THE TRAGEDY OF MACBETH
Una sombra que camina, un actor que se pavonea en un escenario de CGI
Prólogo: Es larga la noche que nunca encuentra el día.
La era COVID, hasta donde podemos ver, no ha dejado una nueva forma de hacer cine, pero, como en tantos ámbitos, la pandemia ha acelerado procesos previos. La cepa del cine independiente intimista abrazó rápidamente la nueva normalidad. La variante industrial ha negado la existencia del virus en sus mundos ficcionales, más sumergidos que nunca en su propia burbuja. Pero en cualquier caso la crisis sanitaria ha dejado su marca en la población del plano.
El cine de pequeña escala, documental o de ensayo, produjo imágenes de núcleos familiares reducidos, departamentos solitarios y calles deshabitadas. Por una breve ventana de tiempo, incluso dentro de su micro clima de negación, en el cine industrial se dio una situación análoga. A causa de los protocolos para filmar bajo un marco legal, las películas de los grandes estudios se filmaron en sets mayormente despoblados: restaurants con muy pocos comensales, oficinas donde el ajetreo cotidiano suena fuera de campo, reuniones convenientemente situadas al aire libre.
En Ghostbusters: Afterlife, Paul Rudd camina los pasillos de un Walmart enorme y no se cruza una sola persona. Una vez que atacan los espectros, es al único cliente que vemos huir del hipermercado. El cine de la Alta Pandemia (2020-2021) es un cine de fantasmas, es decir, de ausencias presentes.
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Acto primero: Tan fácil te sería herir el aire incortable con tu filosa espada.
La tragedia de Macbeth comenzó a filmarse poco antes de que el virus se extienda por el planeta, pero el azar – o una suerte de predestinación autoinfligida, para retomar uno de los temas de la obra – quiere que al momento de exhibirse sirva de ejemplar del cine pandémico.
El guion provisto por Shakespeare puede sugerir la presencia de decenas de cortesanos o millares de soldados, pero quienes toman la palabra finalmente son unos pocos personajes. Joel Coen, el hermano Coen solitario, se sirvió de ese (pre)texto para filmar a un puñado de actores en un set minimalista con grandes espacios a ser rellenados en postproducción: una construcción que da algunas referencias físicas a los intérpretes y una base de materia objetiva para el equipo de efectos especiales que terminó de dibujar los planos en colaboración con Bruno Delbonnel, un director de fotografía de estilo barroco.
Los interiores son despojados de adornos; las paredes del castillo de Macbeth están desnudas. De cerca tienen la textura de la piedra y la pintura, pero en plano general parecen superficies límpidas, asépticas, atemporales. Los torreones y los muros son una pantalla donde proyectar sombras. El pincel digital hace dibujos geométricos de los fondos. Los exteriores son un collage computarizado o un mash-up: envuelve a los intérpretes en bruma inmaterial, inserta nubes donde deberíamos ver el techo del estudio, multiplica matas de pasto para construir pastizales. Los actores parecen estar al mismo tiempo emplazados en un lugar físico y habitando un espacio virtual.
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Acto segundo: Sé sanguinario, audaz y decidido.
Orson Welles (1948) y Béla Tarr (1982) en sus respectivas versiones de Macbeth también recurrieron a escenarios ostensiblemente falsos; se inclinaron más por el sinceramiento de la teatralidad que por la ilusión óptica. Polanski (1971) y Kurzel (2015) filmaron en brumosas locaciones británicas, aunque ambas decisiones parecen más motivadas por fines dramáticos que historiográficos: árboles, playas y montañas también actúan. Estos directores representaron el siglo XI menos interesados en la distancia histórica que en la recurrencia, la actualidad. Polanski representa un nihilismo asesino luego de perder a manos del clan Manson a Sharon Tate, su pareja, embarazada de su hijo. Kurzel parece ver en la obra un concepto del siglo XXI y el Hollywood del #MeToo: la masculinidad tóxica.
Kurosawa también filmó el pasado para llevar a Shakespeare al presente: Macbeth bien podía hablar de la prepotencia imperial que terminó en catástrofe para Japón. Trono de sangre (1957) fue filmada en exteriores, pero bastante lejos de Escocia: los castillos samurái fueron emplazados cerca del monte Fuji. Los interiores eran naturalistas, pero tenían un componente teatral, y Kurosawa juega a que Shakespeare escribe una obra noh.
Trono de sangre es excepcional. Por lo general, las mejores adaptaciones de Shakespeare respetan los parlamentos de las obras. Otras adaptaciones de Macbeth que imaginan nuevos diálogos no corren la misma suerte que la de Kurosawa. Maqbool (2003) es una pieza de Bollywood sobre gangsters hindúes. Men of Respect (1991) se mueve en el terreno más familiar de los mafiosos italoamericanos. Veeram (2016) hace confluir la historia con la de un guerrero tailandés legendario. El problema de estas películas no es que no se sitúen en la Escocia medieval, sino que al ignorar las palabras de Shakespeare reducen la obra a una anécdota básica: un hombre de armas recibe una premonición que lo llama a ser sucesor de su líder político. El hombre y su amada se complotan para asesinar al líder; ese mismo acto precipita la locura y trae la muerte de los traidores.
