PAULINO VIOTA Y EL CINE COMO RECUENTO SECRETO DE LOS DÍAS
Por Jaime Natche
La reciente edición del cofre de DVD “Paulino Viota: Obras 1966-1982”, por la distribuidora española Intermedio, prácticamente descubre al espectador actual la filmografía de uno de los más singulares cineastas hispanos de la historia. Elegido como el mejor lanzamiento en DVD de 2014 en la encuesta de la revista Caimán-Cuadernos de cine, este cofre incluye todas las películas (de corto, medio y largo metraje) del cineasta cántabro, acompañadas de un halo mítico y difícilmente accesibles hasta hace muy poco tiempo, aunque la restauración de su film Contactos (1970) por parte del Museo Nacional-Centro de Arte Reina Sofía de Madrid —que la incorporó a su colección permanente en 2009— contribuyó a poner a Viota de actualidad. Esta publicación en cuatro discos (con subtítulos opcionales en inglés y francés) y un libro de 64 páginas no solo tiene la virtud historiográfica de reunir íntegra la trayectoria de un realizador que no ha vuelto a filmar desde el año 1982 —con una extraordinaria presentación editorial y trufado de jugosos contenidos adicionales—, sino la de permitir apreciar con la perspectiva adecuada la progresión de un compromiso con el cine que va más allá de lo meramente profesional y que en la actualidad, a pesar de no expresarse en la creación de películas, prolonga con su labor como estudioso del cine y docente.
El debut de Viota como director cinematográfico es el cortometraje Las ferias (1966). Tomando como punto de partida la celebración de un acontecimiento estival alojado en la cotidianidad de su ciudad, Santander, el film es un intento de apuntalar la realidad enfrentándose por primera vez a lo incontrolable con una cámara de cine —Super-8, en este caso— y «completamente solo», como él mismo afirma en la entrevista incluida en el libro. Desde este primer trabajo comprobamos la voluntad del realizador de revelar el vínculo inseparable entre las películas y el lugar y momento en que se gestaron, indicando en los títulos de crédito iniciales la fecha y localización del rodaje. A modo de diario personal, pues, el cine se convierte en un relato íntimo del decurso biográfico del director, pero también en remanente de una vivencia que la cámara ha impresionado en celuloide para el espectador de los años venideros.
En sus siguientes trabajos, José Luis (1966) y Tiempo de busca (1967) —también filmados en Super-8—, Viota centra su mirada en el mundo adolescente del que él mismo forma entonces parte. Ya con una clara voluntad ficcional, la cámara se convierte en un ojo escrutador de los ambientes púberes que registra, y a veces, como ocurre en la secuencia del baile del primer corto, en un personaje más, aturdido entre los cuerpos de los jóvenes que agita la música de un vinilo. Buscando lo significante dentro de la insignificancia de la vida de unos adolescentes de una capital de provincias, con sus encuentros y desencuentros, en José Luis se produce la primera aparición —entre un grupo de muchachas que son presentadas a los chicos— de Guadalupe Güemes, compañera del cineasta y actriz, en lo sucesivo, de todas sus películas (una inscripción más de lo biográfico en su cine). Igualmente, el mismo Viota también aparece frente a la cámara, y lo seguirá haciendo en otros films, aunque como un personaje tangencial que apenas se desprende del escenario. La tosquedad en el uso de las herramientas del cine —que se percibe en su rudimentario doblaje, los desenfoques o los fundidos a negro ejecutados cubriendo progresivamente la lente de la cámara con la mano— debe entenderse como una expresión del proceso de aprendizaje técnico, supeditado por la confianza del joven Viota en las posibilidades narrativas del cine.
En su siguiente película, Tiempo de busca, el protagonismo pasa a ser femenino, con Guadalupe en un papel privilegiado y un relato mínimo que se recrea en sus gestos cotidianos. Como prolongación lógica, Fin de un invierno (1968) resulta de la confrontación en el mismo film de las derivas masculinas y femeninas narradas en sus dos anteriores cortometrajes, ahora encarnadas en una pareja en crisis. Tras un primera secuencia concebida como un encuentro con lo documental, con los personajes emergiendo del magma de la calle, los primeros planos del rostro de los protagonistas pasarán a convertirse en el vehículo dramático de esta película. En este film, donde la protagonista se plantea la búsqueda de un empleo y de un futuro más allá de la vida de la capital de provincias —de nuevo Guadalupe—, se confirma lo que ya intuíamos desde los anteriores trabajos: que las diferentes encarnaciones de la actriz podrían ser un mismo personaje que transita de una película a otra como en sucesivas etapas de su vida.
