TODO EMPIEZA EN EL OÍDO

TODO EMPIEZA EN EL OÍDO

por - Ensayos
14 Jul, 2016 08:46 | comentarios

Bone Tomahawk

Por Roger Koza

El cineasta más grande de la historia decía: “El ojo (en general) es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora imprime en nosotros la visión de toda una estación”. El lúcido aforismo de Robert Bresson proveniente del notable libro Notas sobre el cinematógrafo sirve para pensar muchísimas cosas; un posible uso es el de buscar inferencias en esa afirmación para ahondar sobre el terror. Esa vía puede deparar conexiones inauditas y develar una poética del espanto en el cine que se desborda de una amenaza registrada en una pantalla.

¿Cómo surge el horror? ¿Qué lo precipita? El encuentro con el mundo es visual y lingüístico, aunque todo empezó con el oído. En principio, la mirada organiza la experiencia, acción en la que el lenguaje es indispensable y a la vez simultáneo; diríase también estructural al acto en sí de mirar, ya que se yuxtapone el estímulo visual al reconocimiento. Ver y nombrar van juntos, pues se trata de un ejercicio de adaptación por excelencia, una operación característica de cualquier conducta humana con la que se fija la experiencia para poder estar en ella. Es por eso que cualquier fenómeno en el que la visión es imperfecta y el lenguaje no cumple con su rol de conjurar la incertidumbre suscita una perturbación, una falla, de lo que surge la lógica del terror. Lo que no se sabe cómo nombrar y todo aquello que escapa a la mirada es fuente potencial del horror. Los grandes cineastas lo saben: insinuar, sustraer signos de reconocimiento, delimitar una amenaza a un esbozo de algo que existe pero no se ve, algo que prescinde de un nombre pero que a su vez se oye, he aquí la aparición de lo espeluznante indefinido. Es así: el terror adviene cuando el lenguaje se desacopla inesperadamente de lo visto o imaginado, siendo el lazo entre la palabra y la cosa lo que estimula una acallada dimensión sonora que ya no obedece al acto inconsciente de transformar un ruido en signo, un alarido en sentido. El terror comienza en el oído, en una suerte de clamor sin identificación. ¿No decíamos de niños “escucho ruidos”? Genealogía de las tinieblas, la sonoridad salvaje indiferente al lenguaje constituye la sustancia del terror.

Bone Tomahawk

En la ópera prima Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler, una película que poco tiene que ver con el género de terror, ya que se trata esencialmente de un western, hay un tema subyacente ligado taimadamente a la trama circunscripta a un secuestro misterioso. Este tópico clandestino alude de manera incómoda a lo ominoso, un tipo de experiencia humana indeseable pero inevitable, en la que late una dimensión inhumana. Lo ominoso consiste siempre en una expresión física o material de un fenómeno detectable que pertenece a una dimensión orgánica de lo viviente pero que se desentiende del orden de lo vital o que pone en riesgo la insistencia mecánica de lo orgánico por propagar lo que se concibe como materia viviente. Se trata de un defecto, un desvío orgánico, una formación maligna, un tejido muerto en el cuerpo, una monstruosidad, algo que no puede ser descripto del todo, excepto por el reconocimiento de su naturaleza anómala. En lo ominoso el terror avanza silenciosamente, quiebra el orden impuesto por las palabras y desarma la seguridad del verbo; lo ominoso aparece como constitutivo de lo viviente y como tal es intolerable. Lo vemos en un accidente cuando el cuerpo se despedaza, en los excrementos fuera de contexto, en la descomposición de los alimentos. Un cineasta que a veces filma como nadie lo ominoso es David Lynch, otro David Cronenberg, y nunca se debe olvidar a Jan Švankmajer, cuya forma de disección de las funciones del cuerpo es otra aproximación al terror físico. Pero volvamos a la película de Zahler.

