SIN PALABRAS
En el teatro nō, el movimiento de una mano puede significar la aparición de una montaña. Un gesto apenas perceptible instituye una aparición en el escenario; el espectador que no conoce el código no consigue ver absolutamente nada. Este enunciado suele representar un problema de apreciación; parece fácil de entender, pero no lo es. El gesto en el teatro nō no designa una palabra para que esta contextualice la acción, como si fuera una operación para señalar un fondo pictórico que sirve para situar al actor, a la manera de una inscripción propia del cine silente que avisa que la acción tiene lugar en tal lugar. El gesto aquí es otra cosa: literalmente, hace aparecer, propicia el fenómeno, lo materializa sin necesidad de explicitarlo. Es mucho más que una virtualidad eficaz para el público. Algo, sin estar, está ahí, sin verse se siente, sin ser del todo es en su apariencia; si se quiere, se podría afirmar que se trata de un fuera de campo de la propia realidad que el gesto hace sentir más que imaginar. Nada más hermoso que leer para instruirse al respecto el diálogo entre Tezuka, el profesor japonés de la escuela de Kyoto, y el filósofo alemán Martin Heidegger en De camino al habla, probablemente uno de los intercambios más nobles y emocionantes entre dos hombres de tradiciones lejanas, uno de Oriente, el otro de Occidente. En ese mismo diálogo hay algunos fragmentos que se dispensan a Rashomon, la famosa película de Kurosawa, indudablemente magnífica, pero según ellos demasiado cerca de una forma de representación occidental. Esa es la primera diferencia: representar y manifestar no son equivalentes. El gesto, en el nō, manifiesta.
Se podría afirmar, más allá de ese cultísimo arte teatral del país de Mizoguchi: los gestos son palabras de una escritura fantasma que prescinde del texto. Una palabra se aprende de la repetición, del sonido reiterado que se adopta para enlazarse al mundo, un gesto también. Un gesto se aprende siempre en un conjunto de coordenadas simbólicas que organiza el desplazamiento de una mano, las múltiples variaciones expresivas del rostro, las coreografías en el espacio de cualquier cuerpo frente a situaciones específicas. Como la palabra, el gesto adviene de la imitación; como la palabra, el gesto escribe, inscribe, dice y también incita a la interpretación. Ciertos gestos no admiten muchas lecturas, otros son más esquivos y algunos, si no se cuenta con el código aprendido, ni siquiera se los distingue como tal, como el mencionado gesto del actor japonés que emite un signo con un leve deslizamiento de un dedo y erige un paisaje.
La gestualidad del cine nace con una imposibilidad. La ausencia del sonido se compensó de inmediato con la intensificación de los gestos. En el cine silente, el rostro fue una máquina de signos, una emanación variopinta de gestos que tenían que suplir la prescindencia obligada de la palabra, que no es otra cosa que un sonido codificado por el cual se entiende velozmente una conducta, la de otros y la propia. ¿No es el viejo juego llamado “dígalo con mímica”, con el que muchas veces se juega a adivinar títulos de películas, un inconsciente reconocimiento a la genealogía del propio cine? Los juegos a veces son un poco más que juegos.
Se dirá que el texto ya estaba presente en el cine silente, y es verdad, aunque hasta cierto punto: lo que se decía con la palabra en los intertítulos no funcionaba como una sustitución del gesto y ni siquiera como una compensación de una falta; la presentación de los personajes y sus roles, como también de una situación general que se articulaba con el cuadro acompañado de una oración, solamente ponía en relación los planos en su conjunto, pero no sustituía jamás los dominios de la gestualidad. La dimensión sensible del gesto y su potencia expresiva estaban desligadas de ese orden de representación por el que se establece una correlación lógica de actos narrativos y su progresión. En la novela y el ensayo, cualquier apreciación sobre el estado del espíritu o de toda disposición afectiva requiere inevitablemente de una palabra. La palabra define y abarca todo, es una evidencia y una condición de posibilidad de toda literatura. Lo mismo sucede con los pensamientos; siempre es lenguaje, pero sin escritura y sin habla el pensamiento es invisible, acaso inexistente. ¿Es así en el cine?
