MES FICUNAM 2015 (16): PEDRO COSTA: UN RIGOR SIN CONCESIONES
Por Jorge García
Un rasgo distintivo del cine portugués es que a pesar de que su producción anual es numéricamente poco relevante (apenas entre doce y quince películas), cuenta con varios realizadores que están entre los más originales del cine contemporáneo. Dejando de lado el asombroso caso de Manoel de Oliveira, quien ya cumplido largamente su centenario continúa rodando ininterrumpidamente películas que sorprenden por su frescura y modernidad, aparecen también directores como el excéntrico y personalísimo, ya fallecido, João César Monteiro, João Botelho, Teresa Villaverde, Rita Azevedo Gomes y más recientemente Miguel Gomes. Pedro Costa nació en Lisboa en 1959: integrante de conjuntos musicales en su juventud y cinéfilo precoz, tras participar en la realización de una película infantil en episodios para la televisión dirigió su primer largometraje, O sangue (1989), que fue presentado en el festival de Venecia de 1990, logrando que su nombre comenzara a trascender a nivel internacional. La película, rodada en blanco y negro en un poblado rural a orillas del río Tajo, anticipa, por una parte algunos de los rasgos estilísticos que luego el director desarrollará en obras posteriores y, al mismo tiempo, rinde tributo a su cinefilia (son claras las referencias al cine japonés, en particular al de Mizoguchi, a los films de F.W. Murnau y a los climas casi oníricos de La noche del cazador). Utilizando una estructura narrativa donde abundan las elipsis, esta historia nocturna y de clima alucinado en la que dos muchachos, uno joven, el otro todavía un niño, deben enfrentar con la ayuda de una amiga las repetidas ausencias de su padre (un tema caro al cine contemporáneo), es una fascinante ópera prima que muestra en forma embrionaria el talento del realizador. A pesar de éxito de este film y de tener preparado un guion para otra película, Pedro Costa recién consiguió financiación para un nuevo trabajo en 1994, cuando se le acercó el mítico productor Paulo Branco ofreciéndole un rodaje en archipiélago africano de Cabo Verde. Hacia allí partió el realizador, debiendo cambiar sus planes originales, para filmar Casa de lava, una historia construida sobre la marcha, que refleja aspectos de la vida y la cultura de esa antigua colonia portuguesa, y que también, una vez más, rinde tributo a los extraños climas de las películas de Jacques Tourneur. Si bien el director define esta obra como “una película de aventuras”, estamos muy lejos de las convenciones geométricas habituales y el film presenta una narración fragmentada que concluye en un final absolutamente abierto.
Luego de estas dos obras que podrían calificarse como de búsqueda estilística, y ya de regreso en Portugal, Costa se interesó en la vida cotidiana que se desarrollaba en Fontainhas, una favela de los suburbios de Lisboa donde vivían hacinados numerosos inmigrantes de Cabo Verde y vivían hacinados numerosos inmigrantes de Cabo Verde y pobladores marginales de la capital. El resultado de esa búsqueda fue Ossos (1997), un film de un realismo extremo que, con una idea argumental mínima, propone una mirada dura y sin concesiones sobre la vida cotidiana en ese espacio geográfico, aunque no exenta de piedad y ternura. Sin el menor atisbo de miserabilismo, evitando idealizar a sus protagonistas y cualquier esteticismo gratuito, el director despliega una puesta en escena de inusual rigor recurriendo a prolongados planos fijos en los que la vida sin horizontes de los personajes parece prolongarse de manera indefinida, otorgándoles una auténtica dimensión trágica.
