SIMÓN DE LA MONTAÑA
SER Y NO SER
Nadie sabe exactamente quién es o qué es. Preguntárselo puede ser incómodo e incluso peligroso, porque ser consciente tiene un precio, y no serlo, paradójicamente, también provoca un déficit. Simón de la montaña transmite esa incomodidad de principio a fin, propone un método de indagación sobre la identidad y no responde al interrogante que la sostiene. Su misterio reside en su ambigüedad, su acicate en la aporía constante que se escenifica nítida y piadosamente en la última escena.
Simón tiene 22 años. Vive con su mamá y el novio que la acompaña en algún paraje montañoso de Mendoza; trabaja con él como ayudante de mudanzas. Algunos videos de su niñez indican que le gustó desde chico el escenario teatral. Podía disfrazarse, podía ser otro. Que el material empleado sea auténtico y el niño que alguna vez fue Lorenzo Ferro invista a su personaje juvenil de Simón es una gracia con la que cuenta la película. Añade una característica decisiva al personaje, una verosimilitud que filtra en la ficción una verdad inesperada. Hasta acá, la descripción que atañe al personaje de la ópera prima de Federico Luis podría ser el prolegómeno de un drama propio de un joven cualquiera que vive en un lugar inapropiado para desarrollar su talento y elegir un destino que reponga su talento. Eso no impide que Simón actúe.
En efecto, Simón interpreta un papel constante. Sale de excursión con sus compañeros de escuela a la montaña, va a la clase de natación, asiste a una obra de teatro de sus amigos. Su papel le exige un movimiento peculiar de su cabeza, una laboriosa posición de su mandíbula, un desplazamiento desparejo de sus pies al caminar y una forma de hablar. El de la montaña se comporta como un discapacitado, aunque debido a una travesura en un baño en solidaridad con un amigo, el responsable de la institución para personas con discapacidad a la que Simón asiste junto con sus amigos descubre que él no tiene ese documento y jamás ha sido inscripto. Simón no es uno de ellos, más allá de que a sus compañeros no parece importarles tal diferencia. Ese episodio implica a la madre de Simón, quien no entiende literalmente nada. La perplejidad de la madre tiñe el relato y se introyecta en el observador.
Federico Luis tiene un actor formidable para instigar a su audiencia a preguntarse por la identidad. Como sucede con Nahuel Pérez Biscayart en clave surrealista en El jockey de Ortega, la oscilante experiencia de su protagonista consiste en plasmar la contingencia del yo. El pretérito principio de identidad se doblega en ambas películas por razones y elecciones estéticas distintas. El tono realista de Simón de la montaña agujerea las certezas y las supersticiones desde el interior de la consciencia del personaje. Poder escuchar como él, debido a un plano sonoro subjetivo que proviene del hecho de que emplea un audífono para sordos, posibilita una proximidad al desorden del yo. La percepción sonora modifica los énfasis de la realidad; en la audición se percibe la desgarradura de la conciencia. Que un cineasta se concentre en el sonido inestable como cifra de la identidad dice mucho de su estética. Luis es un cineasta.
Pasan muchas cosas en Simón de la montaña. Hay secuencias de suspenso, alguna pelea, algo de sexo, un poco de comicidad. Todo eso gira alrededor de un vacío que jamás se pretende conjurar, sino más bien sustentar hasta el último minuto. El único indicio de quién puede ser Simón consiste en reconocer que él se siente más a gusto con aquellos que tienen un documento de discapacidad. En esa comunidad, se desenvuelve con confianza y el acecho del desamparo permanece a distancia.
Simón de la montaña, Argentina, 2024.
Escrita y dirigida por Federico Luis.
*Publicada en La Voz del Interior en el mes de noviembre.
Roger Koza / Copyleft 2025
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