EL TRABAJO NO LIBERA: A PROPÓSITO DE SULLY
Por Nicolás Prividera
Leo una discusión al pasar sobre la última película de Eastwood, que parte de la asunción de sus bondades. Lo que explicaría que Francotirador no era tan reaccionaria, según uno, o que el director padece una suerte de esquizofrenia, según otro. Por mi parte, creo que ambos se equivocan, empezando por la presunción inicial, que –como premisa errónea- invalida todo el razonamiento: Sully, digamos, no es tan buena como (les) parece.
Desde ya, habría entonces que empezar por definir de qué hablamos cuando usamos adjetivos como bueno-malo para referirnos a un film, en tanto esas palabras (de inequívoca resonancia ética) siempre implican un para qué más que un para quién. Pero eso nos llevaría demasiado lejos de estas breves líneas, por lo que tratemos de saltar el escolio del mismo modo en que lo hace Eastwood en su relectura formalista de cierto cine clásico: si hay una ética en los films, está en el hacer.
La repetida justificación del héroe accidental (“solo hice mi trabajo”) se corresponde con el dictum que se suele atribuir a cineastas como John Ford o Howard: “el trabajo bien hecho” es el mito fundacional del clasicismo hollywoodense. Pero (para entender por qué Eastwood es el heredero de una contradicción histórica, más que el último representante de un reino en decandencia) hay que empezar por separar a Ford de Hawks: para este, lo que prima es el grupo (con sus jefes impenetrables y sus malos de película, en conflicto excluyente), para el otro la comunidad (con sus líderes heridos y sus ovejas descarriadas, dos caras de la misma moneda).
Eastwood (que encarnó como actor su perfil de director) está más cerca del Wayne de Río Bravo que de Searchers. Incluso en esa elegía equívoca que es Gran Torino, el personaje muere en su ley y jamás abandona el paternalismo que lo dirige. Sería impensable verlo simplemente alejarse hacia el horizonte (quebrado y “vagando en el viento”) mientras la puerta se cierra sobre él. Pero si Eastwood jamás llegó a esas alturas como actor, triunfó allí donde Wayne fracasó: su sinuosa carrera lo convirtió en la única figura que podía aunar ambas tradiciones para encarnar el rol de ‘último director clásico’ (frente a su premiado Tarantino, gozoso dinamitador de los ancestros).
Sin embargo, Eastwood nunca dejó de asumir que su obra estaba dividida en dos: y así como desde Bird se ganó la respetabilidad que no le permitían sus películas como Harry el sucio, desde entonces se las ha arreglado para entregar dípticos que parecen redimir una vocación moderna frente a otros que lo hunden en el conservadurismo. Así, a las desequilibradas iniquidades de Mystic River o Million Dollar Baby se contrapone el sobrio rigor de Poder absoluto y Crimen verdadero (dos fábulas sobre la justicia y la paternidad), Los imperdonables y Un mundo perfecto (dos relecturas morales de la tradición), y –por supuesto– el explícito díptico conformado por Flags of our Fathers y Letters from Iwo Jima (dos elegías sobre los vencidos de aquí y allá).
Es en estas últimas donde el programa se vuelve autoconsciente y muestra su mejor cara (esos momentos fordianos que a veces parecen latir en el corazón hawksiano), para caer luego en la pereza reaccionaria de Wayne en El álamo o Los boinas verdes, que impregna inequívocamente películas como El sargento de hierro o Francotirador. Y ahí es donde aparece la clásica defensa de la labor realizada a conciencia, como si la ética del trabajo bastara después de Auschwitz.
Después de todo, Sully no es otra cosa (incluso en su nada inocente alusión al mismo 11 de septiembre omnipresente en Francotirador) que otro héroe americano: simplemente, no se trata esta vez del habitual guerrero que no soporta la vida ordinaria, sino del hombre común en una situación extraordinaria. Pero ambos expresan lo mismo (“solo hice mi trabajo”), como si Eichmann no hubiera dicho lo mismo. Claro en el dicotómico mundo de los héroes eso es lo de menos: basta con asumirse en el lugar correcto. Ford, en cambio, siempre entrevió lo que dejó como inequívoco legado al final de su carrera: no impriman la leyenda.
Nicolas Prividera / Copyleft 2016
Como estás Nicolás.
Me parece que no es mínimamente comparable lo de la Shoá con lo que hizo Sully. Sully no podría decir lo mismo que Eichmann, no sólo porque hay una diferencia básica entre ser el principal responsable de salvar decenas de personas y ser uno de los responsable del exterminio de millones, sino porque la lógica del trabajo del Holocausto tenía que ver con un trabajo colectivo de obediencia amoral y despojada de criterio propio. Una lógica de servicio al Führer aberrante en donde además los sistemas de trabajo trataban de ser tan precisos y sencillos de hacer (eran labores específicas, fáciles de hacer) que anulaban cualquier posibilidad de error. No hay nada más alejado de eso que Sully
Sully no obedece el manual de la compañía que indica que hay que hacer en esos casos y decide basar su decisión en sus años de experiencia y en su propio instinto como piloto. Hay también en Sully una idea muy clara de celebrar lo humano con sus dudas, miedos y pasiones -de ahí también que la película termina cuestionando lo maquinal como forma de entender lo humano-.
