UNA BOTELLA AL ESPACIO

UNA BOTELLA AL ESPACIO

por - Festivales
19 Oct, 2024 09:55 | Sin comentarios
La autora le dedica algunas palabras a la película ganadora en FicValdivia. También se refiere a la película más singular del año. Una es de México, la otra de República Dominicana. Dice algunas cosas más del festival más luminoso del continente y propone una película para que los antropólogos de Marte nos estudien en el futuro.

La primera escena de Filme dos Outros (2014, Lincoln Pericles) es una imagen que de tanto que pertenece al mundo es irreconocible. En blanco y negro, la cámara en mano persigue un grupo de personas que llevan un cuerpo herido en una camilla. La cámara está desesperada en un intento de denunciar, acercándose a la cara y el cuerpo del accidentado sin censura, mientras trata de registrar la injusticia, el desastre, el horror de las tierras donde un tiempo sin guerra es un recuerdo. Quien diga que nunca vio una imagen como esta miente, porque de tantas que recorren aquella extensión de nuestra mano que es el dispositivo se tornan irreconocibles, indistinguibles una de otra. A esa primera filmación la sucede una placa que aclara que las imágenes que veremos a continuación fueron extraídas de tarjetas de memoria de equipos de filmación robados. ¿Aquella primera escena pertenece a otro mundo que el siguiente, o es la antesala perfecta para proponer un recorrido por imágenes que sí son de otros, que tenían dueño, aunque ya no sean reclamables? 

La cuestión de la propiedad y el robo sobrevuela toda la película desde el vamos. La placa que introduce los pequeños videos atomizados y entre bordes negros que respetan su ratio original, dirá solamente en qué barrio de San Pablo se robó, qué aparato tomó la imagen y en qué fecha. Los videos fueron tomados entre 2013 y 2014; su contexto de captura es cercano a su contexto de montaje. Pero aquellas imágenes, a diferencia de la primera escena, parecen pertenecer al pasado. Son como mosaicos de una clase media que arman un todo de gente, un panorama de una ciudad que se filma entre ellos y a sí mismos, registros de vidas lo suficientemente anónimas como para que aquello no les otorgue estatuto de verdad, pero cuyo ínfimo momento de vida que vemos significa algo. Y puede que la vida que vemos esté, en cierto punto, dada por su forma. De un iPhone se extrae una niña que filma a otra saltando en una cama elástica en una especie de clase del colegio, que tiene la potestad de decidir que la dejen de filmar; de un Nokia, un miembro de una hinchada que captura entera la previa a que un jugador de futbol patee un penal, apurándolo porque se le acaba la batería, como si no hubiese nada más importante que dejar registrado en aquellos píxeles el gol o no gol; de otro iPhone, un pasajero del subte que filma a unos chicos negros que se están filmando cantando juntos un funk, sin importarles el resto de los pasajeros que los miran entre curiosos y molestos del bochinche. Las imágenes que fueron robadas al mundo fueron a su vez robadas, y son devueltas al mundo, montadas como parte del mosaico, pero se convierten en algo más por la profunda vida que llevan dentro, de un tiempo donde la tecnología no era una extensión de la mano. Donde la memoria era escasa, y donde la captura de video no contaba todavía con un formato vertical obligado, donde no había filtros ni HD. Cuando el grano era algo imposible de esquivar y el higienismo visual del 4k no existía. La decisión de tomar una sola fotografía o un video de unos pocos segundos ocupaban espacio, pesaban materialmente, eran profundos. Había que elegir, priorizar. Y quizás, lo que se priorizaba era el significado del acontecimiento, no porque fuese irrepetible, sino por real. Uno de las piezas más largas de los mosaicos es el video de un grupo de amigos sobre una especie de cuatriciclo o algún transporte para pocos donde son muchos, siempre al borde de caerse, de lastimarse, sin preocuparse por cómo se ve el video o lo que se captura, quizás intentando capturar la caída. Quizás como germen de lo que se venía. 

Cuando vi ese cortometraje como parte del programa de Disidencias del FICValdivia, comencé a pensar que si hubiese que mandar una cápsula al espacio para que los marcianos supieran cómo eran los humanos, mandaría esta película. Una película que nos permita hablar de cómo se relacionó el humano con la representación filmada de la comunidad. Deberíamos poder mostrarles cómo fue el mundo antes, cómo sigue siendo, y cómo ya no será jamás. Pienso en cuánto me gusta el lema del festival, que leemos antes de cada función: “Clásicos del futuro”. Sobre todo, en una programación que no apuesta por perseguir el estreno internacional, la première, la primicia. Podría dar a entender un compromiso con el día de mañana, pero en realidad es el gesto y la atención de considerar aquello un clásico hoy, hacerlo de todos modos, apostar por películas aunque no persistan en el tiempo, o sí. Como cuando Marty Mcfly dice “your kids will love it”, pero sin el diario del lunes. 

