«UNA FUERZA DEL PASADO”: ACTUALIDAD DE PASOLINI
(El siguiente texto es parte de una intervención en la cátedra Pasolini de la UNA, próximamente compilada en un libro colectivo.)
En La Ricotta, un cortometraje hecho para el film colectivo Rogopag, que es central en la obra de Pasolini, aparece Orson Welles haciendo de un director que, por supuesto, es una suerte de alter-ego del mismo Pasolini (su “yo afectado”). Y lee un poema suyo que dice “yo soy una fuerza del pasado, sólo en la tradición está mi amor”. No parece casual que ponga esos versos ahí, porque resumen un poco su impronta, ya que cuando filmó eso y escribió eso tenía apenas cuarenta años, y sin embargo dice “yo soy una fuerza del pasado”. Lo que no deja de ser un gesto moderno también. Digo también porque se suele asociar al modernismo con la ruptura con el pasado, y para contraponerlo con cierto gesto posmoderno de hoy, que tiene que ver con no hacerse cargo de la tradición, pensar desde el puro presente.
Y en cierto modo, uno podría decir que el mismo Pasolini, esa fuerza del pasado que vuelve y retorna todo el tiempo, es como uno de los fantasmas irredentos de Marx. Porque no es casual que vuelva, dado que sus preocupaciones todavía están presentes. Incluso vemos que todos los problemas sobre los que él alertó se han agravado. Cambiando algunos nombres o circunstancias, sus notas de intervención política urgente hablan de nuestros problemas de hoy. En ese sentido, Pasolini claramente quiso ser, y ocupó, ese viejo rol del intelectual sartreano, aunque tal vez como ninguno desde el mismo Sartre. Cuesta encontrar otras referencias hoy, no solo en Europa sino en todo el mundo. Porque decimos “sartreano” no sólo en términos de encarnar la idea del intelectual comprometido, sino de moverse en varios campos, como el mismo Sartre, que era filósofo, novelista, dramaturgo, ensayista, además de poner el cuerpo como manifestante.
Pasolini, además de abarcar muchos campos los ponía en tensión, haciendo de la heterodoxia y de la mezcla también una clave de lectura, haciendo chocar tradiciones enfrentadas. La más evidente es la de marxismo y cristianismo. Enfrentadas hasta cierto punto, porque aquí también tuvimos nuestra revista Cristianismo y Revolución, que muestra una confluencia epocal. Pero en Pasolini no hay intento de sincretismo (no hay punto medio en Pasolini, en ningún sentido) sino principio de contradicción: desde lo macro, desde sus grandes ideas, hasta su realización, sus procedimientos formales. Si vemos sus películas, lo podemos percibir en términos de montaje, pues si bien no es un cineasta que haga del montaje su eje de trabajo, como Eisenstein, podemos ver que una de las constantes formales de todas sus películas (y su obra en general) consiste en una tendencia a la yuxtaposición de extremos: un plano tomado con gran angular sigue a otro realizado con teleobjetivo, un primer plano sucede a un plano de cuerpo entero, una panorámica aparece antes de un plano fijo y frontal: el “oxímoron” parece ser su forma-fuerza principal.
En ese sentido, hasta en los propios títulos de muchos de sus libros juega con esa doble dimensión, esa dialéctica constante: Pasión e Ideología, que recupera varias compilaciones de artículos, o Transhumanar y Organizar, su último libro de poesía. Cuerpo y alma, dualidad y dialéctica. Siempre utilizando dos miembros dicotómicos puestos en relación, sin síntesis posible. Simplemente amparados por una antinomia abierta, no resuelta o imposible de resolver. Y este choque entre diferentes experiencias y saberes, teorías y prácticas, es la clave de lectura que él mismo propone para toda su obra, e incluso para su vida.
Pasolini juega con un viejo tópico literario, el de la conflictiva relación entre el arte y la vida. Como unidad o antítesis, es un tema que recorre la literatura. En el siglo XX, escritores tan disímiles como Hemingway o Borges retoman este tópico sobre “la escritura o la vida”, para decirlo con palabras de Jorge Semprún. Dice Pasolini: ““En mi caso concreto, la ideología política es la marxista, pero la ideología estética proviene de la experiencia decadentista aunque profundamente modificada y arrastra consigo los restos de una cultura superada: evangelismo, humanitarismo, etc.” Y culmina con esta frase que me parece clave para la lectura que estoy haciendo: “La verdadera ideología de un escritor consiste en verificar lo que sucede durante este choque, durante esta fusión”. O sea, él mismo como un espectador que está describiendo y viviendo esa experimentación. Del mismo modo, uno encuentra que su propia obra también va mutando, y replanteándose su propia práctica.
