FICUNAM (04): UN DISCRETO MALESTAR: LAS PELÍCULAS DE KELLY REICHARDT
Por Roger Alan Koza
En una conferencia pronunciada en Sendai, Japón, Pedro Costa, uno de los directores menos conocidos pero más importante de la actualidad, decía: “Para mí, la función esencial del cine es hacernos sentir que no todo está bien”. La lacónica definición del director portugués podría ser una síntesis del objetivo del cine de Reichardt.
La ópera prima de Reichardt, nacida en Miami, un lugar difícil de asociar con el cine, transcurre en Everglades, Florida. En River of Grass, un heterodoxo road movie, no desprovisto de humor, una mujer (madre y ama de casa) y un joven de 29 años se escapan sin dirección alguna debido a un supuesto crimen cometido por ambos. En aquella especulación lúcida sobre el aburrimiento, ya se podía apreciar una posible trayectoria, un estilo e intereses temáticos.
Pero es a partir de Old Joy cuando se puede corroborar la fuerza y solidez del cine de Kelly. Esta delicada meditación sobre la amistad, el destino de los hijos de la generación Flower Power y la irreversibilidad del tiempo, una especie de road movie naturalista que por momentos se la podría confundir con una versión neohippie de Secreto en la montaña (o también, como irónicamente lo expresara el crítico Scott Foundas, con una especie de Entre copas en donde la granola reemplaza al vino). Como sea, la segunda película de Kelly gira en torno al reencuentro de dos amigos (uno casado y aparentemente feliz, el otro soltero y psíquicamente desequilibrado) y del viaje que emprenden por los bosques de Oregón.
En esta película ya se pueden percibir con exactitud la inteligencia formal y sensibilidad de Reichardt: los sonidos de la naturaleza y los planos abiertos, a medida que avanza el relato, se van imponiendo sobre el universo cerrado de sus personajes. El minimalismo narrativo se contrarresta con un maximalismo perceptivo, algo que sucede en todas sus películas. En efecto, Kelly privilegia los detalles respecto del hilo narrativo, lo que explica en el caso de Old Joy su particular dialéctica entre planos fijos y travellings.
Los últimos 20 minutos de su segunda película funcionan como una relajación integral tanto para los dos amigos como para quienes eran testigos de este ejercicio afectivo por el que dos almas alguna vez cercanas van reconstituyendo aquello que las unía. Pocas películas indagan sobre la amistad de los hombres y entre hombres. Old Joy no solamente deja constancia acerca de un tipo de vínculo masculino desmarcado de la seducción y de la represión sexual, sino que en su tono intimista asoma y se percibe el ruido de la historia y las decepciones de pretéritos proyectos utópicos diluidos en un sospechoso bienestar del mero presente. Los planos finales condensan el desamparo de una generación. Son planos tan tristes como necesarios.
Unos años más tarde llegaría Wendy and Lucy, la segunda colaboración con su guionista Jon Raymond (también responsable del guión de su último film), y una vez más Reichardt ofrecería un retrato de aquello que “no está del todo bien”.
Michelle Williams es Wendy; su única compañía es una perra llamada Lucy, su única posesión un auto viejo. En el transcurso del relato pierde a ambos, pero lo que importa es cómo sucede y cómo Kelly elige contarlo.
Políticamente lúcida y profundamente humana, la tercera película de Reichardt no es otra cosa que América en tiempos de Bush. América pauperizada, América destituida de su aura mítica donde ostenta ser el topos de la libertad y la bonanza infinitas. Dos escenas claves, aunque camufladas como secuencias de transición, develan qué era y qué es América: el máximo gesto de solidaridad en toda la película le pertenece a un guardia, un hombre mayor, quien le regala a Wendy unos dólares; en otro momento, el vigilante de un supermercado expresará inadvertidamente la filosofía social de una nación: “Si una persona no puede pagarle la comida a su perro, entonces no se debería tener uno”. En Wendy and Lucy se siente, plano tras plano, cómo el dinero establece el orden de todas las cosas.
La cuarta película de Kelly cuenta con actores más conocidos y un presupuesto más abultado. No es sólo su primer film de época (el relato transcurre en 1845), sino también su primera película enteramente rodada en 35mm. Si bien son otras condiciones de trabajo, su independencia sigue intacta, al igual que su valentía.
Meek’s Cutoff es un western, un género falocéntrico y políticamente problemático. Como sucedía en Dead Man de Jim Jarmusch, no es un western entre otros. Las mujeres son protagonistas, y el indio, aquel personaje convertido en salvaje o en su inversión ideológicamente necesaria, en sabio telúrico, no es otra cosa que un legítimo Otro; quizás misterioso y extraño, pero presente en la tierra de la libertad mucho tiempo antes de que Whitman concibiera en esa nación joven el porvenir de una utopía democrática. Es que desde el nacimiento de la nación no todo ha estado muy bien.
Nota: Meek’s Cutoff será el film de apertura de la primera edición de Ficunam, Festival Internacional de Cine de Unam. Reichardt, además, ofrecerá un taller sobre narrativa visual.
Roger Alan Koza / Copyleft 2011
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