El heroísmo de Sully hacia el final no es simplemente que haya cumplido bien su trabajo, sino que se haya impuesto a su propio pánico. Sully en la película, por otro lado, no está visto como «un hombre común» sino como alguien con una excepcional habilidad como piloto que supo aplicar sus conocimientos en circunstancias si, extraordinarias, pero también posibles en su oficio. En todo caso, Sully no me parece una película hitchcockiana de un hombre ordinario en situaciones extraordinarias, sino más cercana a Renoir, en donde suele haber personas extraordinarias en situaciones ordinarias. Después de todo, el protagonista acá es alguien con grandes y poco comunes habilidades que durante toda la película se preocupa por cuestiones muy cercanas que pueden pasarle a cualquiera: si hizo bien su trabajo, si su esposa está bien, si un error puede costarle toda su trayectoria.
Saludos
Hernán
El único mérito de Sully es encontrar la forma de sostener la intriga a los largo de toda la película volviendo una y otra vez a una misma situación cuyo desenlace conocemos. Se llama suspense y es más viejo que twist. Todo lo demás es sobreinterpretación, hacia ambos lados del espectro ideológico.
Boris K:
No creo que sea el único mérito. Pero te aclaro que eso no es suspense. El suspense consiste en sostener una situación en la que el espectador tiene más información que los personajes pero no necesariamente sabe como actuarán los mismos. O sea, suspense como lo definió Hitchcock en ese libro tan famoso es por ejemplo dos personas hablando mientras el espectador sabe que hay una bomba abajo que los personajes ignoran. Pero eso no quiere decir que el espectador sepa cual será el desenlace del mismo.
Lo que estás hablando es todavía más viejo y viene ya de la época griega -o mucho antes posiblemente-, cuando los espectadores sabían como se iba a resolver la trama y sin embargo iban a verla igual confiando en que lo que importaba era el desarrollo de la trama y no su resultado.
Hernanes:
Nunca comparé «lo de la Shoá con lo que hizo Sully». Desde ya, podría ser más larga y argumentada, y uno a veces teme que un lector poco atento saque de con texto alguna frase, pero ante eso solo puedo decir: leela de nuevo sin mirar el árbol sino el bosque.
En lo que acuerdo es que no tiene nada que ver con el suspense, que es la única sobreinterpretación aquí. Por lo demás, no sabía que se puede estar en el centro exacto del espectro ideológico, y que eso signifique no tener ninguna ideología. Eso no lo sostiene ni Clint. Y mucho menos el clasicismo…
El único merito de Sully es más bien la repetición de la escena del accidente. Pero no a lo largo de la película desde puntos de vista diferentes, sino en la mecánica del juicio. Ahí Eastwood prescinde de las elipsis, como hubiera mandado el manual, y esa es curiosamente su virtud. La contracara es la escena misma, que habría avergonzado a Frank Capra.
Nico, mirá si estarás sobreinterpretando que es el primer caso de reductio ad hitlerum que no se da en los comentarios sino en la crítica misma.
Hernán, quizás no sea correcta la definición de suspense, pero lo que sostiene la atención en esas es escenas es suspense, no jodamos. La información que tiene el espectador siempre es parcial y eso genera pequeñas situaciones de suspense.
Y para mi es único logro cinematográfico de la película porque todo lo demás es un movimiento en falso. El cine solo aparece en las escenas de accidente, por eso vuelven una y otra vez. Eastwood sabe que para adaptar esta película solo cuenta con 10 minutos de acción en tiempo real, el barullo de los medios y una semana del viejo Sully en joggineta en una habitación de hotel esperando su veredicto. Por lo tanto sin avión no hay historia. Y ahí si aparece la política de la película, su mala conciencia. Porque el esquema actancial que propone, el héroe contra los capitales financieros, es decir, el humanismo contra lo que Renoir (ya que lo trajeron de los pelos a la charla, como a ford) llamaba la cultura del blueprint, la obsesión americana por el control y la planificación, no es orgánica y eso desequilibra el clasicismo al que aspira.
¿Qué hace nuestro héroe aparte de aterrizar un avión sobre el agua? Llama por teléfono y pide que adelanten las pruebas con simulación. Solo eso. Llama por teléfono… Se le ocurre, levanta el teléfono y despierta a un gordo de madrugada. Con eso logra sortear la presión de las compañías de seguros y conmover a todos. Ah, no, pide un poco de tiempo de handicap, una ocurrencia maravillosa que los inspectores estaban pasando por alto. La sensiblería y la mediocridad de esos giros del argumento desequilibran la estructura. Porque todos sabemos que las compañías de seguros no cedieron ante nuestro héroe, sino ante la presión y el ruido de los medios que desataron algo que ya no podían parar. O sea que la estructura no es Héroe vs Capital, sino Capital vs Capital. Todo lo demás son alucinaciones de una comunidad herida.
K:
Sobreinterpretación es leer este texto como ejemplo de ley de Goodwin. Es esa lectura la que reduce perezosamente la discusión al absurdo.
Y no, lo que sostiene la atención en esas es escenas es tan viejo como Griffith, que no lo llamaba suspenso: es la pura fuerza de la adrenalina narrativa. Que funciona justamente como droga dura para no ver ese movimiento en falso que mencionás.
O sea: Hitchcock y Renoir están traídos de los pelos. Ford no porque es la medida del verdadero clasicismo, del que Eastwood solo mantiene la carcasa. Una vieja corteza muerta.