Fechado en mayo en 1970 —por tanto en las postrimerías de la dictadura franquista en España—, Contactos (1970) es el trabajo más célebre de Viota desde que el teórico Noël Burch (1) lo considerara una de las películas europeas más importantes de los años setenta junto a Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), de Chantal Akerman, y Deux fois (1968) de Jackie Raynal. Como generada por la cristalización de una rabia subterránea largamente retenida, Contactos es una obra que parte del desajuste como principio constructivo y motor de significación. El espectador contempla una sucesión de escenas que supuestamente han sido elaboradas para ser vistas y oídas por él, pero que, pese a todo, quedan fuera de su área de comprensión narrativa. Las acciones previsiblemente relevantes para entender el relato al que asiste se le ocultan, y el sentido de aquello que le es dado ver se le omite, de modo que durante la película prevalece en el espectador la sensación de que se entromete en algo ajeno, algo que transcurre al margen de su situación generalmente privilegiada. «No contestes, es temprano todavía», le dice en una escena un personaje a otro sin que sepamos por qué no debe contestar al teléfono y para qué es temprano aún. Consciente de esta limitación, el público del film la asume como una dificultad para acceder al mundo interior de la ficción —la diégesis de la película—, un acceso que el cine clásico ha normalizado mediante convenciones dramáticas y narrativas hasta hacer invisible la forma. Esa operación de exterioridad es algo que Noël Burch relaciona con el cine primitivo (es decir, aquellas propuestas que surgen desde la invención del cinematógrafo hasta las consolidación del modelo narrativo de David W. Griffith, en torno a 1915), pero que Viota utiliza para poner en primer plano tanto la opacidad del discurso fílmico como la del político en tiempos de dictadura. En este caso, el propósito del realizador es justamente hacer perceptible la forma, o sea, las decisiones del creador —su trabajo—, aquello que se prefiere hacer transparente para que el contenido y su ideología se absorban por el público sin violencia. Como afirma Viota en una de las declaraciones que figuran en los extras del cofre, «la manera de romper con la fascinación del contenido es poner la forma en evidencia».
Debido a esta labor de distanciamiento, desde un cierto punto de vista (el del modelo de cine dominante) podemos decir que el espectador de Contactos no es un espectador más privilegiado que alguien que pasara por la calle, contemplando la acción como cualquier transeúnte ocasional. En varios momentos que tienen lugar en el espacio público, los diálogos presumiblemente cruciales para el desarrollo del relato son inaudibles porque la cámara elige no acercarse a los actores. De este modo, la película alude en todo momento a algo a lo que no se llega a penetrar, así que solo cabe la conjetura: ¿los protagonistas son militantes de algún grupo político clandestino de izquierdas que prepara un plan?, ¿o tal vez amantes furtivos? En otra escena —filmada en una toma-secuencia, como la mayor parte de la película—, uno de los protagonistas rodea una manzana a pie mientras el otro le espera en la calle y cronometra el tiempo que tarda en ejecutar la acción. «Dos minutos y cincuenta y cinco segundos», dice a su compañero cuando completa la vuelta y se acaba la escena. Esta única línea de diálogo, que atañe tanto a la operación que mide el personaje en la diégesis del film como a la propia materialidad de la toma (puesto que es lo que dura proyectada), no expresa nada más que el discurrir puro del tiempo al que hemos asistido. Como en la construcción de las secuencias no conocemos un propósito narrativo más allá del lugar que ocupan en la película, podemos hablar incluso de una concepción estructuralista del cine. La idea de la escena relatada —la de la contemplación en una sala de cine del mero acontecer “sin contenido” del tiempo— es, por cierto, llevada a sus últimas consecuencias en un cortometraje del mismo año, Duración (1970), compuesto únicamente por la toma de un cronómetro cuyas agujas marcan el paso de un minuto y que es reproducido en bucle para que dure indefinidamente (es decir, hasta que la proyección se interrumpa o el espectador salga de la sala).
