MES FICUNAM 2014 (07): EL PLANO QUE SE ABISMA: EL CINE DE GUSTAVO FONTÁN
Por Roger Koza
En el diccionario de la Real Academia Española el verbo ‘abismar’ tiene cuatro acepciones: 1) hundir en un abismo; 2) confundir, abatir; 3) entregarse del todo a la contemplación, al dolor; 4) sorprenderse (conmoverse con algo imprevisto o raro). Excepto la segunda acepción, todas las otras sirven para pensar qué es el cine de Fontán.
Una primera aproximación: en el cine de Fontán, evanescente, espectral y sorpresivamente intempestivo, los planos en conjunto se abisman parcialmente a través de un procedimiento general forjado en un estilo en el que lo real, más que duplicarse en su representación, se hunde en una segunda naturaleza concebida en imagen y sonido por donde la materialidad bruta del mundo se reconfigura en un orden poético, una búsqueda peculiar de ordenar los elementos del mundo de tal forma que queden desprovistos de toda utilidad y produzcan en quien mira una experiencia radicalizada en la sensibilidad. El gato ya no es sólo un felino; las hojas caídas de un árbol en un piletón poco tienen que ver con un registro botánico; las baldosas no remiten exclusivamente al mundo de la construcción; y tampoco los hombres, eventualmente, se definen por sus profesiones. Lo que queda es un nuevo mundo que sorprende por su nueva disposición de objetos y sujetos, más bien entidades, ontología fantasmal de presencias reales que convoca a la contemplación.
El primer ejemplo de todo esto está en La orilla que se abisma, una película magistral donde Fontán transfiere el universo del poeta J.L. Ortiz a imágenes y sonidos. Excepto por una breve cita inicial de un poema, la película reniega de la cita directa. El verdadero desafío es justamente cómo sustituir los versos de Ortiz por planos que reenvíen a una experiencia poética del mundo natural. El lugar común aconsejaría filmar en panorámicas majestuosas los ríos de Entre Ríos mientras una voz pausada lee fragmentos de un poema; o buscar un registro perfecto en el que la luz natural permita reconocer la presunta pureza del mundo a la que Ortiz le dedica sus versos. Fontán rehúye a la mímesis apelando al desenfoque y al movimiento, rompiendo con todas las reglas de la representación vía una poética sostenida en un plano de difuminación continua de la materia filmada y apoyada en un trabajo sonoro que tampoco apuesta por un realismo ingenuo o poético. La hipérbole del abismo es infinita porque así lo exige el tema. Pero no siempre el cine de Fontán es puro trance perceptivo.
En La madre y Elegía de abril, Fontán no abandona su poética del abismo, pero la combina con un deseo circunspecto de relato. En el primer caso, hay una historia mínima que gira en torno a las acciones cotidianas de una mujer de 45 años hundida en la locura y de su hijo, que intenta contenerla mientras tiene que elegir un rumbo para su vida. He aquí un caso fantástico de cine de poesía. Los ángulos heterodoxos desde los que se filman los pies de la mujer, las formas de capturar un viaje en tren y un paseo que se repite en un mismo camino, el registro de la casa y sus ventanas hacen que la cámara adquiera una dimensión casi subjetiva: la experiencia del mundo (y del tiempo) de los dos protagonistas está en lo que se ve y en lo que se escucha. Es la experiencia en sí lo que se intenta filmar. En Elegía de abril se suma otra variable: la irrupción de la ficción en el registro documental, de tal modo que Fontán termina identificando una zona de intersección e indefinición que le permite introducir una especie de registro del flujo de lo real en su duración; desprovisto de un sentido pragmático, lo real parece un sueño o un trance, algo que también estaba bajo escrutinio, en menor medida, en El árbol. En Elegía de abril Fontán prueba unos travellings geniales sobre los objetos de una casa que en La casa adquieren una función precisa: son los objetos los que resguardan la memoria y todas las historias de sus dueños.
El rostro, la última película de Fontán, abarca, en cierto sentido, todas sus películas. Anticipada, acaso soñada ya en un pasaje de El paisaje invisible en el que la fascinación por el rostro de los hombres es una evidencia, ahora Fontán no sólo trata de saber “lo que el otro ve cuando mira”, como se enunciaba en Canto del cisne, sino de imaginar el rostro colectivo de un ecosistema. El cine de poesía de Fontán alcanza aquí su máximo refinamiento: la presencia subjetiva de la cámara es absoluta, pero ya no es ni mecánicamente objetiva ni poéticamente subjetiva. Es la invención de una mirada, un plano del que todavía no tenemos nombre.