El trabajo sobre la exteriorización de fenómenos afectivos, estados de ánimos y patrones de asociación de la inteligencia en las primeras décadas del cine silente forjó un sistema microscópico de gestos con el que se podían “leer” las imágenes sin la mediación lingüística. En ese sentido, el gesto cinematográfico fue parecido al gesto del actor del nō. El gesto figuraba, hacía aparecer, y en este caso, a diferencia de esa tradición teatral, gozaba de una mayor indeterminación semántica. El gesto se evidenciaba pero no siempre podía ser interpretado de un mismo modo. Notable ambivalencia de lo real traspuesta en la imagen, que más tarde la palabra vendría a cercar cuando a través de ella se intentó persuadir de que el centro de atención de toda película reside en la interacción verbal; en realidad, esta no es más que una capa semántica entre otras cuya convención es tan arbitraria como el color rojo y verde de las señales de tránsito. La primacía del diálogo, cómoda y habitual herramienta de comunicación, fagocitó el gesto, lo determinó en su eficacia expresiva y lo transformó en un recurso secundario.
Cuando no se tiene la boca para hablar y los ojos para ver, la mano y, también el oído, potencian su reserva expresiva o sensorial, su misteriosa cercanía con el lenguaje. La oralidad precisa de la boca, la escritura de las manos. La mediación de la mano es la que fija un concepto en el papel o en la pantalla. Misterio evolutivo, contingencia histórica, la mano es el vínculo no pensado que materializa el pensamiento, que no es otra cosa que el lenguaje duplicado en signos. Pero no solamente se puede hablar con las manos, hay en ellas otras posibilidades de expresión que exceden el deseo de precisión de todo lenguaje y que cobijan la indeterminación de difusos sentimientos para los cuales se necesitaría el uso de metáforas, si se los quisiera expresar con palabras.
Quien como nadie exploró y entendió esta dimensión del gesto situada en las manos fue el mayor cineasta del siglo XX: Robert Bresson. En su cine las manos acarician un burro, empuñan un hacha, se introducen imperceptiblemente en el saco de un hombre que viaja en un subte, sostienen una bala para examinar el poder mortal de esa minúscula invención humana, toman un billete, el único dios visible. Es imposible realizar una experiencia táctil en el cine, pero Bresson conquista ese sentido infilmable. La hermosa idea de Gilles Deleuze sobre las imágenes táctiles en Bresson se vincula a la potencia gestual que tiene la extremidad con la que se toca lo externo del mundo y con la que se tiene un contacto epidérmico preferencial para indagar las superficies que constituyen todo lo viviente. Lo admirable es que todo eso sucede en Bresson gracias a la invención de una forma de registro que individualiza la mano con la misma convicción con la que un cineasta suele individualizar un rostro. En ese sentido, Bresson democratiza el núcleo identitario de toda persona, porque va mucho más allá de la huella digital, porque lo que descubre en la mano es una función que no responde al habitual utilitarismo de esta sino a una singular emisión de signos “escritos” en gestos que no es otra cosa que una impresión física del espíritu. La mano abierta ocupando la totalidad del plano que se ve en cierto momento en El dinero es fundamental para corroborar esa otra función aludida.
Es el tacto lo que define el cierre de Luces de la ciudad, prodigioso y conmovedor como pocos. Quien haya visto el film de Chaplin más de una vez podrá identificar cómo el conjunto de todas las escenas va preparando la última escena, instante en que el vagabundo es reconocido por la mujer que ama, quien gracias a él ha recuperado la vista; ella, hasta ese momento, jamás ha visto su rostro, y ni siquiera sabe quién es él. La escena permanecerá siempre vigente, porque comunica una experiencia tan necesaria como poco frecuente: el reconocimiento. Eso es evidente. Lo que puede pasar desapercibido es que ese acto determinante para cualquier hombre o mujer (el de ser reconocido en su propia singularidad, el de ser alguien para los otros) se trabaja en aquel film gracias a una elección de dos gestos. Una mano sobre otra, una mirada ante la otra. Todo lo que se necesita saber o pensar sobre la naturaleza de los gestos resplandece en esos cuatro minutos finales, escena capaz de arrancarle lágrimas hasta a los cínicos y a los poderosos del mundo.
*Este texto fue publicado por la Revista Quid en el mes de junio de 2017
* Forogramas: Luces de la ciudad (Encabezado; El dinero
Roger Koza / Copyleft 2017
De los textos más hermosos que he leído en este blog
De los textos más hermosos que leí de Loza.
Muchas gracias. R