MUTZENBACHER
SEXUALIDAD Y MASCULINIDADES: UN LABORATORIO DE RUTH BECKERMANN
La novela pornográfica Josephine Mutzenbacher: la historia de una prostituta vienesa contada por ella misma, publicada en 1906 de manera anónima en Viena, es la fuente de la que nace la nueva película de Ruth Beckermann. Aquí un casting de cien hombres de entre 16 a 99 años convocado por medio de un diario se enfrenta al texto para leerlo, discutirlo e interpretarlo frente al lente de la directora austriaca. Sólo la sinopsis del film sugiere una proximidad inmediata con Die Geträumten, obra maestra de Beckermann del año 2016 que por proximidad temporal y algunas semejanzas de su dispositivo proyecta algunas sombras y luces sobre la flamante Mutzenbacher. Las correspondencias amorosas de Ingeborg Bachmann y Paul Celan que hacen de guía en Die Geträumten son allí traducidas en una puesta en escena minimalista compuesta por dos lectores en un estudio de grabación, donde se impone una personificación anclada en un vínculo directo rostro-personaje. Esto da como resultado una arquitectura cinematográfica permeable para que el espectador se identifique con los personajes y navegue con su sensibilidad dentro de los hilos poéticos y narrativos del film. El acto de la lectura frente a cámara y algo de espíritu minimalista son los denominadores comunes de una ecuación ahora distinta, menos vinculada a lo emotivo y más analítica. Con el casting de varones de Mutzenbacher, Beckerman abre el espectro hacia una voz coral que resulta en un esquema más cercano a una suerte de laboratorio científico social. Si en su otra película los textos eran una voz espectral que poseía a los actores hasta el punto de colarse en sus pieles, ahora el texto pornográfico es un fósforo encendido que estalla en un mundo de reacciones, dilemas y discusiones al ponerse en contacto con un polvorín hecho de un grupo aleatorio de hombres reunidos en un set de filmación improvisado.
El dispositivo de Mutzenbacher es austero: en un galpón devenido estudio, apenas decorado con un sillón extravagante de comienzos de siglo XX, se dispone el set por el que desfilan, entre técnicos y luces de cine, los varones vieneses convocados para leer y charlar. El subtítulo del libro apenas sugiere el crudo punto de vista de los relatos. La voz de los hombres narra el camino contado en primera persona de la protagonista menor de edad hacia convertirse en prostituta,pasando en su recorrido por una serie de abusos y relaciones sexuales truculentas. Uno de los hombres señala que las palabras más usadas en el libro para referirse a las mujeres (y por consecuencia también en la película) son “coño” y “tetas”, mientras que a los hombres les corresponden “miembro” y “verga”. Asimismo, los fragmentos leídos comparten entre sí un rasgo de vital importancia: la belleza de su prosa. Las escenas de los encuentros sexuales que estructuran la novela y forjan la vida de la jovencita gozan de una cadencia descriptiva y una precisión poética notables. Es en la respuesta humana frente al encuentro entre poesía, sexualidad y sordidez, donde aparece la reflexión que Beckermann intenta pescar en los varones retratados. La directora dispone las reglas del juego y registra la reacción de los elementos de su laboratorio: captura una meditación en voz alta jamás exenta de humor que abarca debates sobre cuestiones de sexualidad bajo una óptica masculina.
Hay un tipo de experiencia que se puede tener en lectura de un libro, un relato o un verso que es equiparable al envío de una sonda náutica hacia partes profundas de uno mismo. Estos sectores olvidados y remotos, que albergan pensamientos y emociones solidificadas, salen a la luz y se subliman gracias al poder que revelan tener un puñado de palabras. Es una reaparición de algo velado u oculto que, como todo lo velado u oculto, porta la capacidad de modificar las percepciones del presente. Son efectos de lectura que pueden relampaguear un breve descubrimiento o bien marcar una vida para siempre: un poema es capaz de hacer notar a un lector que desconoce cómo se ve su barrio desde el techo de su casa o revelarle a otro que su vida está terriblemente fijada y estancada hace años. Mutzenbacher es una trampa dispuesta para capturar lo que se filtra al exterior cuando este tipo de efectos sacuden a las personas. El marco del experimento de Beckermann, donde reside tanto su propuesta política como algo de lo programático de su dispositivo, delimita con precisión su sustancia base (hombres vieneses de 16 a 99 años) y su reactivo (la novela Josephine Mutzenbacher…). La realizadora austriaca quiere probar de manera incisiva la respuesta masculina frente a la representación de lo tabú, de los actos viles del machismo y de todo un espectro de lo sexual que aún hoy no es discutido libre y abiertamente. Sus hallazgos documentales son muchos y valiosos. Los textos tocan distintas fibras entre la multitud de hombres: algunos reaccionan con asco; algunos se detienen en la estética del texto; algunos rememoran su propia iniciación sexual; algunos extrapolan al presente los eventos que narra la novela para problematizarlos; e incluso algunos dan cuenta de que los relatos remueven fantasías propias, profundas e indecibles. Discusión, melancolía y deseo son elementos que se entrelazan y ensamblan con el esquema de la directora. En el vaivén de lecturas e interacciones, además del documento del pensamiento actual sobre la sexualidad de una copiosa muestra de hombres del occidente europeo, se manifiesta el retrato de un universo de deseos íntimos.
