MATRIX Y LA SOCIEDAD SIN PADRES
Por Carlos Schilling
Carlos Schilling fue mi editor por varios años en La voz del interior. No fuimos amigos hasta que empecé a trabajar en el diario. Lo había visto un par de veces antes de comenzar mi carrera como crítico en ese matutino, pero fue a él a quien escribí cuando quedé sin lugar físico para publicar en abril de 2006. Mi agradecimiento será constante a lo largo de mi vida, por el sólo hecho de responderme y luego darme un lugar en ese medio.
Admiro la inteligencia de Carlos para pensar las películas pop. Su entrenamiento filosófico le permite interrogar y encontrar valores conceptuales y estéticos en films que no siempre estaría dispuesto a otorgarles mi atención. Aprendí de él en varias ocasiones.
Hace unos días me pasó este texto y coincide con el estreno de Batman 3. Azarosamente, y a partir de un comentario breve que hice en mi cuenta de Facebook, me vi envuelto en la iracundia de varios fanáticos del encapuchado; el insulto, la intolerancia y el desprecio me sorprendieron.
Ya escribiré sobre el film de Nolan. Mientras tanto, este texto de Schilling, me parece, indirectamente, señala algo esencial de todas estas discusiones: en una sociedad sin ley el superhéroe es su suplemento fallido. (Roger Koza)
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Estoy convencido de que todas las referencias literarias y filosóficas que hay en “Matrix” son más horizontales que verticales, pertenecen a un sistema de proliferación y de apropiación antes que a un sistema de profundidad. Eso no significa que sean simplemente ornamentales y la verdad es que presentan diferentes niveles de integración a la trama. “El mago de Oz”, “Alicia en el país de las maravillas”, Sócrates, Platón, el oráculo de Delfos, el milenarismo cristiano, la lógica difusa, el zen, etc, etc, ¿cuántas cosas aparecen y desaparecen en “Matrix”? En ese uso y abuso de las citas, no puede hablarse ni de parodia (como denuncia de una fantasía exhausta) ni de pastiche (como empleo retórico de esa fantasía) sino de una especie de resignificación y de traducción de un modelo de mundo a otro modelo de mundo. La escena del gato negro, por ejemplo, traduce la superstición en términos de cambios de parámetros en el programa, y el tradicional tema de la lucha de la humanidad contra las máquinas ya no opone como adversarios a un hombre contra un robot programado, sino a la imagen introyectada de un hombre contra una criatura-programa. Todo esto supone que tomar cualquiera de los hilos sueltos de la trama del filme puede llevarnos al centro del laberinto, precisamente porque “Matrix” es un laberinto que no tiene centro. Es una película-acontecimiento, no una película-pensamiento. La filosofía se convierte en acción. Los problemas morales y metafísicos que se le presentan a Neo, el personaje interpretado por Keanu Reeves, no son dilemas existenciales, no, son acertijos. Podríamos imaginar a “Matrix” como un videojuego donde se integran diversos niveles de complejidad práctica y lógica. Las soluciones se obtienen mediante una extraña combinación de deducción y acción. Reflejos y reflexión. ¿Crees en la libertad o en el destino? Creo en la patada mental.
