PRISIONEROS DE LA SIESTA: A PROPÓSITO DE EL ARDOR
Por Nicolás Prividera
Un fantasma recorre el cine argentino, es el fantasma del género. Como sí, atenazado por los críticos hastiados de minimalismo y un público que busca emociones fuertes, el NCA se volcara de pronto hacia ciertas estructuras clásicas más afines a una audiencia masivo. La apuesta no es reprobable de por sí, ni es nueva: desde el inicio del NCA algunos jugaron con ella, como Caetano. Pero en Un oso rojo o Crónica de una fuga, el género no era saqueado superficialmente: más que incorporarse con forceps a la historia o pensarse como molde al que adaptar una, era consustancial a lo narrado. En esto, un cineasta como Caetano no hacía más que seguir la huella de Aristarain, que en plena dictadura había demostrado que el policial tenía todo por decir. En cambio, los que hoy como ayer simplemente importan esquemas (como es habitual en la comedia romántica y el terror, dos géneros últimamente tan transitados como el policial), o los que simplemente cambian de caballo a mitad del río (pasando de un cine aparentemente personal a uno abiertamente impersonal) parecen obedecer más bien a una rendición, o –en el mejor de los casos– a una victoria pírrica ante el mainstream. Veamos una de las películas recientes que mejor ilustra este ilusionismo.
El ardor es la tercera película de Pablo Fendrik, tras El asaltante y La sangre brota. La primera (un ejercicio de estilo) le abrió las puertas de Cannes. La segunda confirmó la búsqueda de un estilo duro para un relato convencional. La tercera es la vencida: en El ardor la convención derrota al modernismo, y la estilización aparece como mera coartada para echar vino nuevo en odre viejo. (En ese sentido, no diría que Fendrik “claudicó”, porque eso implicaría creer que alguna vez buscó otro camino. Y ese es justamente el error simétrico que cometen algunos críticos: defender o atacar según la trayectoria que ellos mismos imaginaron. Pero el éxito limpia todo, y al que lo consigue ya nadie le reclama nada: en cambio, si el resultado es fallido no hay misericordia, como le sucedió a Caetano con Mala, o a Gugliota con Arrebato). El ardor no menos previsible que cualquier subproducto de género (música omnipresente, consuetudinaria escena de sexo gratuita), pero las evidentes debilidades del guión (basta ver los repetidos e inverosímiles escapes) son menos irritantes que su concepto: el desangelado héroe mítico (encarnado por Gael García Bernal con la misma lejanía que el Che Guevara de Diarios de motocicleta) representa todas las contradicciones de la película (como ese tigre digital que ilustra el espíritu de la naturaleza).
El ardor conforma un producto en el que todo -tiempo, espacio, personajes, conflicto- está pasteurizado para mejor consumo de una audiencia globalizada. Las actuaciones y los parlamentos tienen el laconismo y violencia exigido en el cine festivalero (aunque algunos diálogos y resoluciones sean ridículos), al igual que los planos bellamente muertos y el tempo narrativo detenido en la insignificancia (todo dosificado con precisas efusiones de brusca sangre). Contrariamente al western –género con el que pretende emparentarse-, la película transcurre en un tiempo impreciso que se mitifica (en una suerte de comunión que ni siquiera alcanza el aliento de Los salvajes, aunque sí el mismo telurismo de qualité). Sin eludir ningún lugar común, y mezclando ingredientes de todo tipo (de Rambo a Apitchapong, por mencionar dos extremos) su única paradójica cualidad es la de generar un híbrido cuyo resultado estético es igual a cero.
El ardor es una literal película “de diseño” en la que cada ingrediente está calculado (desde la estética latinoamericana a la corrección política), y aunque el resultado tenga sabor a poco sin duda será la más exitosa de Fendrik. No extraña entonces que muchos vean este experimento de mutación como un éxito, pero es una repetida defección que los críticos asuman las razones del mercado, avalándolo con la excusa de que los directores dejan la “zona de seguridad” del autorismo para experimentar con el ´”género”, cuando (amén de que el autorismo nunca renegó del género) en casos como este se ve que simplemente se pasa de una zona de confort a otra: del indie al mainstream independiente (trayecto que un festival como Cannes ilustra en el escalafón de sus diversas secciones). Renunciando a su rol, el discurso crítico se contenta con encontrar evidentes referencias “autorales” (de la sobrevalorada Deliverance al inimitable Leone), para mostrar películas como esta como ejemplo a seguir por los realizadores emergentes. Pero no se trata solo de complacidos o complacientes críticos de cine: basta recordar que hasta un analista tan sutil como Fredric Jameson cayó en la trampa, allá lejos y hace tiempo.
En “Sobre el realismo mágico en el cine” (un artículo compilado a mediados de los ochenta en su libro Signaturas de lo visible), Jameson sucumbía a pensar ese movimiento como “una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo contemporáneo”. Parecía curioso ese rescate de un “género” que hacía rato venía siendo cuestionado (como todo el boom latinoamericano en tanto puro nicho de mercado) cuando en el mismo texto se denunciaba tempranamente un “cine de la nostalgia”, la “estética de la reducción a lo corporal”, y el abandono de lo laboriosamente aprendido por el clasicismo, reemplazado “por el más simple y mínimo recordatorio de un argumento que se despliega como violencia inmediata” (críticas todas que le caben perfectamente a El ardor treinta años después…). Jameson caía en la criticada mirada sobre el realismo mágico como clave de lectura del Tercer Mundo para la academia del Primer Mundo, en una lectura que reproducía el paternalismo colonialista que venía a combatir. Baste citar su presuposición de que “como lectores occidentales cuyos gustos (y mucho más) han sido formados por nuestro propio modernismo, una novela popular o de realismo social del tercer mundo tiende a parecernos (…) convencional o ingenuo, [pero] tiene una frescura de información y un interés social que nosotros no podemos compartir”. El viejo tema del “buen salvaje” en todo su esplendor.
Esa mirada, claro, no ha dejado de provocar a su vez distintas reacciones en América Latina a lo largo de su historia (como encarnaciones diversas del Calibán de Shakespeare). Para no remontarnos muy lejos, por la misma época en que Jameson escribía ese artículo Glauber Rocha se entregaba a su último experimento, A idade da terra (1980), en el que su “estética del sueño” venía a criticar su propia “estética del hambre”. Glauber se rebelaba contra su propio cine en tanto había sido fagocitado por el sistema (algo parecido hacía Pasolini con Saló (1975), que no casualmente también sería su última película). Sin embargo, un espectador extranjero no encontraría diferencia entre esa película inclasificable y Terra em transe (1967), o entre Deus e o diabo na terra do sol (1964) y O Dragao da maldade contra o santo guerreiro (1969). Más evidentes son para cualquiera las diferencias entre Prisioneros de la tierra (1939) y El familiar (1975), que pueden ser leídas con provecho junto a El ardor para ver como formas antagónicas de una misma tradición (el retrato de la ardorosa explotación): si la película de Fendrik es conservadora y la de Getino excéntrica, la seminal película de Soffici aun sigue marcando el camino de un cine popular de autor que no renuncia a contar sus coordenadas de espacio y tiempo con un vigor tan sorprendente en la actualidad como inusual en su tiempo.
Nicolás Prividera / Copyleft 2014
Gran nota! Felicito a Nicolás por este artículo. El último párrafo en particular, es magnífico, demuestra no solo sus amplios conocimientos de cine, sino también su capacidad para relacionar un filme, en este caso El Ardor, con otros del pasado del cine nacional, y vincularlos con la producción de otras geografías, haciendo aún más evidente sus limitaciones.