Recordemos que Pasolini comienza como pintor, después se establece como poeta y crítico, y luego, sin abandonar la poesía, como cineasta. A diferencia de lo que suele pasar con personajes que tienen ese tipo de prácticas diversas, que cuando saltan a otra abandonan la anterior. Por ejemplo, en relación al cine, existe la figura del crítico que se hace cineasta, como sucedió en la Nouvelle Vague. Godard o Truffaut escribían en Cahiers du cinema, pero cuando empezaron a filmar ya no escribieron más. Pasolini, en cambio, siguió escribiendo, siguió siendo crítico, poeta, y a la vez realizador, acaso porque entiende que ahí hay una unidad también, que no se trata de optar por una cosa o por la otra. Incluso para meterse en el propio cine también atraviesa esos cambios de piel, ya que empieza como un neorrealista tardío y luego se aleja de sus maestros buscando su propia voz.
Cuando Pasolini empieza a filmar, a inicios de los años 60, el Neorrealismo está en decadencia o acabado. Sus primeras películas, Accatone y Mamma Roma, se podrían inscribir dentro del neorrealismo, aunque ya está, como Fellini, apuntando para otro lado. Ya en esas películas iniciales hay elementos poéticos que rompen con la pura estética neorrealista. Porque Pasolini se reconoce como un heredero del neorrealismo nacido de la posguerra, pero a la vez sabe que hay que matar a los padres. Entonces, con todo el respeto que les tiene a Rossellini y a Fellini como maestros (de hecho para Fellini trabaja en el guión de Le notti di Cabiria y La Dolce Vita), tiene palabras bastante críticas. Lo que nos interesa mucho, ya que ambos (sobre todo Rossellini) siguen siendo muy respetados por la crítica por la salida que encontraron al Neorrealismo. Pero la reconvención de Pasolini se dirige también a esa suerte de reconversión, como señala en un texto luego recogido en Las películas de los otros:
“Rossellini es el neorrealismo. En él, el redescubrimiento de la realidad –sobre todo en el caso de la Italia cotidiana, abolida por la retórica de entonces- ha sido un acto a la vez intuitivo y estrechamente ligado a la circunstancia. Él estaba allí, físicamente presente, cuando cayó la máscara de la estupidez. Ha sido uno de los primeros en vislumbrar la pobre faz de la verdadera Italia. (…) Al Rossellini instintivo y mágico le faltaba una estructura de fondo sólidamente cultural: su alma individualista no la poseía. Ha procedido a colmar esta laguna una especie de ‘alma universal’ que al mismo tiempo llenaba nuestras almas. Rossellini ha estado así, lleno además de la fe, también de la ‘cultura’ de nuestro excepcional momento histórico. Ha sido verdaderamente lo que podría denominarse un ‘demiurgo’. Pero habiéndose quebrado lentamente el ímpetu de la fe, habiéndose marchitado lentamente la esperanza, habiéndose enmarañado la cultura con los coletazos de la cultura precedente, que no había sido crítica ni racionalmente superada, también el espíritu de Rossellini, tremendamente mimético, se ha vaciado. Han permanecido, sin embargo, algunas excepcionales cantidades de sensualidad, de talento, de magia. Pero ¿para qué han servido? Para nada.”
Pasolini está hablando del Rossellini de Viaggio en Italia y de todas las películas con Ingrid Bergman, películas que en su momento fueron muy criticadas pero a la vez muy alabadas por Bazin y la Nouvelle Vague. Ahí de algún modo él ya se separa de Rossellini, pese a su compartido cristianismo. Lo mismo sucede con Fellini, contra el que ya había ironizado en La Ricotta: cuando un periodista le pregunta a Welles “¿Qué opina de nuestro maravilloso director Federico Fellini?”, él parece dudar y solo atina a decir “Él baila, baila…” Lo que de algún modo significa: nos encanta pero no es un verdadero poeta. Y luego escribe en Descripciones de descripciones sobre el libro de Amarcord publicado por Tonino Guerra y Fellini, criticando lo que también está de moda hoy, que es la ficción de la memoria. Amarcord es una ficción de la memoria y para Pasolini hay algo falso en eso:
“Fellini se encuentra con muy poco en las manos: la vida de un burgo de una a otra primavera, con sus personajes que pertenecen a la ínfima burguesía o a un pueblo más que agreste pre-industrial. Aparecen algunos marginales pero como vistos por la clase más humilde. Si yo fuera productor cinematográfico jamás habría permitido hacer una película con ese guión. Temería hacer, creo que con toda justicia, un anacrónico revival neorrealista en el cual se vería uno invitado a promover la frase de Sabatini: “los pobres están locos” en “los pequeños burgueses están locos”.
