MUJER PASIONAL
Por Fernando Martín Peña
Le dijeron que no se metiera en ese lío, que ella era una mujer imposible, que todo terminaría mal. Pero Peter Evans no pudo negarse, porque Ava Gardner lo llamó una noche de 1988 y le pidió que escribiera su biografía. Tras varios meses de trabajo difícil, ella abandonó el proyecto pero Evans no. Conservó las cintas y notas que había tomado, hizo caso omiso de un árbol que destrozó la ventana de su escritorio el día de 1990 en que Ava murió, y en 2012 anunció a su editor que terminaría el libro. Cuando estaba redactando el último capítulo, Evans cayó fulminado por un infarto. Hay que tomarse en serio a las mujeres fatales.
Con un epílogo de su editor y otro de su viuda, este libro tan inconcluso se ha publicado ahora con el título Ava Gardner: The Secret Conversations. No vale la vida de un hombre, pero es de lectura obligatoria para quien quiera saber lo que sólo una diva podría contar sobre sí misma. Gardner fue una mujer liberada antes de que las mujeres liberadas se volvieran visibles y el libro hace una descripción muy convincente de su inteligencia intuitiva, su capacidad para enloquecer a los hombres y su carácter indómito, que no pudieron doblegar tres maridos célebres (Mickey Rooney, Artie Shaw, Frank Sinatra), un impreciso número de amantes, los prejuicios de su tiempo, el consciente abuso de alcohol y tabaco y una hemiplejía que paralizó la mitad izquierda de su cuerpo. Una foto al final del libro la muestra cuando ya no quería mostrarse, en su casa, durante una de las entrevistas con Evans en 1988. Está en jogging, descalza y aún hermosa, con un cenicero a su derecha. Sólo falta el vino que según Evans acompañó cada uno de esos encuentros y que, en cantidades apropiadas, la ayudaban a enfrentar los recuerdos de su intensa vida.
Ava no duerme
Sólo una mitad del material del libro procede de entrevistas formales. La diva sufría de insomnio y hablar la tranquilizaba, por lo que Evans se acostumbró a recibir sus llamadas a cualquier hora de la noche y a tomar notas que transcribía de inmediato, porque la información que aparecía en esos desvelos mejoraba notoriamente la obtenida en las sesiones formales. En ninguna de las dos instancias Evans logró que Ava disciplinara su memoria y terminó por aceptar que los recuerdos surgieran siguiendo una lógica errática y emocional, ajena a toda cronología. La estructura final del libro alterna capítulos bastante convencionales, preparados para la versión inicial de 1988, con otros redactados en 2012 sobre el material crudo. Estos últimos revelan mucho mejor la personalidad de la actriz, en particular cuando Evans transcribe sesiones enteras de esgrima dialéctico en las que cada frase de ella es una trampa mortal para él. Le gustaba pelear, como lo supieron casi todos sus hombres y sobre todo Howard Hughes, a quien casi mata con un certero golpe de cenicero.
Su temperamento y su belleza eran excesivos para el pacato cine norteamericano de 1940 y por eso Ava debió esperar hasta el fin de la guerra mundial para llegar a ser una estrella. Llegó a Hollywood en 1941 pero no tuvo ninguna oportunidad hasta 1946 cuando pudo desplegar toda su sensualidad primero en El truhán (de Léonide Moguy) donde volvía loco a George Raft, y poco después en Los asesinos (de Robert Siodmak) donde volvía loco a Burt Lancaster. De mujer fatal pasó a interpretar personajes más normales aunque siempre fuertes y agresivos. Lo más parecido a Ava Gardner que Hollywood había visto hasta entonces era Lana Turner, que tuvo una carrera similar, una vida igualmente desinhibida y la precedió tanto en la iconografía del cine negro como en la cama de Rooney, Shaw y Sinatra. Nada de eso les impidió (o quizás todo eso les permitió) ser amigas de por vida.
Hay poco cine en el libro, pero llega a saberse que sus papeles en Mogambo (John Ford, 1953) y en La condesa descalza (Mankiewicz, 1954) son dos caras complementarias de la verdadera Ava. Ella misma no se creía actriz pero sabía muy bien lo que podía lograr con la fuerza de su personalidad y la ayuda de un buen director de fotografía. Uno de los mejores momentos del libro tiene lugar cuando le dicen que el hombre fuerte de Simon & Schuster quiere conocerla. Es la editorial que va a pagarle una fortuna por sus memorias así que Ava acepta la reunión, pero se siente incómoda con la iluminación de su living y llama a su fotógrafo preferido, el eminente Jack Cardiff, para que prepare una puesta de luces hogareña que mejore su aspecto.
Otra cosa que Ava insiste en mejorar es su vocabulario y exige reiteradamente a Evans que quite del texto sus recurrentes expresiones cloacales. Afortunadamente Evans no respetó esa orden y ahora el libro perderá buena parte de su gracia original cuando sea traducido a otros idiomas.
Las dos infancias
Cuando Evans aceptó el desafío de trabajar en la biografía de Gardner, tenía detrás suyo una larga carrera como periodista, un par de novelas exitosas, el primer libro sobre Peter Sellers y una documentada biografía sobre Onassis que había llegado a revelar un vínculo del magnate con el asesinato de Robert Kennedy. Es de suponer que esa experiencia le dio el coraje necesario para creer que podía lidiar con Ava. Y casi lo consiguió, a pesar de las numerosas advertencias de amigos y conocidos comunes.