Ese espíritu del rock para explicar el mundo del presente lo tiene ¡Aoquic iez in Mexico! (¡Ya México no existirá más!) (2024, Annalisa D. Quagliata Blanco), una película con el espíritu de no arrepentirse de nada, y no pedir perdón. Cinco episodios de rabia intentan asir la historia de México, en un complejo movimiento de sintetizar, de contraer cosas enormes en símbolos, pero al mismo tiempo expandirlo, con un montaje que no termina, que no frena, que no da respiro. Una primera aparición del mapa de Tenochtitlán no solo establece una relación con el pasado, sino que hace aparecer un diálogo con el presente y el símbolo: grandes cuadrados como de estaciones de subte sintetizan lo grande y lo vuelven pequeño. Quetzalcóatl, la Virgen de Guadalupe, Moctezuma, todo puede ser reducido a algo reconocible, masticado y puesto a merced del símbolo, que todo lo come y todo lo reproduce. La historia de una civilización pasa volando por nuestros ojos como una catarata, pasando por todo, de la mitología ancestral a la modernidad urbana, del blanco y negro al color. Pero que aparte, apuesta por la sensualidad de la historia y de los cuerpos, yendo a buscar aquellos símbolos en las personas, regalándonos una secuencia de tatuajes de todos tamaños y estilos, cuyo denominador común es México, los mexicanos y la mexicanidad. El montaje sucede, arma y desarma, construyendo y destruyendo aquel país que todavía no sabe bien qué hacer con tanta historia, con tanto hallazgo milenario que ya no puede colocar en museos. Una historia a primera vista cercana e identificable, pero que al tratar de tomarla con las manos se convierte en arena. La respuesta a eso es intentar amalgamar un rompecabezas a través de la sensación. Pareciera que Quagliata Blanco estuviera intentando desterrar para siempre la acusación de Octavio Paz de que “el mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo”. Aquí, se está tan cerca de uno y de lo otro, se inquiere tanto esas imágenes, que no queda otra que romperlas. Mientras la película cierra, un plano de la directora en la parte trasera de una motocicleta, con el pelo al viento, filmando con su super8 que le tapa la cara. Si Paz tenía razón en decir que el mexicano se esconde detrás de la máscara, Quagliata Blanco tiene la suya propia, pero no la usa exactamente para esconderse. 

Algo de todo esto pienso desde que vi Pepe (2024, Carlos de los Santos), pero también en cuánto me hubiese gustado que la hayan programado al mañana tempranito, en vez de a la noche tarde. Porque quiero despertarme con una película que quiera que la escuche, que me precise, que haga sentir a sus espectadores que son necesarios y la parte que falta para que todo funcione. Diego Cepeda dice que Pepe es “la manifestación de un relato que viaja en busca de su narrador y de su oyente”. Es curioso porque la sensación de ver Pepe es la de estar buscándolo todo, haber despojado un relato de las cosas que lo hacen relato: alguien que lo cuente, y alguien que lo oiga. Una voz que jura ser un hipopótamo que cuenta su historia desde quién sabe dónde, desde quién sabe qué, que ruega a través de una imagen perfectamente construida que nos tomemos en serio la historia de la comunidad de hipopótamos de Pablo Escobar. Me resulta complejo hablar de esta película después del diálogo que tuvieron Cepeda y Julia Scrive-Loyer acá. Quiero copiarles todo o callarme la boca. Pero sí diría que lo más hipnótico, atractivo y revolucionario de Pepe es su vaivén para ofrecerse y requerirle al espectador, justamente porque la historia del colonialismo y la esclavitud está repleta de agujeros que hay que llenar, sin saber cómo. Montada sobre una sinfonía, la música tira y afloja, generando una sintaxis con el oyente que constantemente le da y le saca, que todo lo que le entrega se lo quita. Nunca sabemos a dónde va a ir, cuál es la próxima, qué viene después. Pero al mismo tiempo, escuchamos, y la historia necesita de nosotros para existir. 