Se dirá que la obra del dramaturgo sobrevive cómo clásico porque su historia nos brinda un espejo universal. Las pretensiones de universalidad corren un riesgo: en su viaje a un territorio común pueden arribar a una zona reduccionista o al terreno de la perogrullada. La potencia de Shakespeare se encuentra en cómo dialogó con la especificidad de su época. Que luego pueda avizorar la política moderna o prefigurar el psicoanálisis freudiano se debe a que una especificidad puede dialogar con otra, mientras que la universalidad impone un modelo que es desbordado por la dinámica histórica.
El propio Shakespeare hacía relatos sobre tiempos pretéritos sin preocuparse por la fidelidad al pasado, no más que dentro de un mínimo verosímil. “Menos escrupulosa y crédula que la nuestra” escribió Borges, “la época de Shakespeare veía en la historia un arte, el arte de la fábula deleitable y del apólogo moral, no una ciencia de estériles precisiones”. El dramaturgo podía despreocuparse por la rigurosidad; en aquella traslación del pasado al presente, brillaba la consciencia traviesa de un gran intérprete de su momento histórico.
La obra de Shakespeare se inscribe perfectamente en la tradición teatral de su época y al mismo tiempo rompe con sus límites de manera singular. La cualidad específica de Shakespeare está menos en sus tramas que en sus parlamentos, en las palabras que le dan sangre y tejido al cuerpo hueco de la anécdota. El genio específico de la obra reside en su riqueza lingüística, en la capacidad lúdica aparentemente infinita con la que cualquier palabra es susceptible de ser una pieza multiforme en un sistema de símbolos a la vez expansivo, caleidoscópico y absolutamente coherente.
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Acto tercero: Muéstrate como inocente flor; sé la serpiente que se esconde en ella.
Si la polisemia inagotable es la llave que abre la potencia shakespeariana, Coen hace bien en respetar el lenguaje del texto. Él y su hermano siempre fueron cultores de la polisemia. Cualquiera de los elementos privilegiados por la mirada de los Coen (lugares, situaciones, objetos, frases) vienen resonar de distintas maneras en diferentes puntos de sus relatos. Las películas de los Coen están llenas de figuras cíclicas, locuciones recurrentes y operaciones insistentes que aparecen una y otra vez, no para martillar la misma idea, sino para establecer juegos de rima y disonancias que complejizan y transforman las expectativas sobre su sistema de signos.
En su peor versión pueden ser trabajos algo esquemáticos, cómo en la paródica, exclusivamente metatextual y no-tan-inteligente-cómo-cree El gran salto. En su mejor expresión son películas densas en referencias textuales, pero ligeras en pulso cinematográfico, preocupadas por dinamizar relatos impredecibles y darle resoluciones imaginativas a los bucles en los que sumergen a sus personajes, cómo en la generosa e inquietante Un hombre serio, lo más cercano que estuvieron los hermanos a tocar el (tormentoso) cielo con las manos.
Coen no sólo se sirve de la multiplicidad de sentidos de los parlamentos shakespearianos, también reinterpreta y brinda nuevas posibilidades a las indicaciones escénicas – la señal de que tocan la puerta del castillo es transformada en un sonido ensordecedor que atraviesa toda la escena, dónde la sangre derramada en el regicidio y las gotas del agua que limpian las manos asesinas suenan igual que los golpes del portón -; y a las caracterizaciones dramáticas: acá las tres brujas que le otorgan la premonición a Macbeth son interpretadas por una sola actriz. La primera vez que él se encuentra con las brujas vemos parada a la actriz en solitario frente a un charco, pero en el agua se reflejan sus dos hermanas idénticas.
En su intento de apropiación del texto, además de reimaginar elementos, el director se permite rellenar las elipsis entre escenas. Esto da pie a una de las operaciones claves de la película. La escena final no está dedicada a la victoria de los nobles escoceses contra el tiránico protagonista, cómo en el papel; sino a la revelación de que el hijo de uno de sus antiguos aliados (un niño que se creía asesinado, llamado a ser rey en la misma premonición en la que las brujas coronan a Macbeth) sigue vivo, lo que asegura que el ciclo de violencia no ha terminado. Esta decisión transforma la trama en una variante del relato circular, una constante en la carrera de los Coen.
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Acto cuarto: Si podéis ver las semillas del tiempo, y decir cuál de los granos crecerá y cuál no.
Las constantes de esa carrera son muchas. Los hermanos son de esos cineastas que dan sustento a una política de los autores, a fuerza de recurrencias formales y temáticas que aparecen obsesivamente en cada película, que llevan un sello innegable.
