EL OÍDO DE LUCRECIA: UNA CONJETURA SONORA SOBRE EL CINE DE MARTEL
Lucrecia Martel presintió desde el inicio que el núcleo de su poética no radica en la perfección del encuadre y en el dominio de la luz, ni siquiera en su ostensible dominio del relato, sino en la aún no codificada naturaleza sonora del cine.
El vocabulario cinematográfico, como el de la filosofía y el habla cotidiana, está impregnado de términos visuales. Para identificar el comportamiento de una imagen sobran palabras; no sucede lo mismo con el sonido. Los cineastas sienten una atracción desmedida por la luz y suponen que su arte se define por los modos de visibilidad. Sin embargo, algunos pocos desconfían de la prepotencia soberana de la imagen e intuyen que el cine adquiere solamente una potencia total cuando el sonido, ese elemento bastardeado desde los inicios por una desdichada imposibilidad técnica, puede contrarrestar la certidumbre de la representación visual.
Martel pertenece a esa tribu minoritaria de cineastas que ha entendido que el sonido no es cuestión de técnicos y máquinas, ni un complemento naturalista de las imágenes. El sonido es una ontología exigente, un signo de la realidad menos susceptible de caer bajo el dominio del lenguaje, o en todo caso la expresión más inestable del mundo y sus apariencias. Una imagen se fija, un sonido se propaga. Por eso, cualquier cineasta que sepa emplear esa dialéctica intensifica las posibilidades expresivas del cinematógrafo. Martel resplandece como pocos; Martel ve con los oídos.
Nada más extraordinario que los primeros cinco minutos de La ciénaga. Toda una poética se despliega con una convicción admirable. Suena un trueno mientras se ve una panorámica de la montaña salteña; luego, viene un plano general en profundidad de campo, con varios ajíes rojos agrupados en contrapunto con el fondo montañoso, hasta que se lee la inscripción de los créditos.
De inmediato se apoderan del campo visual varios vasos vacíos y una mano que sostiene una botella de vino llena una de las copas. El derrame del vino está en un primerísimo plano sonoro, al igual que el choque de hielos agitado por la mano que empuña la copa. Todo se desarrolla al lado de una piscina, figura simbólica reiterada en el cine de Martel que reúne la podredumbre del agua que se estanca y la propia vitalidad del líquido insustituible para poder vivir. En el plano se divisan varias personas, pero no se las singulariza; los cuerpos están despersonalizados, como si estuviéramos frente a zombis. De pronto, esos hombres y mujeres empiezan a arrastrar las reposeras en las que están acostados; el sonido adquiere mayor fuerza y autonomía, es casi insoportable.
Tras esta magnífica orquestación sonora que instaura una cualidad ominosa del mundo, viene el título del film y la primera escena se circunscribe a una niña rezando. El contenido de la plegaria poco importa, sí su sonoridad íntima y musical, precedida por dos planos previos de la habitación en la que la niña yace acostada. El reemplazo de la plegaria por los sonidos de la tormenta y las reposeras raspando el suelo apenas se percibe, pero la sustitución es deliberada, como si se tratara de un fundido encadenado sonoro.
En este inicio prodigioso está cifrado todo el cine de Martel, una poética sostenida en fondos sonoros generales que sintonizan con una cualidad anímica de los personajes, que conforman siempre una comunidad delimitada y filmada microscópicamente. Ese fondo sonoro se constituye como un colchón ontológico del film, una zona de existencia para el relato. El fondo toma como modelo el paulatino abandono de la conciencia un poco antes de quedarse dormida. Acaso se trate de la propia memoria de la directora acostumbrada en su infancia al momento de la siesta. En la primera tarde, frente al calor agobiante, la niña se entrega al sueño. Antes de entrar en el sueño, ya con los ojos cerrados, los niveles sonoros se dilatan, las voces y los ruidos se van independizando de las referencias y el mundo pierde un poco de su orden. He aquí el principio poético del cine de Martel: representar el mundo bajo una conciencia extrañada, más cerca de la sensibilidad onírica. ¿No es La niña santa un magnífico sueño extendido? ¿No se podría decir lo mismo de La mujer sin cabeza? También se puede afirmar esto de algunos cortos, como Rey muerto y Peces. Los relatos de Martel tienen siempre algo de cuento narrado a alguien que empieza a quedarse dormido.
Los temas elegidos por Martel son precisos. En La ciénaga su interés no es otro que el retrato impiadoso de la decadencia de una clase (alta). La condición espiritual pusilánime de los ricos de la clase alta salteña contrasta con la dócil servidumbre que mantiene el orden doméstico. Gran parte de la tensión del relato pasa por las formas de interacción entre los dueños de casa y el personal de servicio. El relato es una colección de breves anécdotas circunscriptas a la cotidianidad en un territorio acotado en el que los personajes se amontonan.
El deseo entre diferentes es un subtema en La ciénaga, pero en La niña santa es el tema central. En efecto, aquí se trata de examinar el deseo atravesado por el delirio del discurso religioso mientras tiene lugar un congreso de medicina en un hotel salteño. La interacción de clases tiene menos relevancia aquí; el punto de vista se centra más en la interacción intergeneracional y en los modos de experiencia del deseo; como en el film precedente, no hay un protagonista específico; es un todo en movimiento signado por la retórica cristiana en un evento científico.
Si La ciénaga es más sociológica y La niña santa teológica y acaso secretamente psicoanalítica, todo el asunto de La mujer sin cabeza es de orden moral y político. Un accidente automovilístico en el inicio, que se oye pero no se ve, es lo que determina todas las conductas y las acciones de los personajes en un heterodoxo thriller en el que vuelven a tener importancia los privilegios de clase. Si bien es cierto que aquí sí hay una presunta protagonista, a la que vemos padecer los requerimientos de su conciencia, lo que verdaderamente importa es adivinar el modus operandi de los miembros de la clase a la que pertenece la protagonista, el cual permanece en fuera de campo pero tiene efectos innegables en la trama. El poder no se ve en su ejercicio, sino en sus efectos.
Falta decir algo de Zama, una película esperada por muchos años. La evidencia: un film de época, una adaptación literaria, una trama lejos del universo referencial salteño. Pocos han visto el film y casi nada se sabe de él. El tráiler sugiere una nueva fase en el cine de Martel. Han pasado casi 10 años desde su última película. El estreno es inminente. Tendremos entonces la tarea de seguir pensando el cine de una directora inimitable y siempre dispuesta a arriesgarse. Es por eso que el renacimiento de Martel tiene en vilo al mundo del cine. Las expectativas son enormes, algo comprensible, ya que se trata de una cineasta descomunal.
* Este texto fue comisionado por FIPRESCI Internacional y el festival Transatlamtik (Polonia). El texto ha sido publicado en inglés y polaco. Esta es la versión original en español.
* La niña santa (encabezado); Lucrecia Martel en el rodaje de Zama
Roger Koza / Copyleft 2017
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