Si para los lectores de Die Geträumten los textos recorren la autopista de una vinculación muy focalizada, en Mutzenbacher estos transitan varios caminos, dispersos y hasta inconexos. Aparece la vía del silencio y la del rechazo, pero en mayor medida se toma el sendero de un juicio muchas veces moral y pone en juego la identificación; dos bordes filosos y vibrantes con los que la película juega con total conciencia. La afinidad con lo signado como monstruoso es un terreno áspero. Pero Beckermann escucha y muestra, nunca censura o juzga ninguna expresión, ni desde el montaje, ni dentro de la puesta. No importa si quien está frente a cámara adjetiva una relación sexual entre padre e hija como bella o habla de una asimilada fantasía pedófila, todos los hombres tienen espacio para expresarse a sus anchas. La realizadora dispone y ve, para volver a disponer y volver a ver. Con su puesta en escena y el ritmo de las secuencias, Mutzenbacherapela a una sensibilidad temporal dilatada, espaciada y continua. Algo a contramano de la sobreexcitación infinita común a la experiencia contemporánea y más parecido a un oleaje continuo y multiforme sobre una playa.
El otro borde filoso que asume la película resulta también el más puntiagudo. En un momento, dos hombres concluyen que la novela (muy probablemente escrita por un hombre) lava de culpas a los varones de sus abusos y atrocidades al detectar que en sus relatos, y a pesar de toda condición, la niña siempre termina por disfrutar de sus encuentros sexuales. Esta hipótesis resuena fuerte dentro de la película y aporta fundamentos a las posiciones más críticas. El rechazo argumentado de esta fantasía pornográfica masculina genera un contrapeso que entra en tensión con los testimonios de las personas que prodigan comentarios machistas o incestuosos (entre otras infamias) frente a cámara. La directora y el montajista tratan con equidistancia a todos, digan lo que digan. Y es así que somos testigos de una balanza donde oscila el juicio de unos frente a la soltura natural de los otros.
A primera vista, Mutzenbacher puede parecer una película presa de su propia rigurosidad científica. Hay algo de la experiencia cinematográfica que se completa con las conversaciones entre cervezas o cafés luego de las proyecciones, o en los viajes a solas y reflexivos camino a casa. Instancias de apropiación donde las películas dejan de ser algo ajeno a la vida de uno. Tiempos y espacios de digestión emocional puestos en crisis por muchos frentes. Hoy en día, un enemigo notable de esta experiencia es el reinicio de la vida cotidiana apenas se apaga el televisor o la costumbre de la fragmentación a voluntad de las películas impuestas por la creciente hegemonía de los visionados hogareños. Aunque el cuco no vive solo fuera de la salas, hay películas que por su propia forma también clausuran este tipo de vínculos. En los primeros minutos de Mutzenbacher aparece una amenaza: hay algo de agotamiento en el aire, de aroma a tiempo pretérito, a cosa zanjada. Quizás sea la lógica de testimonios sucesivos y constantes, de habla casi sin respiro y opiniones palmo a palmo alrededor del mismo tema, lo que puede generar en los primeros pasajes una impresión de asunto terminado, de discusión ya expuesta. El mencionado grado extra de asimilación de la experiencia tambalea al aparecer esta sensación de que todo ya ha sido dicho, de que sólo resta adentrarse en un flujo previsible. Parados en este lugar se puede sospechar el punto de partida del dispositivo de la directora: proponer hacia el afuera una discusión demarcada por los problemas políticos esbozados por los participantes censados en el laboratorio. Así, visto solo con este lente, Beckermann ocuparía el lugar de una doctora que exhibe las muestras de su experimento en un seminario. Mutzenbacher puede parecer el registro de un ensayo y no el ensayo en sí.
Gracias al tiempo, la constancia del oleaje puede transformar cualquier superficie. El montaje es el lugar donde se terminan de organizar las variables del experimento de campo de la directora, es el ajuste final sobre lo registrado y es, también, cuando los materiales se exprimen para oxigenarse. En el manejo de la duración de los planos, el montajista Dieter Pichler y Beckermann trabajan en pos de hacer visibles los contrastes y las preguntas sin respuesta abiertas en lo filmado. En varios pasajes del film se aprecian momentos de registro anteriores y posteriores a la acción de las escenas. La realizadora graba antes de preguntar y corta bastante después de la conclusión de la acción. En ese registro en apariencia desprolijo, en el que puede aparecer un microfonista o solaparse la voz de la directora desde el fuera de campo, surgen pequeñas respuestas, comentarios o silencios que a veces sugieren más que las porciones calculadas del film. En lo que según los manuales de edición debería quedar fuera del montaje, pero sin embargo se conserva, la película respira, emerge lo que no podrá repetirse y se expone la existencia de un gran fuera de campo del estudio. La película dispone un laboratorio para luego contaminarlo con breves atentados, contradiciendo el riguroso hermetismo necesario para su funcionamiento lógico. Son segundos, suspiros. Hay breves momentos en los que se acorta una distancia y en el que abre una posibilidad de serenidad frene a la interpretación de los textos; tener tiempo para asimilar lo dicho, poner un pie dentro de la película y convertir lo sobrecogedor de lo expuesto en algo propio. No por nada estos momentos son también los de mayor humor y gracia, como si la risa y la desfiguración de la regla ayudara a digerir la aspereza del tema y a crear relieves en lo bidimensional. Nunca hay asunto terminado en donde existe la contradicción. El mayor logro Mutzenbacher son estas instancias en las que el experimento se resquebraja y se sugiere un horizonte más allá de los límites del laboratorio. Si en un principio Beckermann encierra a cien hombres en un estudio para generar un efecto espejo con los cien que se reúnen en una sala de cine a ver su película, estos momentos de aire permiten que cada uno de ellos tenga tiempo y espacio para mirarse a sí mismos.
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Mutzenbacher, Austria, 2022.
Dirigida por Ruth Beckermann. Escrita por R. Beckermann y Claus Philipp.
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Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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