Una vez más, lo que aparece es la crítica al Neorrealismo y a cierta nostalgia fácil que también es objeto actual. Podríamos citar muchos filmes basados en la nostalgia (crítica que ya hizo hace décadas Jameson en sus escritos sobre el posmodernismo). Películas que nos traen el aire de una época pasada como si estuviera en un frasco y uno pudiera olerla y quedarse más tranquilo. Incluso con películas que hablan sobre el ’68, como The Dreamers de Bertolucci (y pronto vamos a hablar de Bertolucci, que también tiene una estrecha relación con Pasolini). Mientras que él se inclinaría por pensar la memoria como documental, como documento, que es lo que hizo con toda su obra y con su propia vida: convertirla en documento de su época. Es decir: la obra es la vida, como querían las vanguardias, y no la vida es como la obra, que es un gesto más bien posmoderno: hacer de la vida una obra para la pura delectación estética.
La clave de lo que hoy conocemos como “giro subjetivo” es esa idea del yo hablando de su solipsista lugar en el mundo. De hecho la crítica misma ha caído en eso: el crítico de cine que te habla de su dolor de estómago antes que de la película. En Pasolini es todo lo contrario: el yo está inmerso en el mundo, es un manifiesto encarnado, Poner el cuerpo para decir algo político, no una pura percepción impresionista personal que no tiene nada que ver con lo social. Eso está todo el tiempo en su obra, que es literalmente como un largo diario. Tanto en sus películas como en sus textos periodísticos, e incluso si uno lee los títulos de sus libros de poesía, que empiezan con sus Poemas a Casarsa, que es el pueblo de su juventud, otro poemario que se llama Del Diario justamente, o Las Cenizas de Gramsci, donde habla a fines de los ’50 de su identificación en relación con ciertas figuras de la tradición. Y por supuesto también en La religión de mi tiempo o Poesía en forma de rosa, que es de donde sale justamente el poema que lee Welles en La Ricotta, donde también hay varios poemas que son una suerte de comentario sobre la realización de sus películas, poemas escritos en el mismo set. Ese ir y venir de la poesía al cine, para encontrar cuál sería la relación entre ambos, Pasolini lo menciona explícitamente en un largo poema póstumo que se llama Poeta de las cenizas:
“¿Por qué pasé de la literatura al cine? / Hay, entre las preguntas previsibles de una entrevista, / una pregunta inevitable, y ésta lo es. / Respondía siempre que era para cambiar de técnica, que tenía necesidad de una nueva técnica para decir algo nuevo,/ o, al contrario, que decía lo mismo siempre, y que, por eso / debía cambiar de técnica: según las variantes de la obsesión. / Pero no era del todo sincero dando esta respuesta: lo verdadero estaba en lo que había hecho hasta entonces. / Después me di cuenta de que no se trataba de una técnica literaria, casi / formando parte de la lengua con la que uno escribe: / sino que era, ella misma, una lengua… / Y entonces proclamé las razones oscuras / que presidieron mi elección: / ¡cuántas veces rabiosa y desconsideradamente / declaré querer renunciar a mi ciudadanía italiana! / Y bien, abandonando la lengua / italiana, y con ella, / progresivamente la literatura, / renunciaba a mi nacionalidad. / Decir no a mis orígenes pequeño burgueses, / le daba la espalda a todo lo italiano, / protestaba, ingenuamente, poniendo en escena una abjuración / que, al mismo tiempo que me humillaba y me castraba, / me exaltaba. Pero no era del todo sincero, todavía. / Porque el cine no es solamente una experiencia lingüística,/ sino también, en tanto que búsqueda lingüística, / una experiencia filosófica.”
