PLANO INICIAL: NINGÚN MUNDO MEJOR
El deber no tiene que ser otra cosa que el empeño por la verdad,
nombrar la realidad, no disimularla y nunca callar.
Osvaldo Bayer, en Rebeldía y esperanza
Queridos lectores:
Leo la primera línea de un poema titulado “No sé de ningún mundo mejor”, de Ingeborg Bachmann: “Quien sepa de un mundo mejor, que dé un paso al frente”. El resto del poema no deja de tener el tono deletéreo indisimulado del punto de partida, pero es menos convincente y los tropos que suelen definir la palabra en la poesía ya tienen mayor preponderancia. Dada las circunstancias, ¿debería dar un paso al frente?
No sé si Hanói es un mundo mejor que aquel experimentado por un lector de Córdoba, otro de Buenos Aires u otro de Bogotá, Madrid, Hamburgo, París, Lima, Ciudad de México, algunas de las ciudades que nos prodigaron lectores recientemente, al menos según el informe analítico que suministra el sitio en relación con las visitas que pasaron desde el 3 de enero en adelante, cuando se publicó La Internacional Cinéfila. Dicho esto: no sé, queridos amigos, si Hanói es mejor que otras ciudades, pero es uno de los pocos lugares en los que yo me siento en paz. Estoy tranquilo en la ciudad de las motos y el color rojo. (Sobre Vietnam diré algunas cosas en los próximos días; será el tema de una nueva sección).
Para alguien como yo, que nació en el siglo XX, los nombres de las capitales no constituyen una prueba veloz sobre los conocimientos mínimos que se tienen acerca de geografía. El mapamundi no es una asignatura; es una promesa. Detrás de una nación, hay una lengua, alguien que entona distinto algo del mundo, la enunciación de una forma de vida, el reconocimiento de una aventura epistémica. Los Lumière y sus colaboradores iniciales sintieron antes del cambio del siglo el deseo de acopiar de inmediato imágenes del mundo, todavía en el siglo XIX. Un camarógrafo filmó en Rusia, otro en España. Había que ir a verificar los datos de los mapas y los relatos de los viajeros; fabricar imágenes como testimonio de lo sucedido, resguardar una huella en el tiempo para que sea repetible, fue un destino posible. Esa época es inconmensurable respecto de esta, y las formas de percepción que habilitaba están en extinción. El viajero de hoy, si existe, lleva el mapa en el teléfono. No se aventura, solamente calcula su posición y sus convenientes pasos futuros. Viaja sin el riesgo de perderse y descentrarse.
En Hanói, como me pasó recientemente en Sampaloc, en Filipinas, me doy cuenta de que soy una criatura escrita por el cine. Y digo escrita por el cine, porque no soy solamente una memoria de imagen, soy también una memoria de palabras y sobre las palabras están encastradas las imágenes. En efecto, camino por Hanói y veo en el presente una vieja película de Santiago Álvarez. El pequeño libro que está en mi escritorio fue escrito en una prisión. El autor murió un año después de que yo nací, pero está en todos lados en las calles de Hanói. Desde que supe su nombre, aprendí su historia y lo admiré sin más. Diario de prisión de Hồ Chí Minh se lee en menos de dos horas, pero ahí se condensa más de un año de vida detrás de los barrotes. No es la primera vez que leo a un prisionero que sabe que en la palabra existe un poder de conjura sobre su condición de prisionero.
¿Qué tiene que ver todo esto con un sitio de cine? ¿Qué son estas palabras? ¿A quién se dirigen? Es simplemente una confesión, un estado del alma ante un mundo que me resulta cada vez más difícil de transitar por su hostilidad y su direccionamiento hacia lo bestial. Acá, es cierto, no me refiero a Hanói, que también tiene sus dilemas y sus contradicciones. El turismo de masas avanza, la tecnología también. El celular también ha tomado y subyugado el alma de los vietnamitas. ¿Por qué he dicho todo esto?
Con los ojos abiertos recibe visitas de todo el mundo, pero yo vivo en Argentina, como la mayoría de quienes me acompañan, más allá de que tenemos compañeros que envían sus textos desde otras latitudes, como Flavia Dima, Adrian Martin, Victor Guimarães, Martin Pawley y Ahmad Natche. Pero este sitio está en un lugar.
Escribir en Argentina significa asumir un presente en el que se modula la sensibilidad en relación con las imágenes sin mediación lingüística; la imagen está disociada de la palabra y la relación dialéctica entre palabra e imagen deja de existir; se prescinde de esa amalgama y la imagen basta por sí sola para la movilización de sentimientos. En verdad, hay una embestida contra el pensamiento (crítico), que puede constatarse en la ubicua retórica de las redes para desprestigiar las ciencias sociales, a veces con el asentimiento de intelectuales (críticos de cine incluidos), cuyo aborrecimiento de todo lo que, siquiera vagamente, les suene “progresista” o “de izquierda” es suficiente para dar rienda suelta a la ferocidad y la descalificación.
Pues bien, quien da la cara por este sitio se define como progresista. Cree en la libertad total del arte y del cine, y subscribe enteramente la visión de Stanley Cavell según la cual el cine puede mejorar la vida en común y de cada persona. Quien pone su dinero, su tiempo y su cara, quien trata de cumplir con un texto diario para sus lectores sin pedir nada a cambio se confiesa: soy uno de esos a los que hoy se los ve como portadores de una peste, soy un progresista, para muchos un bacilo, lo más bajo de la escala del ser. Como tal, soy simplemente alguien que cree en la racionalidad, la justicia social, el pensamiento emancipatorio y la fraternidad. Con quienes se sumen, en este nuevo año, daremos batalla, diremos que no a lo que no se puede aceptar y persistiremos en orientar nuestra inteligencia y capacidad crítica a la búsqueda de la verdad, incluso cuando la discusión sea de índole estética.
Roger Koza, editor.
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