2017 11:58 | Sin comentarios
Sobre la vergüenza, el deseo y los placeres (sexuales) en el cine.

En una película pedagógica del reconocido cineasta argentino Eduardo Mignona titulada Con otros ojos, realizada al inicio de la joven democracia alfonsinista, los alumnos de una escuela son interrogados por sus maestros –casi siempre los chicos por un lado y las chicas por el otro– sobre temas vinculados a la sexualidad. Las preguntas son las de siempre: ¿por qué la mujer tiene su período?, ¿por qué crece el vello púbico?, ¿cómo llega a embarazar un hombre a una mujer? Las preguntas constituyen un mapa conceptual en el que se posarán los nuevos límites de la sexualidad de los chicos. No existía la educación sexual en tiempos de la dictadura; en un nuevo tiempo democrático, la relación con el sexo tiene que ser otra.

Uno de los protagonistas de este film educacional es un reconocible y muy adolescente Pablo Rago. Su personaje es el pícaro de la clase, el que ya entiende que toda esta cuestión pedagógica reviste un plus no del todo articulado, pero en cierta forma sugerido: tener sexo está buenísimo, es uno de los grandes placeres de todo organismo, una posibilidad inmediata de satisfacción total en la medida que exista otro con ganas de lo mismo. El film, por cierto, jamás enuncia la implícita dimensión del placer, aunque tampoco restringe, como sí lo hacía el régimen castrense-teológico, la sexualidad a la mera reproducción y perpetuación de la especie. Con otros ojos es estrictamente un film higiénico, en donde el discurso teológico ancestral está superado por un discreto y didáctico discurso científico que tampoco aborda otras cuestiones relacionadas con el sexo. La mayor transgresión del film de Mignona consiste en incluir algunas escenas simpáticas y pletóricas de candor en las que sí se constatan los juegos de seducción entre los colegiales.

La conducta de todos los participantes en el film tiene una cualidad similar; quizás, en una hipotética actualización del film –en donde seguramente se hablaría de otras cosas–, esa conducta se repetiría, acaso con menor fuerza. Ese rasgo común es el de la vergüenza. La risa incómoda, bajar la vista, ruborizarse son reacciones que van más allá de aquel tiempo; los alumnos de ayer, como los de hoy, no dejarían de sentir pudor, más allá de las diferentes coordenadas simbólicas de 1984 respecto del presente. Esta conjetura no implica desconocer los corrimientos de los límites morales de una época a otra, como tampoco una peculiar forma de incitación a sexualizar el espacio público, gramática esencial de la cultura del espectáculo. Sin embargo, incluso así, ¿qué relación existe entre la vergüenza y los placeres sexuales? ¿Por qué avergüenza la desnudez, el tamaño del órgano masculino, la dimensión de un seno o la exposición total del cuerpo sin indumentaria alguna que lo proteja?

La vergüenza es una emoción misteriosa. Adviene sin aviso frente a una situación que se desea; el avergonzado se siente descubierto, leído y visto en su interioridad. Lo que manifiesta es lo íntimo de su deseo o el sujeto del deseo en su objeto, como si se tratara de una segunda desnudez ya sin cuerpo que lleva a que todo individuo se confronte ante otro con una pieza simbólica de lo que es. Esto no supone que el sexo sería el lugar privilegiado en el que se instituye y cifra la identidad, pero sí una condición física de una experiencia, una práctica de placer en la que lo íntimo se compromete en sí y trasluce los deseos más poderosos de alguien.

Lo curioso es la aparición de la vergüenza frente a la desnudez y al discurso del sexo. ¿Un reflejo condicionado tras siglos de una tradición que desestima todas las acciones que tienen lugar debajo de la cadera? ¿Tan poderosa es la metafísica cristiana que aún incita al rubor frente al desnudo? Por cierto, la regulación de los placeres no ha sido solo prerrogativa del cristianismo. Todas las religiones (incluso el secular comunismo) han insinuado un adoctrinamiento genital, como si hubiera allí un problema constitutivo para la vida ascética y también para el orden social. ¿Cómo pudo alguna vez asociarse que el éxtasis corporal podía ofender a un Dios escondido pero omnipresente? Tan solo imaginar que un Dios creador de todo lo existente tiene que estar ocupándose de los minúsculos actos secretos de sus criaturas en la noche debería alcanzar para dimensionar el delirio. La divinidad que espía es la fantasía de una comunidad ascética de cuyo desborde neurótico deberían ocuparse los historiadores de la conducta.

