RONDAS NOCTURNAS. SEXO, RECLUSIÓN Y EXTRAVÍO EN EL CINE ARGENTINO
El cuerpo desnudo, errante, expuesto, escondido, vulnerable, exuberante, extasiado, aparece en todos los fotogramas de Rondas nocturnas. En las imágenes del libro hay hombres −sobre todo (aunque no únicamente) son hombres− que contemplan a otros hombres, o que se abisman en el deleite de sí mismos. Clavan su vista en una pantalla, se buscan entre vidrieras, en el fondo del espejo, en la tapa de una revista, frente al río. Al lado del camino, ensimismados, perdidos en una ciudad inmensa, transitan el encantamiento de algún amor, el sacrificio del deseo, el peligro de la condena, de la persecución, del encierro, y también los placeres más excéntricos para los anales del cine convencional.
Una cita de La imagen justa, de Ana Amado, encabeza el ensayo de Lucas Martinelli: “¿De qué manera lo político se restituye a través de la emergencia de nuevos universos simbólicos?” (2009: 50). Este interrogante apunta al corazón de la pesquisa sobre las formas de percibir, de pensar y de figurar el poder y las relaciones de subordinación que el cine puede poner en crisis. Y no me refiero solo a las operaciones textuales de algunas películas (que, por supuesto, son desentrañadas a lo largo de los capítulos) sino también a la circulación del deseo a uno y otro lado de la sala de proyección. Un deseo que recorre los márgenes sociales. Un deseo polimorfo y proliferante que se cuela a través de los pliegues del discurso. Un deseo sexual disidente e incómodo que se mete en el cine para salir del armario.
Un amigo me invitó a ver una película en el cine; se trataba de algo sobre homosexuales. Era el año 2005, yo tenía diecisiete años y aún no había confesado mi condición sexual en público. En la sala de proyección, hubo algo en aquellas imágenes que me interpeló a querer vivir entre sus texturas: un descenso por los sótanos daba lugar a al éxtasis, y la vuelta a la superficie desprendía caminatas placenteras por la ciudad que me ubicaban allí, errante, perdiéndome entre luces iridiscentes. Me sorprendió una manera de mostrar las cosas: los encuentros entre los personajes no presentaban ninguna culpa, sino que eran vividos desde el goce como invitaciones a experiencias nuevas. Las palabras del narrador acompañaban un proceso de exploración que me dio ánimos para salir y compartir con otros lo que me pasaba. Un año sin amor (2005), de Anahí Berneri, puso en escena ante mis ojos la fricción entre la asunción de la propia sexualidad y la falta de entendimiento del entorno familiar. (2022: 15)
Por cierto, la obra de Pablo Pérez, llevada al cine por Anahí Berneri, tiene como protagonista a un sujeto extremo: homosexual, portador de VIH, aficionado a las relaciones sadomasoquistas, y poeta. La poesía, la escritura, funciona como puerta de entrada al universo erótico, siguiendo casi al pie de la letra una definición de Roland Barthes: “Escribir. Señuelos, debates y callejones sin salida a los que da lugar el deseo de ‘expresar’ el sentimiento amoroso en una ‘creación’ (especialmente de escritura)” (2009: 131). Si el discurso amoroso no es más que “un polvo de figuras que se agitan según un orden imprevisible a la manera de las trayectorias de una mosca en una habitación” (Barthes, 2009: 118), el libro de Martinelli concibe las películas como cuerpos que precisan abandonar el closet para desnudar la matriz heterosexual de la historia del cine argentino.
Esta perspectiva crítica sobre el cine moderno y contemporáneo busca aflojarle el corsé, tal como se materializa en el gesto de Sor Juana Inés de la Cruz cuando le desabrocha el corpiño a la virreina, en una de las secuencias de Yo, la peor de todas, el quinto largometraje de María Luisa Bemberg, que transcurre en un convento habitado por monjas “piadosas”, “tibias” o “descarriadas”, que Martinelli explora en un pasaje rutilante de Rondas nocturnas:
La celosía es un enrejado que se pone en las ventanas o aberturas para permitir ver a través de ella sin ser visto. Este elemento arquitectónico está presente en los confesionarios de las iglesias cristianas apostólicas y romanas, así como también en lugares de los grandes teatros de principios del siglo XX. [Nota al pie: En la Argentina, y particularmente el Teatro Colón, estos espacios eran destinados para que las mujeres, en períodos especiales como la viudez, pudiesen asistir al espectáculo sin ser vistas en público.] La figura de la celosía es recurrente en la obra de Bemberg, en su expresión plástica y en su aspecto simbólico, por ser un dispositivo que organiza las posibilidades de lo visual: permite ver y, al mismo tiempo, ocultar. [Nota al pie: En este sentido, Ana Forcinito (2014: 42) considera que la imagen del encierro condensa el punto de partida de las miradas, las voces y los sonidos que encuentran los puntos de fuga de la asfixia producida por las pautas dominantes y heteronormativas que rigen la reclusión doméstica y conventual de las mujeres.] Ese movimiento de modulación entre lo que puede y no puede ser visto permite una relación desde lo arquitectónico y lo escenográfico de la celosía a lo directamente físico y ligado al cuerpo en el uso de un accesorio de indumentaria como el velo. Por otro lado, en la misma cadena de significantes, el “celamiento” resulta una demarcación del otro como un territorio que ciertas perspectivas feministas buscan romper. (2022: 63)
Justamente, esta revisión del cine implica preguntarse cómo plantear desde el presente una lectura del pasado que no dependa de la mera decisión de mirar hacia atrás. En este sentido, una arqueología sobre fragmentos de la historia, que no se piensa en bloque sino a partir de las propuestas formales y temáticas de algunos films, puede desorientar e incluso hacer tambalear los marcos de visibilidad de los cuerpos. En especial, cuando se trata de cuerpos que desobedecen la heteronormatividad.