En un solo párrafo están todos los temas de Pasolini. Y es que ese momento del ’63 es una bisagra, un momento de quiebre, reflejado de algún modo en La Rabbia. La Rabbia es su película tal vez menos vista, acaso porque al mismo Pasolini le desagrado el destrato de su productor, que no contento con su previsible discurso de izquierda, le agrega para “compensar” una segunda parte de derechas, escrita por un señor Guareschi (que era como si dijéramos Marcos Aguinis), y mutila la versión de Pasolini. Hace unos años se hizo la versión restaurada del original, pero de todos modos es interesante ver la película tal como se vio. La parte de Guareschi era más farsesca, con el viejo discurso de la decadencia de las costumbres, la juventud sin rumbo, etc, mientras que la de Pasolini es todo lo contrario: es una elegía, reforzada por el uso del adagio de Albinoni. Esto es significativo, si recordamos que recién inician los 60 y es un momento de plena efervescencia política, con la sensación de que la revolución está a la vuelta de la esquina. Y sin embargo Pasolini está anticipando una derrota, con su gramsciano “pesimismo de la inteligencia” pesando más que el “optimismo de la voluntad”. El texto poético se contrapone a la crudeza de las imágenes de archivo tomadas de noticieros, es decir, el uso poético de la voz se construye como contracara de la habitual narración expositiva de los noticieros, que de algún modo reproduce la sección de Guareschi agregada con posterioridad
En ese sentido, me parece una película central, justamente porque es lo más cercano a un documental que hizo Pasolini, del mismo modo que Buñuel también tiene un solo documental (Tierra sin pan), que también es central en su obra si uno piensa el lugar excéntrico que ocupa esa película en su filmografía. No es casual que en ambos casos pueda leerse entre líneas una suerte de autocrítica, que es otra dimensión muy presente en Pasolini, porque Pasolini reparte palos pero también se pega a sí mismo todo el tiempo, como cuando señala en el poema que mencionamos antes esa voluntad de querer escapar a su destino burgués pero a la vez reconociéndose como tal. Lo que aparece ya muy claramente en el ’63, con él ya establecido, porque recuerden que llega a Roma escapando y vive unos años bastante pobremente hasta que se incorpora de a poco a la vida cultural y se gana su lugar como poeta, guionista y finalmente como cineasta. Se incorpora a esa burguesía de La dolce vita escribiendo para Fellini, y siendo en sus primeras películas un cineasta más tradicional, en el sentido de que el director está oculto tras cierto clasicismo, y no aparece tanto la impronta más lírica que ya está presente en sus poesías.
A partir de La Ricotta y La Rabbia empieza a aparecer su voz, su yo poético, digamos, aunque la voz que se oye no es la suya (a él no le gustaba su voz, o jugaba con ese distanciamiento): es la voz de Giorgio Bassani, un amigo escritor. Tampoco se escucha la de Welles, que tenía una gran voz (los italianos tienen todo un tema con el doblaje: no les importa ni la sincronización con los labios). O sea: es un texto de Pasolini, dicho por Welles pero con otra voz, pero a pesar de todos esos desplazamientos aparece la figura de autor. De hecho claramente Welles levanta el libro que está leyendo y podemos leer su título (Mamma Roma), que todos sabemos es de Pasolini. Si ahí Pasolini usa a Welles como alter ego (acaso con demasiado ego), ya La Rabbia se vendía como “la mirada de Pasolini sobre la realidad”. Esa mirada va a definir el lugar autoral que asume y que ya no va a abandonar hasta el final de su vida. Una suerte de yo profético y condenado. (Después voy a avanzar sobre esto, pero adelantándome voy a decir que no deja de ser problemático, dado su trágico final). Esa elegía que es La Rabbia, es por el momento más que una de una voz solitaria clamando en el desierto: es una elegía generacional, nacional, europea, en una especie de autoflagelación constante a aquello que él asumía representar.
De ahí que la contraofensiva sea Il Vangelo secondo Matteo, que en la traducción española viene con el “San” agregado. Esta diferencia es esencial porque es la clave en la que él pensaba su vida de Cristo: devolver el evangelio a los hombres comunes. Por eso mismo Toma a Mateo, que es de algún modo el más radical. Y gana un premio de la Oficina Católica de Cine. El monstruo se convierte en un ángel, pero la película es en verdad una especie de caballo de Troya, ya que plantea un Cristo neorrealista (lo que es también una respuesta al Neorrealismo mismo). Y lo mismo va a hacer después en muchas de sus películas, como en su proyecto sobre San Pablo: traer un personaje religioso al presente y ver qué es lo que tiene para decir hoy y aquí. Es decir: no se trata de una alegoría sino de una parábola, una actualización.
