NADA ES PARA SIEMPRE
El fuera de campo del cine, la muerte, el no acontecimiento total; la caída fuera del tiempo, del verbo, de la región de lo filmable. El antes del lenguaje es otra forma de muerte, pero a través de esa azarosa invención —madre de todas las invenciones—, el lenguaje, se puede postular una existencia más allá de la materia e hilvanar ficciones alucinadas. La fantasía de volver a tener tiempo con la madre y el padre, la de recuperar aventuras con un hermano y un querido amigo, tras décadas de separación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, tiene como fundamento un deseo tan recurrente como el gesto mecánico por el cual alguien desesperado mira al cielo en búsqueda de amparo.
Es que la muerte, como estado absoluto de no existencia, es inimaginable, aunque asistir a la experiencia del apagamiento de la conciencia es asimismo confrontarse con su contingencia, su límite, su fin, lo que se confirma paulatina y dolorosamente a medida que mueren nuestros seres cercanos. Así se entiende sin rodeos el desmantelamiento material de todo lo conocido. El muerto no está en ninguna parte, su cuerpo subastado a la nada es la prueba. Dicho cinematográficamente: el fuera de campo absoluto es todo lo que no se puede filmar porque no está, pues el otro lado de lo filmable constituye simbólicamente la antimateria. ¿No es la muerte un sempiterno fundido en negro? Nada se ve, nada se oye. Nadie está ahí para percibir algo porque la nada (no) es condición de nada.
En un film hermoso y olvidado, un hombre de ciencia consigue filmar el final de la conciencia y la deseada transición a una dimensión inmaterial en la que esta parece ser memoria o un yo constituido por esferas de recuerdos almacenados como escenas de un film. El paso de una vida a otra empezaría con ese desprendimiento que postula el fenómeno de la conciencia disociado de la carne y en el que existiría una aglomeración de recuerdos selectivos. La máquina que graba los estados de conciencia solamente puede llegar hasta ese momento inicial, y el resto permanece como incógnita. El film se llamaba Proyecto Brainstorm, estaba dirigido por Douglas Trumbull y protagonizado por Natalie Wood (que murió un poco después de este rodaje) y Christopher Walken. Era un film entre otros, pero tenía grandes momentos especulativos, y Wood y Walken resplandecían en él.
Otro film amable al respecto es After Life. En su cándida metafísica, apenas conjurada poéticamente, los personajes flotan en un limbo por un tiempo intentando elegir un único recuerdo que se llevarán a la eternidad. De este ejercicio jerárquico se deduce un examen de conciencia sobre instancias vividas que indican la posición subjetiva de cada personaje. Algunos eligen actos desprovistos de importancia, como una caricia de una abuela o la percepción de un rayo del sol; otros eligen los presuntos pasajes de máximo placer; otros, simplemente, vacilan. En el film de Hirokazu Kore-eda se extiende la proyección de lo ya vivido en un tiempo intermedio, pero no hay salto hacia el más allá de la materia. El límite se impone, doblega, exige. La vida postrera a la que alude el título es un contracampo imposible.
En una película reciente titulada Mrs. Fang, el magnífico realizador chino Wang Bing reinventa el primer plano para filmar la contienda de una mujer con la muerte. Después de una escena inicial en la que se presenta al personaje unos meses antes de ser lentamente consumido por el Alzheimer, Wang se concentra en la penuria de esa mujer de la que se sabrá muy poco, excepto por la evidencia material que presenta el director y que funciona como exiguo contexto: una casa humilde, mobiliario indispensable, una familia numerosa, una economía ligada a la pesca. A Wang no le interesa (y no por eso la desprecia) la historia de esa mujer postrada, sino que está atento, más bien, a la microcósmica batalla entre lo orgánico e inorgánico, o al misterioso retiro de la conciencia aún suspendida por la incesante respiración que no cede frente a la lógica degradante de la entropía.
