SIMPLEMENTE EL CINEASTA
Por Roger Koza
El 23 de septiembre me habían pedido del diario en el que publico regularmente que prepara una nota sobre Leonardo Favio, quien estaba muy mal y que estaba a punto de morir. Recién llegaba a San Sebastián. Intenté escribir el obituario dos veces pero no pude. No podía escribir sobre un vivo como si estuviera muerto. Pasó un mes y medio y Favio, finalmente, murió. Me llamaron del diario a los 10 minutos que se dio a conocer la noticia. Recién ese día y al instante de saberlo, escribí.
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Ni bien empezó a correr la noticia por las redes sociales, incluso antes que se publicara el anuncio de su muerte en las versiones online de los diarios argentinos, algunos programadores, cinéfilos y críticos de toda Latinoamérica ya habían empezado a hacer pública la tristeza infinita que provocaba el conocimiento irrefutable de la muerte de un grande: Leonardo Favio.
Si bien no se dedicó a la comedia, y tampoco se convirtió en un ícono mundial del siglo XX, Favio fue, en cierto sentido, nuestro Chaplin: un cineasta tan popular como sofisticado. Su ópera prima, Crónica de un niño solo (1965), dedicada a su mentor cinematográfico, Leopoldo Torre Nilsson, demostraba plano tras plano que el cantante popular tenía una clara noción de puesta en escena, no muy lejos del refinamiento de un Robert Bresson.
Quien recuerde aquel pasaje secundario del filme en el que Polín (Diego Puente) observa una vidriera mientras camina en la noche por una de las calles de Buenos Aires podrá verificar la elegancia de un cineasta capaz de transmitir en pocos segundos el desamparo de su personaje. Nada que envidiar a los 400 golpes (1959) de Truffaut, igual que Favio comenzó con un filme en el que revivía sus experiencias de niñez. Escapar de un correccional, sentir la soledad del mundo en una edad impropia para semejante evidencia, no eran temas surgidos de un taller de guión; aquí Polín era Favio, como Antoine Doinel era Truffaut.
Si el padre de Favio lo abandonó en su infancia, Favio adoptó, no mucho tiempo después, a un gran padre simbólico: Juan Domingo Perón. El presidente argentino fue para él no sólo una figura política, el primer representante del pueblo que venía a legitimar el derecho de los que menos tenían, sino una figura paterna y mítica. Favio fue el cineasta peronista por excelencia, aunque el peronismo en sus películas no pasaba por un filtro partidario y menos aun por un reclutamiento sesgado orientado a una inmediata visita y afiliación en la unidad básica más cercana. No hace falta decirlo, pero su peronismo cinematográfico no hay que buscarlo en Perón, sinfonía de un sentimiento (1999), una obra extraña, kitsch, hiperbólica, sino en la sustancia de todas sus películas, donde la conciencia de clase era una evidencia.
Favio sintonizaba con la cultura popular de su tiempo y podía establecer incluso un puente político e histórico entre su presente y el siglo pasado: Juan Moreira (1973), protagonizada por un joven Rodolfo Bebán, basada en la novela homónima y decimonónica de Eduardo Gutiérrez, prefiguraba en ese gaucho marginal y “bárbaro” a todos aquellos que habían quedado relegados y olvidados en el gran relato de la Nación. Desde ese título en adelante, Favio dejaba el extraordinario blanco y negro de sus primeras películas, y con el paso al color se iniciaba un segundo período, el más popular de todos. Su película más vista, Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Soñar, soñar (1976), que puede ser leída como una respuesta poética a la época sórdida y oscura que entonces arrancaba, son los filmes de ese período.
Favio no solía volver a ver sus películas, excepto algunas escenas. Pero le gustaban casi todas las escenas de El dependiente (1969), y es comprensible. Su tercera película es una obra maestra indiscutible. Su modernidad es soberana, y en este film que podría haber sido la envidia de un joven David Lynch, incluso aquí, la cuestión popular está en la esencia del relato: un asalariado espera por heredar la ferretería de su patrón.
Ha muerto Favio. Ha muerto una rara avis: un cineasta popular.
Este texto fue publicado por La voz del interior durante el mes de noviembre 2012.
Roger Koza / Copyleft 2012
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