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LAS PELÍCULAS DE FONTÁN
Gustavo Fontán ha hecho una película cuyo título podría remitir a un posible tratado sobre la dignidad de los hombres según el filósofo Levinas, un pensador obsesionado por el rostro de las criaturas que tienen el don del habla. Sin duda la cámara capturará la dignidad del rostro de los hombres aquí filmados, pero nada tiene que ver El rostro con una empresa filosófica. El temple del film es enteramente poético, como en la mayoría de las películas maduras del director. Los rostros llegan tardíamente al centro de gravedad del film. Rostros de niños y mujeres, también de hombres, probablemente pescadores. En la espera, la naturaleza se impone, sobre todo el río, que parece empujar a la cámara para que ésta fluya a través de un ecosistema, como si ese dispositivo de registro fuera un animal mecánico que busca fusionarse con lo que está a su alrededor. ¿Qué se filma entonces? Entidades vivientes. El río, los animales, los árboles, los hombres se interpretan a sí mismos en un registro enteramente democrático. El rostro es una película desprovista de narración; las imágenes se hilvanan con la elegancia de un sueño perteneciente a una vida espiritual intensa, un trance poético compuesto por imagen y sonido. Quien se permita hacer una experiencia con lo que se ve y se escucha ya no será el mismo, al menos por una hora. Y eso define en cierta medida el cine de Fontán, que consiste en una modulación holística de la sensibilidad.
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La casa, Argentina, 2012
Como sucede en la poesía, la musicalidad de las palabras y su poder evocativo constituyen un sentido abierto, sugerencias de un lenguaje que ya no funciona como instrumento sino como elemento estético en sí. No se trata de contar una historia, sino de producir visiones y sentimientos con palabras. Es precisamente eso lo que sucede en La casa, el cierre de una trilogía (junto a El árbol y Elegía de abril) en la que Gustavo Fontán registró la casa de sus padres en Banfield. El desafío es encontrarse con un conjunto de imágenes preciosas y misteriosas y un diseño sonoro magistral que funcionan como una exploración poética de un mobiliario a punto de ser demolido. Fontán entiende que en esa esfera amorosa formada por ladrillos se resguarda aún la historia familiar, y con su cámara intenta capturar el paso del tiempo y la evidencia física de quienes vivieron ahí. Los objetos, las piezas, las ventanas, los pasillos son filmados como entidades vivientes, espectros materiales que custodian un relato familiar. En algunos pasajes se ve una reunión familiar como si estuviéramos en una sesión de espiritismo con la cámara como médium. Es un momento fantástico, único. Los últimos diez minutos son dolorosos, el fin de una metafísica del espacio. Las grúas destruyen todo y los escombros se imponen como un destino. No solamente mueren los hombres y los animales. La finitud es la última evidencia.
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Elegía de abril, Argentina, 2010
Un libro surge de las cenizas: guardado en un clóset por más de 50 años, Elegía de abril, del poeta Salvador Merlino, es redescubierto cuando la hija del autor decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que otros decidan sobre su precario futuro. María no sólo establece una herencia y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética. ¿Cómo seguir con un filme en pleno desarrollo donde la protagonista decide darse a la fuga? Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra su autopoiesis. Lo que vemos insinúa que Fontán está una vez más capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una existencia real y poética, la de Merlino, configuran un dilema universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y convertirlos luego en fantasmas materiales. Es por eso que Elegía de abril es un filme de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los objetos. Hacia el final, la película alcanzará instantes sublimes y fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando una epifanía de otro mundo.
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La madre, Gustavo Fontán, Argentina, 2009
La voluntad narrativa y poética se combinan en este filme de Fontán, hasta ahora su película más incomprendida. La sofisticación de la puesta en escena no sólo es perfecta sino fundamental para expresar sin el uso de la palabra la vida espiritual de sus dos intérpretes principales: Jonathan (el hijo) y Sonia (la madre). En este drama edípico en el que la locura sobrevuela todos los planos se revela materialmente el concepto de Pasolini de cine de poesía. La madreabandona parcialmente la claridad expositiva de un argumento para constituirse en un relato en vías de extinción donde la cámara dobla la experiencia de sus personajes y con ese procedimiento diluye en verso el argumento. En síntesis: Sonia delira y bebe; Jonathan analiza seguir con su vida o cuidar a su madre. Está clara la inversión de roles: la madre ha dejado de contener, el hijo la resguarda en un desvarío mental que la reduce a un desamparo infinito. Las acciones son mínimas: la madre tomará un tren para ir a buscar a su marido (que permanece en fuera de campo); el hijo mantendrá la casa en orden y disfrutará en la medida de lo posible la ternura de su novia. La tensión narrativa pasará por la decisión del hijo, pero en este filme, que bien podría ser considerado como un documental sensorial de baldosas y hojas caídas, el gran argumento es su forma.
