RAMS: LA HISTORIA DE DOS HERMANOS Y OCHO OVEJAS / HRÚTAR
FUENTEOVEJUNA
Por Marcela Gamberini
“Hombres necios que acusais a la mujer sin razón…” pareciera decir entrelíneas Rams, la historia de dos hermanos y ocho ovejas, cuando se desata la enfermedad entre la manada de ovejas que ocupan el pueblo y es ella, la veterinaria, una mujer, la que pide que se sacrifiquen todos los animales. Ella en ese mundillo de hombres recios, débiles, solitarios, ovejunados; ella es la que trae la amenaza y desordena ese mundillo tan ordenado y planificado en los lentos y fríos ritmos de la naturaleza.
La inminencia de la enfermedad pone en crisis al pueblo entero y esa crisis será vista en un principio como una amenaza a la economía del pueblo, exclusivamente ganadero. La reacción de sus habitantes es diversa: algunos de ellos por fin logran tomar la decisión de irse (los jóvenes sobre todo) y dejar atrás la aspereza de una vida compleja; otros deciden acatar la amenaza y sacrifican sus animales, otros protestan. Lo esencial es que frente a la amenaza de desorden, todo se complica.
Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas / Hrúta, Grímur Hákonarson, Islandia-Dinamarca-Noruega-Polonia, 2015
En ese pueblo de hombres rudos, barbudos y de pelo largo como si fueran de a poco mimetizándose con las ovejas, vestidos con sweaters de pelo de oveja y algunas mujeres, pocas, de cachetes colorados y de pelo rubicundo y de poco hablar y menos decidir se constituye una comunidad que trabaja en torno a la ganadería. Desde lo social, este pueblito de Islandia, mágico en sus paisajes, en sus nieves y en sus caminos, fotografiado maravillosamente por el noruego Sturla Brandth Grøvlen, quien fuera el hacedor del plano secuencia de la sobrevalorada Victoria de Sebastian Schipper.
En Rams, los largos planos, como por ejemplo el inicial donde la proporción de cielo es igual a la proporción de la tierra y a cada lado se observa una casa, dicen mucho más que muchas palabras y está más allá de un mero formalismo. Los caminos cruzan las rústicas tierras de manera exacta y a la vez errática, cualidades también de los también rústicos habitantes. Las secuencias en esos espacios helados habla no sólo de un paisaje inhóspito sino de la soledad, el extrañamiento y la poca sociabilidad de esos personajes que sólo pueden establecer relaciones amorosas con los animales. No hablo explícitamente de amor carnal en este caso, ausente en toda la película, aunque algunas imágenes parecen sugerir aquella vieja idea de la zoofilia, del hombre solo, con sus ovejas, de ese jefe de la manada que es el único que las entiende y las cuida. En definitiva, los paisajes, los espacios son en Rams el reflejo de la gente que lo habita, con sus heladas interiores, su imposibilidad del amor, la rusticidad de sus sentimientos y la aridez de sus diálogos.
Sin embargo, la enfermedad, esa amenaza que aparece encarnada en las ovejas, es la que va a sacar a la luz (siempre fría) la necesidad del resguardo de las tradiciones –cuidar el linaje de las ovejas va a ser central- y a la vez la necesidad del reencuentro de esos hermanos separados hace cuarenta años. Bajo esos cielos plomizos la película vira en sus matices genéricos. Aquello que empieza como una comedia ligera centrándose en ese concurso de ovejas, termina siendo un profundo drama individual y social. Y este transcurrir de géneros se realiza de forma lenta y pausada, contada como un cuento popular, un relato acerca de las relaciones humanas donde el final es el verdadero broche de oro de la película. Ese final que impacta, que se vuelve sensible, donde los cuerpos desnudos se funden en un abrazo que los entierra; es justamente ahí cuando el verdadero valor de la película se constata por entero; el latir de su helado corazón. Seguramente este final sitúa a la película en otro lugar estético, político, sensible. Sin esta escena Rams quedaba de nuevo encerrada en ese conjunto de películas que por su esteticismo se vuelven vacías, erráticas y pura formalidad.
Marcela Gamberini / Copyleft 2016
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