De modo que preguntarse por qué “Matrix” se llama “Matrix” y porque Neo no tiene padre ni madre resulta vano para entender la película, pero puede servir para trazar algunas de las coordenadas del nuevo imaginario social-digital en el que “Matrix” se configura y a la vez configura como ficción. Creo que los mismos hermanos Wachowski declararon que el título de su película es un homenaje al bar que aparece en la libro “Pánico y locura en Las Vegas”, de Hunter Thompson. Más allá de ese dato anecdótico, nadie duda de que es un nombre cargado de connotaciones tecnogenéticas. Alude a la víscera de la mujer destinada a contener el feto hasta el nacimiento y a la vez al molde en que se funden objetos de metal. En el filme designa a la computadora central que se nutre con la energía que le proporcionan los seres humanos conservados desnudos, en estado larval, dentro cápsulas llenas de líquido anmiótico, y conectados a la máquina mediante mangueras y cables. Metafóricamente, Matrix sería una madre de la que no se nace, una madre que se alimenta de sus propios hijos, una especie de Cronos femenino. Nunca queda demasiado claro por qué las mentes de estas criaturas nonatas deben permanecer en actividad, pero lo cierto es que en sus terminales nerviosas reciben impulsos químico-eléctricos que les hacen experimentar la vida tal como era en 1999. En “Matrix recargado”, nos enteramos que la actual es la sexta versión del programa, y que los anteriores fallaron porque introyectaban una realidad utópica, demasiado perfecta, e intolerable para los seres humanos. Si uno presta atención, descubre que la única diferencia evidente con el mundo real es que las personas no tienen padres. No digo que la Matrix no haya incluido los conceptos de padre y madre en sus programas, simplemente señalo que no hay referencia a la familia de ninguno de los personajes en el filme. No se alude al tema. Supongo que el verdadero motivo es la economía narrativa. Ni la maternidad ni la paternidad parecen ser tópicos necesarios para el desarrollo de la acción. Pero uno no puede dejar de ver en ese punto ausente, la conexión de “Matrix” con el género del cómic y a la vez una forma de superación. Mientras que Superman, el Hombre araña, Batman o Hulk suelen concederse un instante, uno o dos cuadros no más, de nostalgia por sus padres perdidos, Neo encarna al héroe de una imaginación postedípica. Conocerse a sí mismo, de acuerdo al mandato que lee en la casa de la mujer-oráculo, no implica volverse hacia el pasado, sino asumir el futuro: el tiempo en el que se inscriben las consecuencias de sus actos. En “Matrix recargado”, Neo parece parodiar a Superman. Alza el puño para volar y su capa se despliega en el cielo. Pero viste de negro. Antes que aludir a la indumentaria de un sacerdote mesiánico, como se dijo en alguna crítica devastadora, prefiero creer que está de luto por las criaturas que aún no han nacido, y por sí mismo, y porque si mira hacia atrás, como en el mito de Sodoma y Gomorra, como en el mito de Orfeo, sólo verá un mundo que se desmorona, sombras y espectros, el desierto de lo real o lo real desierto. El poder de Neo, como su nombre lo indica, está en no detenerse, en ser siempre, inevitablemente, un hombre nuevo.
Hulk y la imaginación proteica
La infidelidad más obvia en la adaptación cinematográfica de “Hulk” de Ang Lee es inventarle un padre a Bruce Banner, ausente tanto en el cómic como en la clásica versión televisiva, con Bill Bixby y Lou Ferrigno. David Banner, el personaje interpretado por Nick Nolte, reúne en su figura dos clásicos personajes de la imaginación popular, pertenecientes a dos épocas históricas bien diferenciadas: la antigüedad griega y el siglo XIX. David parece encarnar a la vez al científico loco de las fantasías victorianas y a Prometeo, el dios que desafió el orden divino. Tal vez el vínculo entre ambas figuras sea el alquimista, el sabio que trata de arrancarle el último secreto a la naturaleza, no sólo la fórmula de la vida sino también la clave de su poder generativo. David Banner manipula genéticamente a su hijo y altera la disposición interna de sus células. Una alteración cuyas consecuencias recién se revelarán cuando Bruce reciba una descarga mortal de rayos gamma. Previamente, el padre de Bruce había experimentado en su propio cuerpo con resultados que también aparecerán después de que entre en contacto con los rayos gamma. Tal vez las maneras más adecuadas de leer esta línea de la trama sean la ecológica y la psicoanalítica, más aún si se consideran los efectos colaterales de la trasgresión científica paterna: la muerte de la madre y el trauma del hijo, patente en el olvido de la escena insoportable y en su posterior recuerdo involuntario. Pero yo preferiría situar al personaje del padre de Hulk en la tradición romántica, en la estirpe de los grandes antagonistas de la autoridad divina y natural, como el Satanás de Milton, el Edmundo o el Iago, de Shakespeare, el doctor Frankestein, de Mary Shelley, o el Fausto de Goethe. El impulso que mueve a David Banner es la superación del tiempo, la abolición de la muerte, y como declara casi al final de la película prefiere ser el padre espiritual de la bestia antes que el padre biológico de Bruce.