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Puede ser desconcertante encontrarse con un filme cuyo nudo narrativo consiste en la discusión intermitente entre una pareja de ancianos sobre la necesidad de cortar o no una de las acacias de la entrada de la casa en la que viven. Del registro (poético) de la vida cotidiana de sus padres, que empieza en la primavera del 2004 y termina en el otoño del 2005, Gustavo Fontán consigue capturar el proceso por el que se llega a una decisión, elíptica aunque verificable (sonoramente) hasta el último segundo de la película. La totalidad del filme transcurre en una casa de Banfield, al sur del Gran Buenos Aires, y mientras se decide qué hacer con el árbol no es la claustrofobia el sentimiento dominante sino una suerte de júbilo naturalista que transfigura ese hogar familiar en un escenario cósmico. El árbol pertenece a una tradición cinematográfica en la que la contemplación es un método de trabajo por el cual a partir de lo que es visible pero no se ve del todo se encuentra la hermosura física del mundo. Un plano de abejas en un árbol, las hormigas flotando en el agua de lluvia en el patio, la tormenta pegando en la ventana son vestigios del devenir. El pasaje en el que los dos ancianos se van a dormir y el tictac del reloj del living se vuelve omnipresente compendia la obsesión de aprehender el presente en su duración. Es un momento asombroso, anunciado por la escena donde la pareja revisa diapositivas, instante en el que se puede apreciar la poética sonora del director. Fontán descubre el poder del cine para espiar el tiempo y la mutación de los seres vivos en su duración. Al comienzo una cita del poeta entrerriano Juan L. Ortiz anuncia un camino poético. El árbol es una meditación sobre el habitar, y eso implica develar una relación estructural entre el tiempo y el ser. “Poéticamente habita el hombre sobre la tierra”, decía Hölderlin, sentencia que Ortiz podría haber escrito y que Fontán materializa sin esfuerzo alguno.
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El paisaje invisible, Argentina, 2003
Este retrato no del todo convencional del poeta Jorge Calvetti es una de las películas más ortodoxas de Fontán, aunque algunos de los procedimientos formales que definen su cine diez años después, en particular su obra maestra El rostro, están dispersos en este cortometraje. La inquietud poética atraviesa toda la obra de Fontán y alcanza su máxima expresión en La orilla que se abisma, magnífica apropiación visual y sonora de la poesía de J.L. Ortiz. La figura elegida aquí es el ya octogenario Calvetti, que intuye su muerte, y la puesta en escena se organiza como una especie de evaluación final de su paso por el mundo. Paseando por su biblioteca dice: “Como un animal voraz / la muerte me anda siguiendo. / Voy a entregarle mi cuerpo / y voy a seguir viviendo”. Como introducción a la obra de Calvetti, El paisaje invisible funciona mejor cuando se despega del retrato y la cita y consigue traducir en imágenes la preocupación por el nexo entre lo sensible y lo inmaterial en la palabra. Unos ralentis casi fantasmales capturan a un niño caminando; mediante una operación similar de registro, Fontán sigue el movimiento lento de una especie de procesión de entidades humanas que lucen espectrales. Instantes poéticos inspirados por Calvetti, preparación de un camino inusual hacia un cine de poesía.
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Donde cae el sol, Argentina, 2002
Película ajena al sistema formal y conceptual de Fontán, y por eso fundamental para pensar cómo juega en el conjunto de su obra. Se trata de un drama costumbrista, con todos los elementos característicos del género: una familia, el barrio, el club, el trabajo, elementos simbólicos que articulan el mundo de los personajes y sus valores, pero siendo un film de Fontán no podía ser del todo ortodoxo. Hay dos irregularidades: el costumbrismo en su veta dramática suele ser nostálgico y rara vez adopta un costado trágico, lo que sucede en Donde cae el sol; por otro lado, el costumbrismo puede caer fácilmente en una reproducción de la estética representacional televisiva, pero en esta película no hay un solo plano-contraplano, recurso típico de la lógica televisiva. Fontán intuye aquí una forma de filmar el espacio luego perfeccionada. Enrique (Alfonso De Grazia), de 65 años, se enamora de una mujer treinta años más joven. El “suegro” no lo tolera, pero muchos menos el hijo de Enrique. Si en el costumbrismo se refrendan los valores, aquí la transgresión del abuelo tendrá consecuencias que mancillan la presunta universalidad de las buenas costumbres. Film raro para Fontán, que solamente parece dialogar con una tragedia existencialista como La madre.