A mitad del siglo XIX, en alguna zona cercana a Nueva México, el sheriff de Bright Hope tendrá que salir en búsqueda de un reo, un asistente y una médica. Los tres desaparecieron inesperadamente de la comisaría durante la noche, justo cuando la mujer extraía una bala del cuerpo del detenido. Al averiguar un poco, un indio reconocerá algunas evidencias y arriesgará una hipótesis. El acto será adjudicado a los “trogloditas”, una tribu de indígenas que desconocen cualquier modal civilizado, acaso sobrevivientes de una época remota que persisten en un incipiente mundo moderno. Además, estos hombres poderosos sin el don de la palabra son caníbales, un concepto nutricional aberrante que trabaja sobre una inhibición de la especie y vuelve a poner en discusión lo ominoso.

No es casual que el primer indicio de los trogloditas sea un signo sonoro inclasificable. Una extraña musicalidad que se asemeja a un desgarbado viento los anuncia. Se trata de un sonido peculiar que tampoco puede ser identificado ni con un instrumento ni con una expresión humana reconocible que pueda tener lugar en las cuerdas vocales de un hombre o mujer de nuestra especie. La película se encargará de dilucidar el misterio del sonido, pero el terror llegará primero como transmisión de una sonoridad que se resiste a su clasificación y codificación.

Los huéspedes

En Los huéspedes, la última película del director indio M. Night Shyamalan, es el concepto sonoro el que garantiza la ascensión paulatina del terror al que serán sometidos los dos hermanos que visitan a sus abuelos en una cabaña alejada de la ciudad. Es cierto que varios encuadres heterodoxos van enrareciendo la percepción visual, pero la gran fuerza desestabilizadora llega por el sonido, el cual está concebido en capas sin referencias identificables que interrumpen la normalidad doméstica y preparan el escenario para la revelación psicótica que fundamenta aquí el terror.

La poética del terror se instituye de a poco tomando el espacio doméstico como una caja de resonancia en la que suenan notas sueltas despegadas de sus posibles referencias. El terror consiste en operar una disyunción entre el sonido natural de un objeto y este, anulación directa del referente que, al carecer de contexto y perspectiva, sobrevuela y se dispersa en un espacio específico hogareño que pierde la acogida funcional que detenta. En la casa de los abuelos, el fondo sonoro no responde a la lógica que suele desplegarse en la relación entre la silueta de un objeto y su necesario timbre sonoro. En Los huéspedes los sonidos domésticos vienen de ningún lugar y se entrometen en la realidad sonora del film sin hallar una distribución natural en el campo visible. El fuera de campo distorsiona el campo de lo visible.

Dicho de otro modo: la astucia de Shyamalan estriba en desestimar la apoyatura musical de cuerdas que se desmarca de la organización melódica, acentuando armonías poco ortodoxas como suele suceder y estipularse en el género de terror en sí, y trabajar ese mismo concepto musical sobre la “música” concreta y material de un hogar, desnaturalizando entonces los ruidos domésticos y devolviéndolos como emisiones fragmentadas que se desentienden de toda relación lógica y del orden espacial al que pertenecen. Para eso es determinante saturar esporádicamente el fondo sonoro aislándolo en el plano. El sonido se siente al fondo, a los costados, al frente, pero nunca como una unidad orgánica que restituya el presunto escalonamiento geométrico entre distancias de los objetos en el espacio de la casa. El sonido no debe coincidir con la mirada o lo susceptible de ella. Los sonidos llegan así por dispersión y en volúmenes inverosímiles frente a la relación que impondría cualquier mirada. El resultado es verificable: la casa luce tomada por una expresión tenebrosa que tiene primero un sonido.

Tal vez Shyamalan haya retomado cierta poética empleada por el gran Alfred Hitchcock en Los pájaros. El director inglés había concebido una banda de sonido de pájaros reemplazando la interpretación humana, esto es, sin construir el canto de los pájaros en términos musicales. La intuición de Hitchcock fue ecualizar no tanto el canto de los pájaros sino las notas sueltas, que no se encadenaban necesariamente en patrones melódicos y componían un zumbido inhumano y primitivo que condicionaba a las imágenes. De eso se trata en el terror: de psicotizar por el sonido la estabilidad de la imagen.