Para ser justos, Bruce Banner no podría haber sobrevivido a la exposición de rayos gammas si su padre no lo hubiera sometido a esos experimentos genéticos cuando era un bebé. Esa doble deuda es uno de los componentes de la personalidad perturbada del muchacho: su reactividad al poder y su constante temor de sí mismo. Mientras que Bruce niega la vertiginosa vida que bulle en su cuerpo, el padre la afirma con la contundencia furiosa de un dios. ¡Más vida! es su grito interior, ¡más vida!, ¡más vida!, el mismo ruego que Harold Bloom pone en la boca de las criaturas de Shakespeare y de los poetas visionarios ingleses. David Banner se eleva sobre los villanos típicos de Hollywood por su vocación cósmica. No quiere oro, no quiere poder político, quiere dominar el tiempo, quiere gozar la eternidad. En la confrontación final con el hijo, que no se resuelve, el organismo del padre adquiere una ominosa capacidad de metamorfosis. Es habitual que los superhéroes, especialmente los personajes malignos, tengan habilidades proteicas, atraviesen las paredes o se confundan con el paisaje que los rodea, como puede verse en la saga de los X-men. Pero, en el cuerpo de David Banner, esta facultad aparece potenciada infinitamente y sus mutaciones tienen proporciones cósmicas. Es piedra, es bosque, es agua, es luz, es lava, es un torbellino que gira alrededor de una conciencia, un remolino en torno a un yo voraz.
En un artículo titulado, “Los héroes ya no son lo que eran”, el ensayista mejicano Fabián Giménez Gatto afirma que en esta época la identidad de los personajes de comics es problemática. Sostiene que uno de los ejemplos más evidentes de esa inestabilidad es la doble condición, humana y monstruosa, de Hulk. Ya no se trata sólo de figuras que ocultan su verdadera identidad, como Superman o el Hombre araña, sino criaturas de identidad mutante. Pero en el caso del padre inventado por Ang Lee, el yo no aparece dividido o conflictuado sino expandido, integrado al mundo como un principio caótico de destrucción y regeneración. No importa que esa capacidad de transformación tenga un defecto melancólico, una imposibilidad interior, y que sea menos una fuerza que una facultad recesiva. No importa. Porque mientras se despliega en la pantalla, mientras el científico loco muta en roca, fuego o agua, –con efectos especiales decepcionantes por cierto–, uno como espectador revive en sí mismo un sentimiento sepultado bajo siglos de ideología conciliadora con la naturaleza. Se despoja parcialmente de la concepción de la naturaleza como natura naturans, como madre generosa, como paisaje o como proveedora de recursos, y vuelve a sentir el miedo pánico, el temor infinito a que los árboles, las rocas o los ríos adquieran voluntad propia y se rebelen contra esa ley cósmica que les impone ser precisamente árboles, rocas o ríos. ¿Por qué debería tener razón Spinoza cuando conjeturaba que la piedra quiere permanecer como piedra y el tigre permanecer como tigre? ¿Por qué no pensar lo contrario? La gran trasgresión, el mal sustancial, que realiza David Banner es pretender reemplazar a Dios: romper las débiles cadenas de las generaciones para conquistar el tiempo de una forma menos natural y más cultural. Tal vez involuntariamente, Ang Lee revela el fondo oscuro de la imaginación proteica de los comics y los sitúa en la saga de las metamorfosis divinas de Hesíodo y Ovidio. En el personaje del padre de Hulk, conquista para los contemporáneos una nueva antigüedad.