El disciplinamiento de los placeres constituye uno de los capítulos más delirantes de la historia de las ideas. La idea de que las caricias prodigadas al cuerpo del amante puedan despertar la ira del Altísimo y una eventual reprimenda divina es fruto de una alucinación paranoica que a pesar de ser un disparate todavía tiene cierta vigencia entre nosotros. Cuanto mayor es la osadía del amante, cuanto más se aventura alguien a experimentar los placeres de su cuerpo, más se escucha el insistente murmullo del orden simbólico proyectado en una entidad abstracta que observa; el deseo se mide y regula con el orden simbólico que está introyectado en la propia carne. Vindicar un deseo, reprobarlo, negociarlo: la dinámica de la conciencia trabaja siempre a través de la comparación entre lo posible y lo debido, incluso en una sociedad de la transgresión permanente como en la que vivimos. Cuando alguien va un poco más allá de lo que entiende como legítimo o permitido para sí, cuando el abandono total a la experiencia del placer sexual se impone y perfora el límite de lo que se ha aprendido como posible, la conciencia interviene y suscita vergüenza. Todo individuo que haya probado un placer prohibido sabe lo que cuesta desprenderse de los preceptos que regulan la interpretación de esos placeres. Ni siquiera el hábil transgresor puede desembarazarse del teatro de la conciencia, poblada por cientos de agentes imaginarios. La vergüenza tiene también una índole jurídica. Ningún cineasta ha trabajado mejor esta dimensión de la vergüenza que el gran Terence Davies: la confrontación devastadora del deseo con el sistema de creencias con el que se interpreta el mundo y el yo; la famosa trilogía de Davies y El largo día acaba (y en cierta medida, indirectamente, también Del tiempo y la ciudad) son perfectas para visualizar los movimientos de la conciencia frente al deseo.

¿Sería entonces la desvergüenza total la instancia de libertad sobre el propio deseo, una desinhibición completa frente a todos los placeres posibles? ¿No es el porno el género cinematográfico en el que se desata enteramente el sexo de la moral?

La desvergüenza del porno tampoco sería la superación de la vergüenza, la destitución radical de ese sentimiento peculiar. Las estrellas porno han mecanizado el poder de su sexo en fuerza de trabajo, un goce atravesado por la eficacia y la eventual simulación de un placer indiscutible, pero a su vez exaltado, simulado en su hipérbole. Difícilmente, las estrellas del porno no disfruten de su trabajo, pero lo interesante es el hecho de que tienen que sobreactuar el goce, del mismo modo que sucede con los shows cómicos televisivos con público presente en el estudio en los que la risa de la audiencia es duplicada con risas grabadas que refuerzan el efecto cómico. La sobreactuación es una clave, pues la plusvalía del porno no es otra cosa que una forma de codificación del placer del sexo convertido en mercancía de satisfacción universal, una estimulación al consumo del erotismo desprovisto de cualquier otra dimensión del sexo que lo desmarque del instinto y de la proeza física. El placer en el porno existe, pero es el grado cero del mismo, un placer que no reviste invención alguna y que está desligado de un ars erotica. De allí la ineficacia narrativa en forma de preludio que casi siempre prodigan las películas porno, un intento fallido de conjura de la inevitable mecanización acrobática característica del género.

¿Quién puede filmar el placer sexual apropiado por el cine porno? ¿Quién puede sustraer la representación capitalista audiovisual del cuerpo y su goce? Entre todos los cineastas del presente, hay uno que ha sabido restituir el sexo al cine sin postular una moral de los placeres. En sus tres últimas películas, Alain Guiraudie ha conquistado una forma de representación en la que el sexo no se define ni en su vetusta ortodoxia asociada a la heterosexualidad ni en la legitimación del sexo decimonónico que nadie quiere llamar por su nombre. Las formas de aproximación al sexo en El rey de la evasión, El desconocido del lago y Rester Vertical se han liberado enteramente de la identificación del placer sexual con la elección del objeto. El sexo es un territorio de invención lúdica en donde todas las combinaciones son posibles y no necesitan ser denominadas por un nombre que especifique el objeto de deseo.

En El Rey de la evasión el personaje principal es homosexual, pero se enamora de una jovencita; en El desconocido del lago el sexo es principalmente gay porque todo el film tiene lugar en una playa nudista de esa orientación sexual, pero lo más importante del relato pasa por la relación del protagonista con un hombre que no tiene sexo y que no es homosexual, como si en la forma de conversación que se establece entre ellos también existiera un erotismo ligado a la conversación; es el contrapunto semántico de los placeres físicos que tienen lugar en el bosque. Pero es en Rester Vertical donde Guiraudie alcanza la aguda visión de un sexo liberado de su nomenclatura emparentada con el objeto. Las peripecias de un cineasta que tiene que escribir un guion mientras, sin esperarlo, se vuelve padre de un niño y poco después presunto sospechoso de haber enviado al otro mundo a un septuagenario durante las delicias de una penetración (pactada), constituyen el film más libre de este siglo, uno de los pocos que está a la altura de una emancipación de los placeres del yugo de la moral y de la metafísica capitalista, que ha hecho del sexo una equivalencia vampírica del consumo del otro.

Fotograma: 1) El rey de l evasión (encabezado); 2) Con otros ojos.

* Este texto fue publicado en revista Quid en el mes de noviembre de 2017

Roger Koza / Copyleft 2017