El guion es de Shakespeare, pero el director lo trata como el texto Coen original, el grado cero de los relatos que filmó tantas veces. Desde su óptica, podemos ver en Macbeth todo lo que viene trabajando hace casi cuatro décadas: la circularidad del tiempo, la incapacidad de avizorar el futuro, la inspección de la masculinidad, la ansiedad paternal, la fatalidad de un mundo gobernado por la avaricia.
Los Coen filmaron historias contemporáneas a su año de producción en muy pocas ocasiones, pero nunca se movieron del siglo XX, hasta que en Temple de acero (2010) comenzaron a internarse más lejos en el pasado, un proceso que culmina con el extraño (o extrañado) medioevo filmado en La tragedia de Macbeth.
Si la incredulidad casi nihilista de los hermanos respecto al futuro los acerca a la sensibilidad posmoderna, la insistencia en la cualidad cíclica del tiempo aparentemente los sitúa en una zona más reaccionaria: no llegamos al final de un recorrido, el fin de la historia; habitamos una iteración idéntica a cualquiera de las otras en su fatalidad eterna, sólo que la disfrazamos con distintos hábitos.
Sin embargo, las mejores películas de los Coen están llenas de detalles historicistas. Probablemente la existencia sea un sinsentido, un absurdo; pero los directores se divierten interrogando las diversas maneras en que los personajes ponen a circular sentidos en situaciones históricas concretas, ingeniosamente delineadas. Los Coen prefieren reír antes que llorar frente a la desesperación de fin de siglo de El gran Lebowski. Habitan la movida folk neoyorkina de los 60’ en Balada de un hombre común para pensar las relaciones posibles entre tradición e innovación, arte y comercio, aventura y confort. Se mudan a la California rica de El amor cuesta caro y mezclan las mieles y el vinagre del amor romántico, desmembrado por las industrias que lo promueven, lo sacralizan, lo destruyen y lo judicializan.
La representación del pasado en La tragedia de Macbeth es enrevesada como la premonición de las brujas. No se parece al pasado, ni tampoco al presente y desde ya no hay futuro, porque el futuro será igual al presente que repite el pasado.
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Acto quinto: He comenzado a estar harto del sol y quisiera que la organización del mundo sea ahora desquiciada.
Todos los sonidos retumban en La tragedia de Macbeth, una elección estilística consecuente con el descenso a la paranoia y el remordimiento enloquecedor de los protagonistas: cada acción suena como un golpe que rebota en el interior de una consciencia culposa. El sonido cavernoso pone de relieve la maestría expresiva de Denzel Washington y Frances McDormand (Macbeth y Lady Macbeth), que saborean el banquete que les provee el Bardo. Las reverberaciones del sonido recuerdan también a la acústica de un teatro o al eco de un estudio de filmación despoblado.
Los actores hacen su mejor esfuerzo por habitar esos espacios primero estériles y luego digitalizados. Es una carrera cuesta arriba. La textura hiper nítida de la imagen enrarece cualquier materialidad. Si los actores son sólidos, el entorno es evanescente. Los escenarios se funden fácilmente entre sí en las frecuentes transiciones computarizadas y el mundo representado tiene una atmósfera más cercana al cuento mágico de las brujas que a las preocupaciones profundamente humanas de los atribulados escoceses. Pero estos Macbeth no están ni en un reino de fantasía, ni en el norte británico; están en ninguna parte.
La potencialidad alegórica de la obra es una tentación. La toma ilegítima del poder puede recordar la insurrección en el Capitolio. La inclusión de muchos actores afrodescendientes puede ser material para pensar en las dinámicas raciales y sus representaciones en el cine estadounidense. Pero, así como a Coen no le interesa situar la acción en el medioevo, tampoco deja indicios de que esté meditando sobre el presente. La tragedia de Macbeth no es un estudio historiográfico ni una actualización del texto. Lo que le interesa a Coen es su vigencia temática, filosófica, en cuanto le provee de verdades atemporales. Es por eso que los actores no están en ninguna parte. No viven ni en la Escocia medieval ni en los Estados Unidos de Trump/Biden; habitan el texto, preservado de las complejidades históricas.
La realización de esta película no encontró verdaderos escollos en la pandemia. Su diseño de producción y las técnicas con las que se la concibió también se imaginan fuera de la historia para sostener una paradoja. En la idea de Coen las últimas tecnologías de la imagen no abren nuevas posibilidades al pensamiento, sino que son un instrumento para reiterar conceptos rancios. El cine como ilustración de una idea ya gastada desde tiempos inmemoriales: la condición humana es una y una sola, destinada a repetir su tragedia absurda de manera tal que pensar el presente es el ejercicio de un necio. La imagen en La tragedia de Macbeth tiene el lustre de un bronce dedicado a Shakespeare, una superficie tersa que ignora que el Bardo enturbió sus obras con el ruido y la furia de la historia.
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The Tragedy of Macbeth, Estados Unidos, 2021.
Escrita y dirigida por Joel Coen.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2022
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