Por momentos, el lúcido realizador chino juega con la inocencia de las expectativas, porque es imposible no sospechar que pronto se será testigo del abandono de la vida en el cuerpo. En reiteradas ocasiones, ese momento tan sublime —y traumático, dado que se resiste a la simbolización— parece advenir, pero un mínimo gesto, que puede ser el movimiento ocular, un suspiro o un leve giro de la mano desdice lo que la percepción parece confirmar. Wang se abstiene, finalmente, de incluir la intersección o el pase de la vida a la muerte; eso quedará en fuera de campo.
El film de Wang es la constatación de la gran quimera que el cine tan solo viene a prolongar, pero que capitula, igualmente, frente a su condición espectral. Ningún hombre, ninguna creación, ningún objeto pueden vencer el trabajo del tiempo. Todo tiende al fin y lo perdurable es tan solo una idea antigua, un talismán en forma de palabra que disimula el desconcierto frente al inevitable saber de un destino físico indetenible.
El cine representó una contrafensiva frente a la finitud, acaso una forma eficiente de desacelerar la duración, que es al mismo tiempo la expresión de lo irreversible, pues filmar algo es siempre conservar un segmento viviente transfigurado de inmediato en una naturaleza fantasmal susceptible de revisarse en el tiempo. Tiempo filmado que podía, al proyectarse, volver a trascurrir. La paradoja reside en que la misma materia que cobija el tiempo filmado no puede esquivar su propia degradación. En el film de Wang muere una mujer, y ese testimonio persistirá por más tiempo que la memoria de los propios parientes que la han sobrevivido, pero aun así, ese film no tiene garantizada su inmortalidad. Las películas también mueren.
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La extraordinaria película de Bill Morrison, Dawson City: Frozen Time, es esencialmente una épica contra la finitud. Todo tiende a la desaparición; los hombres mueren y también sus invenciones y sus construcciones, que, si bien a veces los sobreviven, conocen la decadencia y la decrepitud. Paradójicamente, el cine nació con esa maldición ontológica, pero concretó de manera parcial un deseo: congelar el tiempo. Esa variable que determina el deterioro se detenía en una película.
En esta apasionante historia caleidoscópica de una ciudad canadiense cuyo crecimiento demográfico y económico no siempre parejo comenzó a fines del siglo XIX con la fiebre del oro y el boom de la minería, Morrison demuestra cómo desde ese período en adelante el registro cinematográfico (y ya no solo el fotográfico) empieza a ser un factor decisivo en la construcción de la memoria colectiva. La relación entre esa joven Dawson, que se expandió perniciosamente a la par de Tr’ochëk (la zona de asentamiento de los Han), y el cine es indesmentible; sobre todo cuando en 1978 se encontró una insólita cantidad de rollos de película en una pileta y en una excavación para empezar una construcción.
A partir de ese acontecimiento “arqueológico” y con los materiales fílmicos recuperados, Morrison propone una genealogía del cine y una reconstrucción empírica y espectral de la historia de Dawson (y del siglo XX). La imagen en movimiento documenta siempre, más allá de su propósito. Aquí se visualizan un sistema económico, disputas políticas, transformaciones técnicas y antropológicas, incluso se aprende sobre la propia historia material del cine, que en sus primeras décadas siempre estuvo ligada a los incendios.
La didáctica de Morrison es contundente, pues su secreto consiste en identificar regularidades en los archivos y reunirlas en el montaje construyendo así un gran relato que administra tanto el suspenso como sus picos emocionales. El método puede apreciarse en la forma en la que incluye el destino del jefe Isaac, líder de los Han, o en los modos de asociación con los que establece series conceptuales a través de la repetición de gestos y situaciones pertenecientes a películas silentes realizadas en Dawson. Son procedimientos poéticos admirables y de una gran inteligencia narrativa, siempre al servicio de un amor absoluto por el cine.