Así, el libro se estructura a partir de dos grandes figuras que organizan el campo sexual y textual: la reclusión y el extravío, con sus derivaciones. Crónica de un niño solo (1965), de Leonardo Favio, y La Raulito(1975) de Lautaro Murúa aparecen como ejemplos paradigmáticos de “reclusión sanitaria”, mientras que Habeas Corpus (1986), de Jorge Acha, y Yo, la peor de todas (1990), de María Luisa Bemberg, constituyen casos de “reclusión disolutoria”. Por otra parte, el extravío se ramifica en “lo migratorio” −Bolivia (2001), de Adrián Caetano, y La león (2007) de Santiago Otheguy−, “el yire” −Vagón fumador (2001), de Verónica Chen, y Ronda nocturna (2005) de Edgardo Cozarinsky− y “lo criminal” −Vil romance (2008) y Fango (2012) de José Celestino Campusano−. En estas películas, la vida en común y los lazos de amistad son absolutamente determinantes para imaginar una salida del encierro penitenciario, de la represión y de la humillación policial; detrás de los barrotes de una celda, aun despojados de humanidad, en las penumbras de la desprotección jurídica y política, los sujetos que son el blanco de los dispositivos de control logran, en el cine, y a través del cine, imaginar y articular modos alternativos de vida: me parece que esta es una de las hipótesis más contundentes del ensayo. ¿Puede pensarse el cine como el lugar de una resistencia posible? El cine es tanto el artefacto donde se lleva a cabo la sujeción a los aparatos biopolíticos (planes sanitarios, políticas reproductivas, precarización del trabajo, construcción del pobre y del desempleado, controles inmigratorios), como el terreno de subjetivaciones donde devienen prácticas de autonomía, a distancia de la normalización. Las experiencias de migración, los callejeos urbanos y las transgresiones a la ley dejan al descubierto los conflictos de clase y de etnia que atraviesan las sexualidades, así como la potencia de las alianzas colectivas que pueden resistir al sufrimiento y a la violencia.
Tanto la teoría feminista como la política queer se ponen en movimiento a través de un modo de ver que procura la desidentificación con las normas reguladoras que materializan la representación de la diferencia sexual. Esas desidentificaciones redefinen cuáles son los cuerpos, y con ellos, las películas, que importan. Martinelli demuestra que no hay ninguna representación disidente que se sostenga por fuera de los acuerdos colectivos y los consensos estéticos que establecen lo que cada cuerpo, cada película, cada cineasta, cada espectador puede hacer con esas representaciones. Si ninguna forma de vida emerge sin que se den las condiciones para su inteligibilidad, el libro de Martinelli sostiene una voluntad de interpelar (y cuestionar) la narrativa heterosexista de la historia del cine.
Frente al silenciamiento o la invisibilidad, el desafío consiste, entonces, en mostrar aun sabiendo que las imágenes corren el riesgo de contribuir a que la diferencia o la disidencia termine asimilándose a los patrones hegemónicos de representación. Conocemos los efectos materiales y simbólicos del afán de integración: la rutina, el olvido, la insensibilidad. Pero lo que Lucas Martinelli a la vez comprende es que dar a ver no es apenas exhibir, sino disponer las imágenes, multiformes, mutantes, cuerpo a cuerpo con el imaginario social, de modo que el desvío, y por qué no el desvarío que propone Rondas nocturnas para hacer salir (a) las películas del clóset involucra una relectura del cine como dispositivo de subjetivación y práctica cultural que interviene en la distribución de valores, sensibilidades, fragilidades y fortalezas. Otra tal vez será la historia cuando esas masculinidades anquilosadas que colman el cine argentino (de nuevo: a ambos lados de la pantalla) se atrevan a inventar y a multiplicar otros modos de vida y otras economías afectivas allí donde el orden patriarcal y compulsivamente heterosexista sostiene que sólo debería haber ley, regla o costumbre.
Referencias
Amado, Ana (2009). La imagen justa. Cine argentino y política (1980-2007). Buenos Aires: Colihue.
Barthes, Roland (2009). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI.
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Martinelli, Lucas, Rondas nocturnas. Sexo, reclusión y extravío en el cine argentino. Buenos Aires: Fundación CICCUS, Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, 2022. 192 páginas.
Julia Kratje / Copyleft 2023
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