Si Ossos ya era una acabada muestra de la madurez del realizador, en No quarto da Vanda (1999) redobla la apuesta y vuelve a internarse en Fontainhas, que ahora está siendo demolida para construir un nuevo complejo urbano (algo similar a lo que ocurría en el Barrio Chino barcelonés en En construcción, de José Luis Guerin). En este caso la “acción” principal se desarrolla en una habitación en la que la protagonista vive sin salir nunca, donde la actividad principal es el consumo y tráfico de drogas. Allí la vida de Vanda, como la de los personajes que desfilan por su cuarto, transcurre imperturbable, mientras afuera la progresiva destrucción de la favela corre paralela a la autodestrucción de sus habitantes. La película, filmada en video digital, luego pasado a 35 mm., recurre nuevamente a prolongados planos-secuencia fijos donde los hechos se desarrollan en tiempo real, sin movimientos de cámara ni aditamento musical alguno pero con un soberbio trabajo sobre el sonido en off que enriquece la fuerza de cada plano. Con una utilización opresiva del espacio, tanto dentro de la habitación como en las callejuelas exteriores de la favela, sin recurrir a picos dramáticos (la película podría durar menos tiempo pero también mucho más) y cabalgando en los inciertos límites entre la ficción y el documental, Pedro Costa construye una suerte de poema trágico sobre personajes condenados inexorablemente a una vida sin futuro.
Dentro del legendario ciclo Cinema de notre temps, de Janine Bazin y André S. Labarthé, se le encargó al director un documental sobre Jean-Marie Straub y Danielle Huillet, dos de sus cineastas más admirados, y el resultado fue Ou est votre sourire enfoui, una obra notable dentro del género. El film se centra en el trabajo de los realizadores durante el montaje de Sicilia!, y encuadrándolos, como no podía ser de otra manera, en ascéticos planos fijos, muestra la contraposición entre la obsesiva tarea de Huilliet en la moviola (prácticamente no la abandona ni un momento) y los paseos de Straub frente a ella mientras desgrana opiniones sobre el cine contemporáneo y del pasado. La película no solo es una lúcida reflexión sobre la necesaria dialéctica que debe establecerse entre la teoría y la práctica (plagada de divertidos diálogos y enfrentamientos entre ambos) sino, además una brillante clase de cine en la que Pedro Costa demuestra, aquí incursionando en otro género, la admirable coherencia de su estilo.
En Juventude em marcha, una vez más, el director vuelve a Fontainhas (o lo que queda de ese barrio) hoy invadido por un complejo de viviendas económicas. Aquí –alejándose del realismo extremo de sus film previos- el director rueda una obra a mitad de camino entre la realidad y el sueño en el que los personajes deambulan como fantasmas entre las ruinas de un pasado irrecuperable. Película exigente, dura como un diamante y de un despojamiento extremo, plagada de una amarga ironía, en la que -dentro de un registro personalísimo- se detectan algunas inesperadas afinidades (vg, el cine de John Ford) y en la que aparece como protagonista Ventura, un antiguo emigrante de Cabo Verde que reaparecerá en trabajos ulteriores.
Ne change rien, aparece como una suerte de “descanso” en la obra del director. Extensión de un corto rodado previamente sobre los ensayos de la actriz y cantante francesa Jeanne Balibar, se filman aquí sus diversos intentos, algunos logrados, otros fallidos, de interpretar diversas canciones que deberá cantar en un próximo recital en una película que puede parecer, a primera vista, un trabajo sobre la repetición pero que es, en última instancia una lúcida reflexión sobre las dificultades que conlleva el acto de creación. Rodada en un deslumbrante black & White la película –aunque a primera vista pueda no parecerlo- tiene puntos de contacto con el documental sobre Straub-Huilliet.
Costa ha desarrollado a lo largo de su carrera una obra de notable coherencia estética y temática que había alcanzado un pico de notable calidad en Juventud en marcha. Sus últimos trabajos de largo aliento, con la excepción de Ne change rien, están ambientados en Fontainhas, un suburbio de Lisboa en el que residen numerosos inmigrantes de Cabo Verde. En Cavalho dinero, nuevamente su protagonista principal es Ventura, uno de los grandes personajes del cine de estos tiempos. En esta película, de una notable belleza visual, Costa entremezcla el presente con los recuerdos de Ventura de los años de la “revolución de los claveles” (mi gran amigo, el crítico español Miguel Marías, relaciona la película con El sargento negro, de John Ford) y el resultado es una obra cruda y melancólica, en la que también resuenan ecos del cine de Jacques Tourneur (la aparición de Ventura en una suerte de catacumbas recuerda a Yo caminé con un zombie). Árida por momentos, poética siempre, Cavalho dinero es otro título mayor de un director indispensable.
Jorge García / Copyleft 2015
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