TODO COMENZÓ POR EL FIN: DOROTHY DAVENPORT AKA MS WALLACE REID
Puede decirse que para Dorothy Davenport (1895-1977) el camino de la interpretación venía trazado desde su nacimiento en Boston. Su madre, Alice Davenport, actuaba en los teatros desde niña y acabó siendo una presencia regular en las comedias Keystone de los años 10, compartiendo pantalla con Mabel Normand, Roscoe “Fatty” Arbuckle e incluso el primer Chaplin. El padre, Harry Davenport, también era actor desde la infancia y tuvo una larga carrera en Broadway; aunque hizo filmes en la época muda, no fue hasta la década de los 30 y 40 cuando se convirtió en un secundario habitual en clásicos como The Life of Emile Zola, You Can’t Take It with You, Meet Me in St Louis y por supuesto Gone With the Wind. Dorothy era una adolescente cuando debutó en el cine en 1910, dando inicio a una trayectoria como intérprete que comprende más de cien películas en esa década, casi todas, salvo unas pocas, perdidas. Entre las que sí se conservan hay un corto de Griffith, The Golden Supper (1910), en el que Dorothy no pasa de ser una figurante; como protagonista podemos verla en A Brave Little Lady (1912).
La Nestor Film Company a la que estaba asociada fue la primera que estableció un estudio en el barrio de Los Angeles que acabó por simbolizar el cine americano, Hollywood. La compañía se integró en la Universal en 1912, pero durante unos años siguió produciendo contenidos con esa marca. Fue en esa altura cuando Dorothy Davenport conoció a un actor con hechuras de galán llamado Wallace Reid, con quien se casó en 1913. En 1917 nació su hijo, Wallace Reid Jr., ocasión que Dorothy aprovechó para alejarse temporalmente del cine. El marido estaba en su apogeo como matinée idol y trabajaba para cineastas de éxito como Cecil B. De Mille, Donald Crisp o James Cruze. Durante un rodaje de este último, The Valley of the Giants (1919), Wallace sufrió un accidente de tren que le produjo diversas heridas y daños; para soportar el dolor sin paralizar la filmación le recetaron morfina, lo que dio inicio a una adicción con consecuencias trágicas.
Wallace siguió haciendo películas a un ritmo intenso. Su dependencia de las drogas, combinada con el elevado consumo de alcohol, empezaba a pasarle factura a su salud. Gloria Swanson trabajó con él en una adaptación de Arthur Schnitzler dirigida por Cecil B. De Mille, The Affairs of Anatol (1921), y contó mucho después en sus memorias que la experiencia había sido “una tortura”. En parte porque acababa de parir a una hija (que además quería proteger de la prensa contra la voluntad del departamento de publicidad, que la presionaba en sentido contrario), en parte por desencuentros con Jeanne MacPherson, guionista y persona con influencia sobre De Mille, pero también por el comportamiento de su pareja en el filme: “Wallace Reid, la estrella masculina, fue una causa de ansiedad constante para mí. Escuché infinitos rumores acerca de que era un adicto y, aunque nunca lo vi drogarse, su comportamiento nunca me pareció correcto durante Anatol. Estaba siempre ofreciéndome dar paseos en su coche y una vez envió a su ayudante a mi camerino para pedirme una fotografía. Siempre encontré formas para rechazarlo educadamente, pero me transmitía inquietud”. A partir de escenas no utilizadas en el montaje final la productora montó otro largometraje diferente, Don’t Tell Everything, con Sam Wood cómo director.
Con apenas treinta años, Reid estaba echado a perder por las drogas y las reseñas de sus películas destacaban que el actor estaba muy lejos de las “hazañas atléticas” de su mejor momento. La situación empeoró tanto que, después de sufrir un desvanecimiento, ingresó en un sanatorio del que no llegó a salir: falleció el 18 de enero de 1923. La muerte de Wallace Reid trajo a su ahora viuda Dorothy Davenport de vuelta al cine y su regreso fue toda una declaración de intenciones: Human Wreckage, un relato sobre los peligros de las drogas con Thomas Ince en la producción y dirección de John Griffith Wray. Infelizmente, también está perdido.
