UNA SEMANA Y UN DÍA / SHAVUA VE YOM
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
EL AJUSTE
Una semana y un día / Shavua ve Yom, Israel, 2016
Escrita y dirigida por Asaph Polonsky
** Válida de ver
Un debut promisorio, un tema arduo y un film inteligentemente ligero.
Músico e hijo único, Ronnie Spivak tenía 25 años; acaba de morir. No se especifica la enfermedad, pero su carácter deletéreo es indudable. Nada se sabrá de Ronnie, ni siquiera habrá una imagen de él, excepto una fotografía de la infancia donde se lo ve de espaldas. Por definición, es imposible ver a los muertos: la inmaterialidad los define, la ausencia eterna. Por eso no es fácil para los vivos sobrevivirlos, y menos aún si se trata de un hijo.
Cualquier experiencia humana solicita de un cineasta sensibilidad y entendimiento. Cuando se filma la experiencia de duelo, la exigencia es aún mayor. Todo duelo se precipita por un ausente. El duelo no es otra cosa que la obligada operación anímica por la que la aflicción empieza a acomodarse para dar lugar a una nueva forma asimétrica de relación, que nunca es del todo satisfactoria: lo que le queda al vivo es un fantasma.
En su ópera prima, Asaph Polonsky toma una decisión de gran coraje: escenifica un duelo, pero lo reviste de comicidad. ¿Una comedia sobre el luto? No del todo, aunque hay varias secuencias cómicas que bien pueden justificar una descripción semejante. La escena en la que el vecino de la misma edad de Ronnie fuma un porro con el afligido padre y luego empieza a bailar como un tonto no es justamente un número musical para acompañar a las plañideras.
Una semana y un día comienza cuando la observancia del duelo por siete días del judaísmo ha concluido. Después de la Shivá, la vida continúa. ¿Es así? En el primer día, la realidad circundante resulta inverosímil e irrisoria. El punto de vista elegido por Polonsky es el del padre, lo que determina que el relato le dispense mayor atención al ajuste paulatino que ese personaje debe hacer entre lo irremediable (la muerte de su hijo) y lo irrenunciable (la voluntad de seguir viviendo). Eso no significa que la experiencia de la madre esté elidida. Los contrastes en cómo ellos experimentan ese ajuste espiritual es notable. Hay dos escenas admirables sobre cada caso, que tienen lugar en un cementerio y en el consultorio de un dentista respectivamente.
Quien haya experimentado la muerte de un ser querido sabrá que la cualidad del tiempo se modifica por unos días. Esa índole flotante de las horas posteriores es la propia lógica del relato. El tiempo del relato y la métrica de la duración de cada escena tienen un ritmo sincopado que cancelan la habitual regularidad de los actos (filmados). El tiempo del duelo rige en el interior de la puesta en escena.
El espacio también le interesa a Polonsky. En principio, gran parte de la película transcurre en la casa familiar. Como la muerte de un hijo es un evento demasiado anómalo en la vida de cualquier hombre, el costumbrismo (una estética de la convención acerca de los modales, las creencias y las formas de asociación afectiva) acecha con menos determinación que en otro tipo de películas familiares. El cine israelí, como cualquier otra cinematografía, no está exento de este atajo conservador por el que se representa una forma de vida como una cultura ordenada y clausurada en sus certezas.
La táctica más frecuente y perezosa en el cine (israelí) es negar la pureza y la legitimidad de las costumbres y dejar que se filtren la perversión y la vileza. Si los israelíes consiguen eludir la obsesión en torno al maltrato de los palestinos (justificándolo o culpabilizándose), su segunda elección recae en identificar deseos inconfesables y actos reprochables en la dinámica familiar. La sordidez es una tentación para el cineasta inconforme. No es el caso de Polonsky.
Es curioso el registro doméstico en Una semana y un día. El cuarto del hijo funciona como fetiche inmediato de la ausencia, pero no se abusa de esta función. Una escena un poco subrayada donde se acuestan a descansar el hijo del vecino y el padre contrasta con otra en el que el cuarto funciona como caja de resonancia obscena del eco de los vecinos que tienen sexo como conejos. En el dormitorio de un muerto, el sonido del sexo constituye una intrusión enigmática.
Más inescrutables son las elecciones de encuadre en ciertos cierres de escena que no comportan una importancia decisiva en el relato, pero que en la forma elegida de registro dejan entrever una intencionalidad sin ningún significado sugerido que se prediga de la manifiesta geometría empleada en esos planos. No es necesario conjeturar nada al observar el uso de la profundidad de campo cuando el joven vecino va en busca de su reproductor de videocasete y el plano permite seguir tanto el movimiento del vecino como las reacciones del padre, repetición de una modalidad de registro que también tiene al padre como protagonista y a su mujer en el inicio: el rostro del padre se ubica en una línea perfecta y en continuidad con una baranda de la escalera a la izquierda del plano en su borde inferior. Enrarecer la visión de lo doméstico ayuda a desmarcar la progresión dramática de cualquier atajo costumbrista. Es una hipótesis. El tiempo y el espacio trabajan a favor de singularizar la experiencia dramática de los personajes.
Debut promisorio el de Polonsky. ¿Quién puede con tanta delicadeza respetar y filmar un sentimiento devastador sin la protección estética de la solemnidad? ¿Quién se atreve a reír un poco ante la evidencia de una desgracia así? Como en la aludida escena, en la que los sonidos de un orgasmo penetran en la habitación del hijo, Polonsky interviene sobre el mayor dolor conocido en la vida los hombres con una fuente de consolación vitalmente indebida: el humor.
* Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior en el mes de junio 2017
Roger Koza /Copyleft 2017
Gracias¡¡