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Marechal, o la batalla de los ángeles, Argentina, 2001
La inquietud por los poetas y los novelistas es una constante en la obra de Fontán; en este caso, el escritor elegido es Leopoldo Marechal (1900-1970), una figura clave de la literatura argentina aunque menos reconocida internacionalmente. Lo que en un principio parece ser un videofilm no muy lejos de la lógica televisiva de representación se va enrareciendo a través de una ascética pero contundente puesta en escena que anticipa algunos giros formales y conceptuales de Fontán (un modo peculiar de filmar los objetos y una obsesión por el espacio como entramado material de la memoria, aquí el mítico café Izmir). El reconocido sociólogo Horacio González es quien tiene la tarea de dilucidar la obra de Marechal, y en conversación con el editor Claudio Pérez va analizando algunas cuestiones que se repiten en la obra del escritor: los usos de la alegoría, una dimensión metafísica cristiana heterodoxa y una preocupación social (que políticamente tendrá expresión en el peronismo). González entrevista a familiares y allegados, de tal modo que la aproximación no sólo es intelectual sino también emocional y anecdótica. Algunos personajes de Adán Buenosayres y Megafón o la guerra tienen apariciones repentinas y fugaces. El filme alcanza su máxima altura en los tramos finales cuando el “fantasma” de Marechal se vuelve visible.
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Canto de cisne, Argentina, 1994
Según el propio director, es éste su verdadero primer filme. Y no es difícil adivinar por qué: como en cualquier película iniciática, los materiales que estarán presentes a lo largo de una obra aparecen por primera vez dispersos sin dejar por eso de ser reconocibles retrospectivamente. En primer lugar, Canto del cisne denota un interés especial por encontrar un lugar para la palabra poética en el reino de la imagen. ¿Se dice o se debe retener hasta las últimas consecuencias el lenguaje explícito en el cine, incluso si está en sintonía con la musicalidad de una lengua? Dilema que Fontán resolverá con el tiempo, no aquí donde se entreve esa inquietud. Segundo motivo evidente: una voz en off propone sin desearlo un programa ético para un camino estético. Dice: “Quizás, alguna vez, en un mísero instante, veamos lo que el otro ve cuando mira”. El cine es poder hacer ver lo otro de los otros. También se ven los primeros movimientos de cámara para registrar los espacios donde se habita: una cantina y un hospicio. Un único plano fijo sobre un charco de agua, en el que se ve el reflejo imperfecto de un hombre; la naturaleza a secas no es todavía un problema, tal vez porque es un filme humano, demasiado humano: sus protagonistas están en un hospital psiquiátrico. El viejo que pasea de un lado a otro y toca el violín quizás esté entre muros. Sus compañeros deambulan y los médicos vigilan. La sensibilidad extrema enloquece, estremece.
Roger Koza / Copyleft 2014
a mi la que mas me gusta es Donde cae el sol
Querido Roger:
Un comentario sobre La casa: con una amiga (L.M.M.) decíamos que la casa parece como sumergida en una especie de abismo acuático (el polvo fino de la destrucción le otorga esa atmósfera) y, al mismo tiempo, antes de la demolición, ella con sus ruidos de goznes, latas, chapas, murmullos de otro tiempo, se conforma en una suerte de animal herido. (Sonidos que se conjugan como si fueran las voces de la casa, como si toda ella con su voz propia fuera el «clamor de los ausentes», como si entonara desgarrada el presagio de su propio fin). El último plano fijo (después del protocolo de destrucción) es el de un árbol frondoso (que permanece y no sucumbe a tal destrucción). Me resultó fascinante ver cómo al ser intervenido durante unos cuantos minutos por nuestra mirada, el árbol, mecido por el viento, se va transformando también él en una especie de animal: ramas que se vuelven garras, hojas que se vuelven pezuñas. El árbol entonces deviene animal vivo, un árbol que ha sido expandido por lo que le agrega la mirada en su contemplación mientras olvida que es un árbol. Quizás el cine de Fontán sea como este árbol-animal porque las imágenes cinematográficas se convierten también ellas en una suerte de sobreviviente dado que ahí quedan para fijar lo que ya no queda (¿Comolli?), para hacer posible que el polvo o las cenizas o las esquirlas de la destrucción no nos cubran.
Un abrazo
Nada puedo agregar. Un besito grande. RK