La intención de Dorothy Davenport, o, como aparecería acreditada en lo sucesivo, “Mrs. Wallace Reid”, no fue sólo la de promover filmes que exploraran temas sociales, sino participar activamente en el debate público sobre esas cuestiones con todo su empeño. Así sucedió con Broken Laws, drama con hijo malcriado que acaba matando a una mujer, que la actriz y productora dedicó «a las madres de América, como protesta contra la ilegalidad que devasta nuestra tierra y un recordatorio de que el fundamento de toda ley y orden reside en la mayor de las instituciones americanas: el hogar». No conozco esta película, de la que se conserva una copia en la Cinematheque Royale de Bélgica. La siguiente, The Red Kimona, dirigida por Walter Lang, se atreve con un asunto espinoso, la prostitución. En los créditos se anuncia que fue hecha “bajo la supervisión personal de Mrs. Wallace Reid”, que además aparece ya al inicio del filme: después de consultar en una biblioteca viejos periódicos encuadernados se dirige directamente a la cámara para anunciar que el relato está basado en hechos reales y que trata de una mujer “que cometió el pecado de amar demasiado”. Esta mujer es Gabrielle Darley, una excelente Priscilla Bonner, que se entera por su amiga Clara de que el hombre del que está enamorada, Howard Blaine, se ha marchado a Los Angeles para casarse. Gabrielle decide ir detrás de él, lo encuentra en una joyería mientras compra un anillo de boda y lo mata de un disparo. Es detenida y, mientras espera sentencia, encuentra apoyo en una trabajadora de la cárcel. El juicio abre un segundo flashback que repasa su juventud en una familia de la que no recibe mucho afecto: en un preciso intertítulo leemos que “Un hogar es cualquier lugar donde una madre sonríe a los hijos. Otros lugares son simplemente casas. En una de esas vivía Gabrielle”. Howard la seduce, ella se enamora y asume que los planes que él le propone son una oportunidad para huir de la familia, máxime después de que el padre le diga que con un poco de suerte se casará y dejará de ser una boca más que alimentar. Marcha a Nueva Orleans con la promesa de un matrimonio, pero al llegar comprende que nada es lo que parece: el destino es un barrio marginal y una de las moradoras al verla pasar dice “¿Otra más? Siento pena por ella”. El siguiente plano es uno de los momentos visualmente más brillantes del filme: vemos a Gabrielle reflejada en un espejo vestida de novia, pero está soñando despierta; estira la mano para “tocar” su imagen en el espejo e inmediatamente la visión de la novia se transforma en la imagen real, con el quimono teñido a mano de rojo que apunta (muy sutilmente) su paso a la prostitución, arrastrada por un Howard al que está perdidamente enganchada. Contra pronóstico, en el juicio es declarada no culpable y a Gabrielle se le brinda una nueva oportunidad. Cuenta con la ayuda de una mujer de la alta sociedad, Beverly Fontaine, una prototípica “reformadora” hipócrita que ve en sus acciones caritativas una vía para ganar el aplauso social; la película manifiesta con rotundidad una visión crítica de esa actitud. Beverly la tiene en casa como quien tiene una mascota, para lucirla ante las amigas y que le digan lo buena que es; pero un plano de Gabrielle tras las rejas de una ventana revela como, en el fondo, no ha hecho más que sustituir una prisión por otra. El único consuelo es el cariño y la simpatía del chófer de la mansión, Terrance O’Day, que poco a poco se enamora de ella.
Gabrielle intenta cumplir su sueño de redimirse ayudando a los demás como enfermera, pero no consigue trabajo porque la reconocen como la mujer del juicio. Su pasado la persigue injustamente por todas partes y se visualiza en pantalla en forma de “letra escarlata”. En un momento de desesperación le escribe un telegrama a Clara para que le envíe dinero para regresar al burdel de Nueva Orleans. “It is tradition that help comes whole-heartedly from the Sisterhood of Sorrow”, leemos en otro intertítulo memorable, y este es un buen momento para recordar que la autora del guión es Dorothy Arzner y por lo tanto no es insólita la audacia feminista. Terrence deja su puesto como chófer para ir en su rescate, pero no la encuentra: Gabrielle es atropellada por un coche y convalece en el hospital mientras él se alista en el ejército para combatir en la Gran Guerra. Cuando Gabrielle está más recuperada la epidemia de gripe satura las urgencias y los hospitales precisan mano de obra: ella se ofrece a ayudar y de inmediato le dan trabajo. Mientras friega el suelo del hospital, Terrence entra por casualidad; se reencuentran y renuevan su amor, pero ella le dice que antes de casarse debe ganarse “el derecho a la felicidad”. Acuerdan esperarse y ella continúa fregando el suelo, más alegre que nunca. La imagen de la ficción, “las tentaciones y luchas de esta moderna Magdalena”, se funde con una última aparición de Dorothy Davenport, que acaba evocando las palabras del “carpintero de Nazaret”, aquellas que invitan a quien esté libre de pecado a tirar la primera piedra.