Hay un único momento en que Evans no se pone a la altura de su personaje. En una de las primeras entrevistas, Ava se resiste a hablar de su infancia y decide que el libro debe comenzar con su hemiplejía. Evans la escucha horrorizado y trata de persuadirla de la conveniencia de un comienzo más convencional, con historias sobre su familia y su niñez. Pero Ava no quiere saber nada e insiste con su idea, cada vez más divertida, “¡Vamos, les va a encantar! La ironía de una diosa de la pantalla meándose encima y aprendiendo a caminar otra vez. Comenzaremos el libro con mi segunda infancia. Es divertido ¿verdad? ¡Funcionará!”
En perspectiva ese comienzo parece realmente una genialidad, pero Evans lo considera un error funesto y posterga la discusión. Ese tipo de humor auto derogatorio reaparece una y otra vez a lo largo del libro y parece haber sido un rasgo típico de la diva, que no quería ni la compasión ajena ni regodearse en los errores del pasado ni trasladar en otros las culpas propias. Pero al mismo tiempo le preocupaba su imagen y detestaba el modo en que la había tratado el periodismo amarillo, por lo que en muchas ocasiones, cuando Evans le pide que se decida entre imprimir la verdad o la leyenda, Ava se le escapa por la tangente y se pone a cuestionar la necesidad misma de escribir el libro e imprimir nada.
Finalmente Evans consigue hacerla hablar sobre su niñez y los capítulos que le están dedicados se cuentan entre los mejores del libro. Ava dice una y otra vez que “Si uno va a ser pobre, lo mejor es serlo en una granja” para aclarar que esa circunstancia preservó su relativa felicidad personal de las dificultades y privaciones de su familia en plena depresión económica. Con el tiempo llegó la adolescencia, la comprensión de la situación familiar, la muerte del padre y la prolongada agonía de la madre, que pudo verla triunfar.
Todo sobre Ava
Sinatra, Shaw y Rooney aparecen retratados sin idealismos pero también sin odios y Ava llega a decir que en el momento de sus divorcios los amaba más que al casarse con ellos. Pero la vida con Sinatra era imposible a causa de sus inseguridades y sus celos enfermizos y Shaw estaba tan orgulloso de su propia inteligencia que la hacía sentir constantemente indigna de él. Rooney se lleva la mejor parte -quizá porque es el único de todos ellos que aún vive- pero ella no estaba dispuesta a tolerar su infidelidad compulsiva. Howard Hughes pudo ser un cuarto marido y le propuso casamiento varias veces pero ella lo rechazó otras tantas aunque fueron amantes circunstanciales durante veinte años. Está claro que el hecho de ser cortejada le importaba mucho más que obtener seguridad económica.
Los recuerdos de Ava son bastante explícitos en lo referente a su intensa vida sexual, pero Evans tuvo la inteligencia de trazar un límite claro entre el material que define su actitud desprejuiciada ante la vida y los hombres, y el que ha servido durante décadas para estigmatizarla. De hecho, hacia la mitad del libro Evans revela que el principal interés de sus editores era obtener un best-seller con los detalles más sórdidos de la intimidad de esa mujer bella y célebre, mientras que su propio interés era revelar esa intimidad sólo en la medida en que permitiera comprenderla mejor. Una cosa es evocar el entusiasmo que produjo en Ava del descubrimiento de los placeres del sexo (con Mickey Rooney, matrimonio mediante) y otra muy distinta la insistencia de los editores por conocer el tamaño del pene de Frank Sinatra.
Fue precisamente Sinatra la causa de que el libro quedara inconcluso. Muchos años antes Evans había tenido un problema legal con él y cuando Ava lo supo decidió abandonar el proyecto. Sinatra aún pagaba muchas cuentas de Ava y dicen que su ira podía alcanzar proporciones metafísicas, pero además, como muchas páginas lo evidencian, la diva encontraba muy difícil trasladar su característica franqueza a la palabra escrita. Esa primera interrupción del libro dejó a Evans con varias zonas en negro, como las reiteradas trompadas que Ava recibió durante su relación con el actor George C. Scott, que está aludida pero no desarrollada, o su decisión de no ser madre. El lector curioso querrá completar su información con otros libros, como Ava, My Story, una autobiografía inmediatamente posterior y más pasteurizada.
Luego la súbita muerte de Evans dejó otros problemas, algún capítulo muy débil y varias reiteraciones que una edición más cuidadosa podría haber eliminado. Pero es comprensible que el editor y la viuda de Evans quisieran sacarse con rapidez el libro de encima, antes de que sucediera alguna otra desgracia.
Ava Gardner: The Secret Conversations, por Peter Evans. Simon & Schuster, Nueva York, 2013. 304 páginas.
Fernando Martín Peña / Copyleft 2014
Una reseña seca e irónica, digna del personaje. Brava la Ava. Nuestra clásica diva herida (pero entera) preferida, aunque haya elegido tan mal los papeles (y ni hablemos de los hombres…). Perdón, pero un Ford sin motor es tan flojo como el mejor Manckiewicz.