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El film de Morrison trabaja sobre los límites de lo perdurable del archivo analógico, pero poco se dice ahí de una nueva época en la supervivencia de las imágenes. La nobleza del fílmico ha demostrado su notable perdurabilidad; los coleccionistas y los archivistas han aprendido a detener el deterioro y conservar los negativos. Quienes han sabido conservar los materiales fílmicos del siglo XX han acopiado argumentos fuertes y suficientes contra la hipotética superioridad inicial que la digitalización de todas las imágenes del mundo habría de prodigar a la memoria universal.
Es cierto que se ha avanzado en la restauración digital de copias del pasado, pero al mismo tiempo se ha detectado la inestabilidad de la imperceptible sustancia incorpórea de lo digital. El paso de la luz y su huella en una película a la extraña codificación digital de un fenómeno que tiene lugar en un tiempo y un espacio (cuando no ha padecido ya en el mismo registro una transformación a un sistema combinatorio de ceros y unos) no ha conquistado la naturaleza de lo perdurable. Lo que se sigue filmando es susceptible de desaparecer, incluso sin aviso alguno. La eternidad digital es también una perdurabilidad con vencimiento.
Frente a la inevitable disipación de las imágenes en movimiento, tanto las analógicas como las digitales, se precisa de una política estatal que resguarde la memoria fílmica y digital que concierne a una nación. Cualquier película contiene una información que desborda su función narrativa: cada lugar filmado, cada hombre y mujer que posa frente a una cámara han sintetizado una experiencia que siempre sirve volver a visitar. El archivo supone el material insustituible de la memoria, que siempre es conocimiento y experiencia.
En efecto, hasta el siglo XIX, la historia de una nación se transmitía en la palabra escrita y en las locuciones que prescinden de la letra impresa y confían en el relato oral para enlazar épocas pasadas con el presente. La propia historia de un sujeto individual se ceñía a un diario o a los actos conmemorados por sus conocidos. La imagen en movimiento, cuya paradoja consiste en atrapar el presente en el mismísimo proceso que ya se modifica como pasado y que puede luego evocarse en su repetición, ha trastocado las formas de relación con el pasado y la historia, como también con el presente y la experiencia. Que un país como Argentina no tenga una cinemateca nacional es un signo demasiado significativo para ser pasado por alto. Desprecio por lo común, desidia institucional, desconsideración propia de la ignorancia. Además, esta inquietud por el archivo está en disonancia con su época. El comentario reciente de un funcionario sobre la evaporación de la historia en las inscripciones de un billete, gracias a la sustitución de un incómodo prócer por un simpático animal, es una revelación rotunda de un punto de vista que abarca todas las políticas culturales. El presente continuo como tiempo de existencia privilegiado es propio de los hombres de negocios. Estos descreen de la memoria y de cualquier signo que enaltezca una forma de existencia que no esté orientada a las riquezas. Nada más improductivo que un banco de imágenes, nada menos lucrativo que una cinemateca.
Fotogramas y fotos: 1) Dawson City: Frozen Time (encabezado); 2) Proyecto Brainstorm; 3) Mrs. Fang; copias en fílmico de algunas películas argentinas
Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de diciembre 2017.
Roger Koza / Copyleft 2017
Estimado Roger: creo que el inolvidable documental de Wim Wenders sobre Nicholas Ray es una aproximacion bastante cercana a ese gran fuera de campo que describis. Casualmente anoche en el Cairo tuve oportunidad de ver Dead Man (Jim Jarmusch – quien segun dicen empezo como asistente de Wenders en el referido documental-) y ahi se muestra la logica de muerte del capitalismo desenmascarado y la vision indigenista del paso al mas alla, representado en la ult escena de J. Depp y el bote cruzando el rio. Que en el 2018 sigan los avances (para no poner » los exitos») y felicitaciones por las nuevas incorporaciones, en especial la del «procer» FMP. Un abrazo
…Había una película de William Conrad con el mismo nombre de la de Trumbull, pero del año 63′, creo… supongo que solo coinciden en eso, pero no estoy seguro…