Es imposible saber hoy cuál fue el grado de influencia de “Mrs. Wallace Reid” en la forma final de estas películas, pero lo que es innegable es que puso su nombre y su prestigio al servicio de las causas por las que estas abogaban. Lo hizo asumiendo todas las consecuencias, que en el caso de The Red Kimona incluso fueron judiciales, pues como la película empleaba el nombre real de la mujer que inspiró la historia la tal Gabrielle Darley demandó a Davenport por el sufrimiento que le había supuesto la exposición pública de su vida pasada. La acusación tenía en cuenta dos circunstancias diferentes: por una parte una especie de “propiedad intelectual” sobre los acontecimientos de la propia vida, por otra el derecho a la privacidad. El tribunal le dio la razón a la demandante en este segundo aspecto, en el que es un ejemplo pionero de lo que ahora llamamos “derecho al olvido”.
No fue hasta 1929 que Dorothy Davenport se puso oficialmente detrás de la cámara cómo directora y el resultado, Linda, ofrece muchos elementos de interés más allá de una superficie que ya en su tiempo debía parecer out of date, con un personaje principal, el del título, que podría recordar a una de las heroínas sencillas de Mary Pickford. El discurso, sin embargo, se revela sorprendentemente moderno. La protagonista, encarnada por Helen Foster, acepta un matrimonio concertado por el padre, un bruto violento, para proteger a su maltratada madre. El marido (Noah Beery Sr) está sinceramente enamorado de Linda y hace lo que puede para facilitarle la vida, pero es consciente de que ella está sacrificando su felicidad. Cuando un buen día aparece una mujer que afirma ser la esposa legal del marido y madre de su hijo, Linda decide marcharse de casa. Embarazada, queda al cuidado de una amiga vendedora ambulante. Más adelante va a la ciudad para vivir con otra amiga, profesora, que le abre las puertas de un mundo nuevo: quiere convertirse “en una madre de la que el pequeño pueda sentirse orgulloso”. De ese mundo nuevo forma parte un médico (Warner Baxter) a quien ya había conocido antes, mientras vivía en el campo, y del que está enamorada. El marido, entre tanto, enferma gravemente y cuando ella tiene noticia de eso -y que lo de la supuesta esposa que había motivado su marcha era una completa mentira- regresa al hogar para atenderlo y presentarle el hijo que tuvieron: la bondad y la entrega generosa son también una manifestación de amor. Pero el marido comprende que el amor de ella está en otro lugar y de alguna manera se deja morir, sin aspavientos, satisfecho con lo que la vida le otorgó. El final es asombroso: tras el fallecimiento de su esposo, Linda decide que la casa, símbolo de su amor absoluto, no puede caer en manos de nadie que la “profane” y decide prenderle fuego. Así acaba la película, con Linda con su hijo en brazos y en compañía otra vez de su amado médico mientras contemplan como la casa arde.
El relato es novelesco, novelesquísimo, pero visto con ojos de 2021 llama la atención la profunda sororidad que se teje entre los personajes femeninos: en el contexto hipermasculinizado de los bosques y los oficios de la madera que sirve de escenario, Linda, que se sacrifica por su madre, encuentra el apoyo y la complicidad incondicional de otras dos mujeres, la vendedora y la maestra, que la ayudan a hacerse dueña de su destino frente a las dificultades sin fin. Esa “toma del control” pasa, también, por la reivindicación implícita de la educación y el progreso personal. En el aspecto formal, el enorme peso que tienen los exteriores naturales le dan al filme la frescura y la fuerza típica del mejor cine mudo de esos años, una frescura ausente en el primer cine hablado a causa de las limitaciones que imponía el registro del sonido.