El protegido o el superhéroe crepuscular
Hay un momento de intensa melancolía en casi todos los cómics. La vertiginosa acción se detiene. El onomatopéyico ruido de los golpes desaparece. Y el superhéroe se queda solo, ensimismado, aislado del mundo durante dos o tres cuadros. Los dibujantes suelen resolver gráficamente esa situación mostrando al personaje desde un ángulo superior, a la manera de una cámara cenital, o bien lo dibujan casi de espalda, visto desde atrás, como si quisieran subrayar que es en esos momentos cuando el héroe se vuelve más pequeño y más vulnerable. En “El protegido”, la traicionera traducción del título de la película “Unbreakable”, de M. Night Shyamalan, ese instante de vulnerabilidad interior se dilata hasta convertirse en la atmósfera, en el clima dominante de la historia. Ya se sabía por “Sexto Sentido” que Shyamalan es un director manierista, le gusta envolver con un lento rodeo de la cámara a los objetos y a los personajes, gira en torno a ellos, como si tratara de sumergir el ojo en esa parte de sombra que resiste en toda cosa visible. Su viaje al fondo de la oscuridad nunca llega tan lejos como en “El protegido”, porque al contrario de los fantasmas de “Sexto sentido” y de los extraterrestres de “Señales”, que aparecen o desaparecen y se los ve o no se los ve, ni el superhéroe ni su contrafigura maligna se consitituyen como fenómenos visuales. Ambos son construcciones mentales, proyecciones de un mundo al que la cámara no puede acceder. Esa economía entre lo visible y lo invisible genera en el filme toda una serie de oposiciones metafóricamente concentradas en las figuras del Irrompible y Mister Vidrio. Las historias paralelas de los personajes encarnados por Bruce Willis (David Dunn) y Samuel Jackson (Elijah Prize) van tendiendo conexiones subterráneas a lo largo del filme hasta el instante en que ambos se dan la mano y se produce la revelación final en la que Dunn comprende el verdadero precio de ser un hombre distinto.
Pero antes de ese relámpago de iluminación trágica, la trama nos permite asistir a la constitución íntima de un superhéroe. Shymalan empieza mostrándonos a David Dunn como un hombre patético, que se saca la alianza de casamiento para seducir a una joven en el tren y fracasa estrepitosamente en el intento. ¿Qué otro personaje de la historia del cómic tuvo que remontar un inicio tan decepcionante? Luego del accidente ferroviario del que es el único sobreviviente, nos enteramos de que está a punto de separarse de su esposa y que duerme con su hijo. De manera gradual van apareciendo todos los síntomas del perdedor compulsivo y el gran trabajo de Willis como actor es asumir físicamente esa derrota anímica. Aparece encorvado y siempre con la mirada triste, como un signo de interrogación viviente. Cuando aún nadie podría suponer el curso de los futuros acontecimientos, hay una escena de una belleza extrema que condensa todo el filme en una sola imagen: Dunn, de espaldas, vestido con una capa de vigilante, observa el entrenamiento del equipo de fútbol de la universidad bajo la lluvia. Más tarde sabremos que le tiene fobia al agua porque de niño casi se ahoga en la pileta de natación del colegio, (en el apellido Dunn resuena el verbo Dunk (que significa mojar o tirar al agua)); pero por el momento no vemos más que la silueta de la melacolía, la cifra de la soledad que ya pesa sobre el futuro superhéroe.
Es significativo que sean el hijo y una criatura frágil como Elijah Prize quienes lo ayuden a asumir su condición de Irrompible y su función de padre a la vez. Es el elegido de ellos. Es su Mesías privado. De alguna manera, y siempre manteniendo la ambigüedad necesaria para que su reflexión sobre la cultura popular no se transforme en parodia, Shyamalan muestra que la debilidad interior del héroe es compensada por la fuerza exterior de las proyecciones imaginarias. En contra de los que han visto en “El protegido” una receta de autoayuda para familias desintegradas, hay que recordar que la escena final de la película, Dunn ve, con furia e impotencia, el fondo de delirio e injusticia criminal que lo ha transformado a él, a un jugador de fútbol fracasado, a un padre insensible, a un simple vigilante de estadios, en el superhéroe de una ficción
Carlos Schilling / Copyleft 2012
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