LYNCHADOS
«¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?», se pregunta Borges en el prólogo a Crónicas marcianas. Algo similar parece suceder con el hombre de Montana. Pero, al igual que el sentido inexpugnable de sus últimos films, parece haber demasiadas interpretaciones sobre la influencia de Lynch en las varias generaciones que lo lloran en distintas partes del mundo. Más que conjeturar sobre todo esto, voy a aportar una más, en primera persona (del plural).
Al pensar en estos días en su constante presencia a través de los años, me di cuenta que (yo, que difícilmente puedo decir al final del día lo que desayuné), puedo recordar donde vi cada una de sus películas. Tal vez porque el cine de Lynch es una experiencia. Y porque todas tuvieron lugar en un cine. Para los nacidos en los 70, los films de Lynch son jalones en nuestra(in)conciencia, como señaló Mariana Enríquez.
La primera experiencia fue con El hombre elefante, en alguna doble función en el Gran Rivadavia. Fue amor a primera vista, como la de Mel Brooks luego de ver Cabeza borradora y salir exclamando «You are crazy, I love you». Una de las películas que me hicieron entender lo que hacía (a) un ‘director de cine’ diferente del resto. Esto puedo decirlo ahora, entonces debí pensar que con era otra película de terror, aunque el boletero dejó pasar a ese chico de 10 u 11 años con demasiada facilidad. Y en cierto modo lo era, como una suerte de inversión de la vida cotidiana durante la dictadura. Porque el verdadero monstruo de la película era ese mundo hipócrita y perverso que aparentaba los modales de la normalidad, mientras aquel pobre ser deforme se asemejaba a todos aquellos que no encajábamos y éramos mirados con conmiseración por los sostenedores del orden.
Terciopelo azul fue el reencuentro con ese oscuro universo de dobles (dejo de lado Duna, vista con estupor adolescente en algún cine de la calle Lavalle, cuando todavía prefería El regreso del jedi, sin saber que Lucas le había ofrecido la dirección a Lynch, y que cuarenta años después volvería a ver con más cariño tras escapar de la lustrosa y aséptica versión de Villeneuve). Ahí, ya no en el pasado ni en el futuro, sino en un presente extraño, estaba todo ese mundo propio que Lynch iba a ir expandiendo luego. Ahora sé también que ese ciclo en la Lugones (que compartía con Doble de cuerpo y Something Wild, y hoy podría repetirse con nostalgia aunque entonces era pronta revisión del cine reciente), contenía esa capacidad que la generación del 70 tuvo para jugar con el cine clásico sin destruirlo (antes de que Lucas y Disney terminaran con todo, claro).
Con Corazón salvaje (vista entre gente bien de Belgrano en una noche tórrida de inicios de los 90) empezaron los problemas, acaso porque para violencia y kitsch ya teníamos al menemismo, y Lynch empezaba a interesarse más por los accidentes al costado de la ruta que por la carretera perdida. Pero teníamos veinte años, estudiábamos cine y estábamos enamorados, así que nada de eso importaba. Al menos hasta que todo explotó… Cuando unos años después vi Carretera perdida (en el Gaumont, cuando el cine argentino parecía hundido sin remedio y el neoliberalismo imbatible) yo también me sentía perdido, despersonalizado y confundido como Bill Pullman, así que me dejé llevar por la pesadilla como si fuera una continuación de la vida diurna en un país desquiciado que recuerda una vez más a este.
En el medio había llegado por fin Cabeza borradora en el Rojas, en medio de un público ya fiel y amante de lo extraño, que corría detrás de esas películas que todos habíamos escuchado mencionar y nadie había visto. Y luego Twin Peaks: Fire Walk with Me en el cable de algún hotel de mala muerte, lo que reforzaba la sensación de que era como ver una telenovela filmada por Buñuel. ¿Habrá visto David las películas mexicanas de Luis? (En estos días también se me cruzó esa imagen de Almodóvar besándole las manos: no puedo imaginar esa escena con nadie más. No sólo porque con Lynch se va el último cineasta independiente, sino acaso el último hombre recto y sencillo en un medio retorcido y careta).
Curiosamente, Una historia sencilla me pareció un Lynch menor, aunque (o porque) afines de los 90 también el cine argentino estaba buscando su refundación a través de la simpleza. Para cuando se estrenó El camino de los sueños en el Lorca (con su absurdo cuestionario pegado en la cartelera), la Argentina parecía inmersa en un sueño espeso, de la que sólo la sacaría el estallido. Pero para cuando ya en el nuevo siglo vi Imperio (en el cine arte, con las vibraciones del subte por una vez funcionando como verdadero cine 4D) me pareció que era demasiado autoindulgente, algo así como su propia Megalópolis (que acabo de ver también en ese reabierto cine, con la sensación de estar asistiendo a la caída final de un Imperio). El cine ya nunca reencontró el camino perdido, y hoy las primeras películas de Lynch son también en ese sentido una suerte de despedida.
No me reconozco en muchos de los duelos públicos hechos en su nombre, por motivos que no alcanzo a compartir aunque sí a comprender. O acaso no puedo sino expresar lo particular de ese amor filial que atravesó la vida de mi generación en general, y los arrasados por los años 70 en particular (y los que tomamos una cámara de super 8 por primera vez, salvajes de corazón, para filmar con las tripas movidos por alguna de esas películas). El plano de lo que acecha bajo el jardín en Terciopelo azul me persiguió por años, mientras trataba de desprenderme de mis propias pesadillas. Muchas imágenes de Lynch nos acompañaron y seguirán acompañando hasta el final, y eso basta para agradecer su existencia. Volver a verlas es como reencontrarse con los sueños de alguien que ya no somos y, a la vez, nunca dejaremos de ser.
Nicolás Prividera / Copyleft 2025
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