El hijo de Saúl

Nada más psicotizante que la experiencia de un campo de concentración. ¿No es lo ominoso lo que se intenta instituir y por tanto producir a través de toda la actividad sistemática en esos countries cerrados del horror? Justamente la labor orientada al exterminio consiste en poner de manifiesto la descomposición de lo real como premisa de toda acción en lo real.

En este sentido, y solamente en ese, acierta László Nemes en El hijo de Saúl, la última incursión en representar el horror del Holocausto en el cine. El tema del film es antipático e incómodo: un miembro de un Sonderkommando cree reconocer a su hijo en un jovencito que sobrevive a la cámara de gas. Un oficial nazi descubrirá el cuerpo con vida y se encargará de terminar con el procedimiento asesino. De ahí en más, el film se centra en las peripecias de Saúl por darle una sepultura religiosa a ese joven, el hijo de Saúl. Es así que en pleno octubre de 1944, cuando en Auschwitz corrían rumores que hasta esos judíos con “privilegios” iban a ser aniquilados, el film va desplazando su interés desde ese destino colectivo hacia la obsesión ritual del protagonista por enterrar a su hijo.

A Nemes, además de narrar, le interesa, quizás más, intensificar y comunicar la percepción distorsionada de su protagonista apelando a un dispositivo visual en el que el campo visual se enrarece sistemáticamente; los prisioneros y las víctimas apenas se divisan. La anulación de la profundidad de campo olvida a los habitantes del campo, y el desenfoque permanente tanto sobre los cadáveres como también sobre los futuros muertos implica inevitablemente un refuerzo sonoro. La no visibilidad reclama una cierta composición sonora, y es ese el mayor poder del film de Nemes, cuyo problema no pasa por la invisibilización de los detenidos sino por el corrimiento parcial en el eje narrativo del destino de esa mayoría. La tensión narrativa se centrará en demasía en el éxito de un delirio funerario, al que se le adjudicará incluso un plus teológico y un matiz escatológico. He aquí un problema ético, un punto de vista delicado.

Por eso el film tiene un poder absoluto en el comienzo, antes de que el hijo tome su peculiar protagonismo, segmento narrativo en el que todavía los judíos a punto de ser asesinados en grupo en la cámara de gas están en el centro del relato. Las escenas iniciales son al respecto contundentes, porque el heterodoxo fuera de campo impuesto por el desenfoque programático en el registro conlleva una amplificación maximalista del campo sonoro en su conjunto.

Es por el sonido, necesariamente, que Nemes transmite lo imposible de ser narrado. Solamente de ese modo se puede contar la instancia previa a que se suelte el gas sobre los cientos de cuerpos amontonados en las cámaras. Los golpes de las víctimas sobre las paredes de la cámara y los gritos desesperados ante la asfixia sintetizan el horror como pocas veces se “vio” en el cine. Es el sonido el que materializa la abyección y la física de una crueldad infinita. La paradoja inquietante es que aquí el sonido no es un ruido sino un cuerpo sonoro colectivo que representa a la humanidad como un todo. El alarido desesperado no es ciertamente lenguaje, pero la universalidad de esos gritos son el corazón del lenguaje de los hombres. Sin embargo, esa sonoridad apabulla el lenguaje. Sabemos qué sucede, hay palabras para significar lo que acontece y aún así el discurso, todo discurso, se confronta con su ineficacia y su imposibilidad. Lo inhumano pervierte el lenguaje y también el recogimiento en el silencio que solemos dedicar a nuestros muertos. En el sonido infernal de esas escenas de El hijo de Saúl se escuchan las estrofas de lo ominoso en todo su esplendor: es el terror en estado puro, que Alemania hizo posible en Europa unas pocas décadas atrás.

Este texto fue comisionado por la revista Quid y publicado en el mes de junio de 2016.

Roger Koza / Copyleft 2016