Sus otras tres películas como directora fueron producciones muy baratas de Willis Kent, que se movió entre los westerns de serie B y los temas sensacionalistas y escandalosos, como el alcoholismo y la drogadicción. Codirigió con Melville Shyer las dos primeras, con interés desigual. Sucker Money, de 1933, única ocasión en la que firma como Dorothy Reid (nombre que más adelante empleará habitualmente como guionista), es una muy floja intriga alrededor de un vidente farsante (Mischa Auer) que estafa a clientes mediante elaborados trucos que tienen como objetivo sacarles dinero. Mucho más valiosa es The Road to Ruin (1934), que encaja totalmente con el espíritu de adoctrinamiento social de los filmes que impulsó en la década anterior. La chica protagonista, Ann (otra vez Helen Foster), se aleja de su vida ingenua y virginal a través del alcohol y las fiestas, que dibujan el “camino de la ruina” del título. Como buen filme Pre-Code que es lo más fascinante es la habilidad con que se cuentan cosas “sin contarlas”, la manera en que se apuntan hechos y acciones de manera sumamente elíptica mediante códigos expresivos al alcance de las espectadoras y espectadores contemporáneos. Por ejemplo, Ann sale a dar un paseo al lago con su novio, Tommy, se tumban en el campo, él le dice que está loco por ella y se besan; cuando los vemos de nuevo unos minutos después ella llora desconsoladamente y él intenta calmarla: “please, don’t hate me for… for what’s happened”. No es preciso decir lo que pasó exactamente, igual que no será necesario pronunciar la palabra “aborto” media hora más tarde, cerca del trágico desenlace. Ann conoce a otro hombre mucho más canalla, Ralph, “bad news for a girl like you” según le advierte Tommy; una noche la lleva a su casa y se vale del alcohol para aprovecharse de ella. El descontrol festivo de la película incluye una especie de partida de strip-poker (para ser exacto, strip-dice) que acaba con la policía deteniendo a Ann y su amiga Eve, que se maneja con más habilidad en el wild side. Una funcionaria policial (Dorothy Davenport) se ocupa de su caso y determina que Ann es una “sex delinquent”, mientras le explica a su compungida madre que “la juventud de hoy necesita más que confianza la armadura del conocimiento y la información sexual”. Todo va a peor: Ann le confiesa a su amiga que “tiene un terrible problema”, eufemismo que significa claramente que está embarazada, y Eve la convence de que debe hablar con Ralph. El encuentro con Ralph es otro prodigio de cómo evitar términos incómodos: la escena comienza con ella agobiada diciendo que “no podría” y él respondiendo que es la única salida, pues no puede casarse con ella ya que “no está libre”. Es el propio Ralph quien la lleva al doctor que interrumpirá el embarazo, pero como resultado Ann enferma de forma fatal, sin posibilidad de recuperación a causa de una “operación torpe e insalubre, agravada por un tremendo shock”. El aborto es el asunto central sin necesidad de pronunciar la palabra, igual que sucedía en otra joya Pre-Code, Men in White(Richard Boleslawski, 1934).
Aun mejor es la última película de Dorothy como directora, de nuevo en solitario, la sensacional The Woman Condemned, en la que pasan tantas cosas que si pestañeas te pierdes algún giro de guión. Ver la película (de solo 66 minutos) lleva mucho menos tiempo que contar su argumento, y además es imposible ponerlo por escrito sin que parezca completamente disparatado, con lo cual no voy a perder tiempo intentándolo. Lo grandioso es la desvergüenza con la que se enreda la trama sin la más mínima preocupación por la verosimilitud, la capacidad de Mrs. Wallace Reid para construir atmósferas de serie negra y sacar provecho de los exteriores nocturnos y urbanos, los fascinantes relatos dentro del relato, como el maravilloso bloque en el tribunal nocturno con su fauna de comerciantes sin licencia, conductoras temerarias y prostitutas, y también, last but not least, la encantadora pareja que forman Richard Hemingway y Claudia Dell, que a juzgar por este filme merecían una carrera cinematográfica bastante más vigorosa de la que tuvieron. Esto mismo puede decirse de Mrs. Wallace Reid, que no dirigió otras películas aunque se mantuvo en activo como productora y sobre todo como guionista hasta los años 50. Merecía más, mucho más. Ella y el cine americano. Hollywood habría sido otro si no hubiera expulsado a tantas Dorothys de los puestos de dirección.
*Este texto fue publicado originariamente en gallego en el sitio «Acto de Primavera» en el mes en curso.
*La traducción al español es del propio Martin Pawley.
Martin Pawley / 2021
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