Pepe

Una historia que no necesita de nosotros en absoluto es Grand Tour (2024), la última película de Miguel Gomes. Edward Abbot (Gonçalo Waddington) es un burócrata que arriba a Birmania (hoy Myanmar), un poco escapando de su prometida Molly Singleton (Crista Alfaiate) porque no quiere casarse con ella. Una especie de anti romance colonial cine mudista, pero donde cualquier tipo de cercanía está clausurada, no solamente por la distancia sino por el sentimiento. La primera parte es él huyendo de ella y la segunda, ella persiguiéndolo a él. Mientras tanto, Asia, de a momentos en blanco y negro, de a momentos a color. Resulta una pena que lo que sí es una constante es el exotismo con el que está trabajado ese espacio, siempre como un todo, a pesar de que el lento travelogue recorra varios países: Birmania, China, Saigón, Shanghái, Japón. Todo pareciera, en los ojos de la cámara de Gomes, igual a todo, aún en los momentos documentales de la película, que podrían irradiar vida, pero le huyen: un señor que canta con mucha pasión una versión local de “My way”, con tanta que termina lagrimeando; un espectáculo artesanal de bailarines que arman figuras de pájaros con las manos; unos vendedores ambulantes al costado del río que miran a la cámara inmóviles, extrañados. 

Pasado por agua, por aquel filtro monocromo del 16mm, pareciera Grand Tour tener un talento para, en esta afección por la belleza total y despampanante, despojar de vida y de verdad todo a su paso, aún las escenas donde lo que sucede, sin ton ni son, es maravilloso de por sí, y no necesita que se le agregue belleza. Ni siquiera las emociones humanas parecen reales bajo el ojo de una cámara que desesperadamente intenta que la iluminación sea lo más prodigiosa posible, en aquellos momentos donde prima la ficción. Una película a la que no le interesa contar el amor de una historia de amor, ni la belleza en la belleza. Pero peor a eso, cuya mirada es una donde la única ley es la homogeneización: no importan los territorios ni los idiomas, se habla en portugués y se responde en francés, y Tokyo es lo mismo que Shanghái. La elección de la canción final, “Beyond the sea”, no parece apuntar a otra cosa que no sea que no es cierto aquello de que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, sino que es, en definitiva, toda la misma cosa. Quizás deberíamos mandarla al espacio, si es que solo nos preguntan qué es el turismo. 

 Introspection

Como reverso de su lema, todos los años Valdivia dice no a los clásicos y consigue rescatar algo que permaneció para todos oculto. Si el año pasado fueron Mabel Itzcovich y The Victor Jara Collective, solo por nombrar algunos, este año fue Sara Kathryn Arledge, una de las primeras artistas en hacer cine danza, baile especialmente coreografiado para el cine. La fecha de Introspection (1946) es irrisoria (la producción quedó en pausa cuando la mayoría del equipo fue reclutado para la Segunda Guerra Mundial) para lo que vemos: extremidades que cambian de forma coreográficamente y a través de la luz y del caleidoscopio, se multiplican y arman otras figuras, perdiendo su dimensión de cuerpo e inventándose un nuevo estatuto: monstruos, criaturas de color. En What is a Man? (1958), filmado después de que la artista hubiese sido internada en un neuropsiquiátrico y sometida allí a prácticas de electroshock, la excentricidad se aleja de la danza y el pionerismo es con una suerte de absurdo total, una sátira de lenguaje acartonado televisivo en la que interacciones aparentemente cotidianas entre hombres y mujeres producen diálogos sin sentido, que no solamente ponen de relieve lo absurdo de las convenciones sino que proponen un desentendimiento primario entre los dos (o más) géneros. La última escena, post créditos, pone a hombres y mujeres a jugar al juego de la silla, pero no hay música, hay pocas sillas, nadie llega a sentarse y todos siguen jugando. Torcer lo normal y desconfiar de las formas pareciera ser el talento especial de Arledge que, en What Do Two Rights Make?(1983), un cortometraje muy poco visto que solo existe en 16mm, propone un nuevo glosario de las cosas, por ejemplo apelando a Adán y Eva o a Atenea y Dionisio y despojándolos de sentido viejo, haciéndolos pronunciar cualquier palabra o siendo una pareja normal. Su extrañamiento es tal que hasta precisa que el último plano diga “End of film”, como si no hubiera quedado claro. Nunca un nombre de unos estudios de cine tuvo tanto sentido como para aparecer de antesala de estos cortometrajes y preparar la vista rezando “to change is to continue”. Como dijo alguna vez César Aira, no hay que dar por sentado que las cosas nacen con la forma puesta. Eso deberíamos mandar en nuestra botella al mar espacial. 

Lucía Requejo / Copyleft 2024