El siguiente largometraje de Viota, Con uñas y dientes (1977), da cuerpo a lo que Contactos dejaba sugerido cuando trataba los vínculos humanos y profesionales de una serie de personajes. Si, en aquella, la forma de la película estaba destacada en la misma medida en que el sexo y las relaciones de poder se mantenían reprimidas y fuera de campo, en Con uñas y dientes estas pasan a la superficie. Centrando su relato en el tira y afloja entre la patronal y los obreros de una gran empresa, y construida según una dramaturgia más convencional que el precedente largo, la película es también una indagación sobre la relevancia sociopolítica del gesto. Las actitudes combativas de Marcos y Aurora en la lucha sindical —sus gestos— descubren una incómoda lectura de la realidad del trabajo a la sociedad, lo que empujará a los esbirros de la patronal a la persecución de la eliminación física y la agresión sexual de uno y otro para mantener el orden establecido. Por otro lado, cuando, tras una primera noche en la que ambos personajes se dan la espalda pudorosamente al desnudarse en la habitación que comparten, Aurora y Marcos acceden a un encuentro sexual, la trascendencia de esta acción desborda la literalidad de la situación argumental entre ambos personajes. El descubrimiento mutuo de los cuerpos desnudos lo es también, de algún modo, para el espectador de la época, que empieza a ser testigo de la desnudez en una pantalla de cine tras décadas de puritanismo y censura. El cuerpo se convierte en un objeto de contemplación por sí mismo, adquiriendo de esta forma una actualidad sociopolítica. En otro momento, el trabajo sobre la gestualidad es empleado por un matón a sueldo para que el cuerpo de la persona a la que acaba de asesinar ofrezca una determinada lectura a quien encuentre el cuerpo: el asesino desarrolla una laboriosa puesta en escena para que el crimen sea interpretado como un suicidio. Porque al final, se da a entender, es siempre una mirada externa —ajena— la que se sirve de esos gestos para construir la realidad. Como dice la última frase del film, que podría dirigirse al público, «ahora son ustedes los que tienen la palabra».
El primer plano del ultimo largometraje hasta la fecha de Paulino Viota, Cuerpo a cuerpo (1982), es una mirada muda: un plano silente del rostro de Guadalupe Güemes extraído del cortometraje Fin de un invierno. A modo de flashback, el metraje antiguo viene a cubrir una ausencia presente; pero, en este caso, un testimonio real de catorce años atrás imprime el intervalo de tiempo en la propia materialidad del film, lo inscribe en el mismo cuerpo de la obra —que, en última instancia, deviene biografía del autor.
Cuerpo a cuerpo es una película sobre la hegemonía del actor. Abordando de nuevo el tema de la pareja —de varias parejas—, la película se concibe en torno a un desplazamiento de los cuerpos, y este movimiento se plantea como un juego de resistencias (periferia contra centro, pasado contra presente; deseo contra realidad) que se resuelve en cada momento de manera diferente. La sumisión del realizador al trabajo del actor queda patente en la escena de Pilar en el transbordador, donde confiesa sus recuerdos al personaje que acaba de reencontrar después de muchos años. Mientras habla, en una única y larga toma, el plano permanece fijo y no se interrumpe nunca para mostrar al que escucha. Esta decisión hace que se incida al mismo tiempo en el pasado (la memoria expresada oralmente) y en un presente manifestado por la autonomía que exuda el cuerpo de la actriz (a la vez sujeto y objeto de la escena). Los planos de Cuerpo a cuerpo no llegan a ser tomas-secuencias, como en Contactos, puesto que dependen íntimamente de los planos inmediatamente anteriores y posteriores, pero logran una gran independencia ontogénica —bajo el probable influjo de Renoir y Rohmer. Aunque, por encima de las variaciones de forma, esta película es, al igual que todas las anteriores, una confesión del propio autor sobre el cine como forma de vida. En la última escena, las palabras finales las dice Guadalupe en el metraje recuperado con que arrancaba el film: «No puedo imaginarme el separarnos». Es el cine el que habla, en realidad. La pareja de amantes de Fin de un invierno reaparece desde el pasado para confirmar que el tema principal del cine de Viota es la propia biografía del cineasta.
1. Noël Burch: Primitivismo y vanguardias: un enfoque dialéctico. Publicado en castellano en Itinerarios. La educación de un soñador del cine (Certamen Internacional del Cine Documental y Cortometraje, Bilbao, 1985).
* Jaime Natche. Crítico, montador y realizador de cine hispano-palestino. Su primer largometraje como realizador es Two Meters of This Land (Dos metros de esta tierra, 2012), firmado con su nombre árabe, Ahmad.
Jaime Natche / Copyleft 2015
Una nota sumamente didáctica, sin dejar de ser profunda, respecto a un cineasta para mi totalmente desconocido. Lo más importante es que estimula la curiosidad del lector para que se transforme en espectador atento, de una obra que por lo que se lee aquí vale la pena de ser conocida.