Ya con Uccellacci e uccellini rompe totalmente con el Neorrealismo. En este caso se diría que es más bien una alegoría sin parábola, en el sentido de que ya no tiene un final feliz y luminoso, pero a la vez hay una cantidad de referencias constantes a la realidad del momento, como lo hacía ya en su poesía. Pero no hay ya una ideología redentora y eso es una clave de la película, que de alguna manera es también una crítica al dogmatismo de izquierda. Cito al mismo Pasolini:
“Simplemente es un ensayo, mi parábola no es didascálica, ésta es la cuestión. Es decir, en lugar de escribir un ensayo sobre el final del marxismo en Italia a finales de los años cincuenta, yo he traducido este ensayo ideológico en términos poéticos. Pero con esto no he querido ser didáctico, he querido plantear problemas igual que los habría planteado en un ensayo. Y dicho problema, de hecho, está presente en la película, que no presupone soluciones, que no enseña nada; plantea problemas, hace consideraciones, hace observaciones. Y, efectivamente, deja un problema sin resolver.”
El problema sin resolver es el de siempre: es el pueblo, o sea, donde está el pueblo y hacia dónde va el pueblo. Esos dos personajes alegóricos, Totó (una vez más la tradición, un Totó que en su cuerpo tiene la tradición del cine italiano) y Nineto, que en realidad Pasolini introduce creando su propia tradición (ya que Nineto trabajó luego en todas sus películas, y es la figura icónica de Pasolini y de su amor por el pueblo llano). En Uccellacci e uccellini hay un cuervo que representa la conciencia moral del intelectual de izquierda, que persigue a estos personajes queriendo evangelizarlos pero sin lograrlo, hasta que finalmente se lo comen sus discípulos… Pero ese final es más irónico que luminoso, porque de esa misa marxista no sabemos que queda consustanciado en ellos. No hay teleología histórica que salve esa distancia. Se trata, en definitiva, de una película pesimista en la que aparece su vieja desconfianza hacia el Partido Comunista Italiano. Recordemos que hay un hecho central que marca a Pasolini desde su juventud y es la muerte del hermano en la época del fascismo, pero no a manos de los fascistas sino por una interna del propio Partido Comunista. De ahí la desconfianza eterna en el Partido. Pero a la vez la figura entrañable de esos dos personajes representa el amor por el pueblo, aún cuando esté equivocado. Como si dijera: al pueblo hay que seguirlo, aunque se desentienda de nuestra cultura política.
Esto se relaciona con otra de las frases tremendas de La Ricotta, cuando el periodista le pregunta a Welles por Italia y este le dice: “El pueblo más analfabeto y la burguesía más ignorante de Europa”. Lo que manifiesta el desencanto pre ’68 de Pasolini. O sea: asume ese desencanto pero también trata de permanecer junto a ese pueblo. Lo que va a ser más claro cuando en pleno ’68 escribe ese poema donde critica a los jóvenes de las barricadas:
“Los muchachos policías / que ustedes por sacro vandalismo (de selecta tradición resurgimental) / de hijos de papá, han apaleado, / pertenecen a la otra clase social. / En Valle Giulia, ayer, hemos tenido un fragmento / de lucha de clase: y ustedes, amigos / (aunque de la parte de la razón) eran los ricos, / mientras que los policías (que estaban de la parte equivocada) / eran los pobres. ¡Linda victoria, entonces, / la de ustedes! En estos casos, / a los policías se les dan flores, amigos. / Popolo y Corriere della sera, Newsweek y Monde / les lamen el culo. Son sus hijos, / su esperanza, su futuro: si les recriminan / ¡no se preparan por cierto a una lucha de clases / contra ustedes!”
De algún modo Pasolini preanuncia con esto toda la crítica a esa generación, a lo que pasó con sus ideales. Hablemos entonces de The Dreamers de Bertolucci, que tuvo en sus primeros años una relación directa con Pasolini, ya que es hijo de un poeta amigo y de algún modo un ahijado para él, quien lo toma como asistente de dirección en Accatone y escribe el guión de primer largo, La commare secca. Bertolucci respetaba a Pasolini, pero también lo critica luego, del mismo modo en que Pasolini hizo con Fellini. En Il Conformista, que es como una alegoría de ese parricidio, ustedes hay un alumno que literalmente mata a su maestro en el contexto del ascenso del fascismo. Bertolucci menciona que ese maestro es Godard, pero también es Pasolini. En Prima della rivoluzione, su segunda película, hay un momento en que dos personajes discuten en un bar y uno le dice al otro: “No se puede vivir sin Rossellini”. Pensando que en la misma época Pasolini le hacía a Rossellini la crítica que antes mencioné, ahí ya hay una clara divergencia. Hay un punto en que Bertolucci, dicho muy brutalmente, pareciera un representante de esa generación que había sido compelida a ser revolucionaria y que en realidad terminará siendo tan burguesa como la anterior. Godard y Pasolini son los cineastas que quedarán al margen, como si hubieran quedado fuera de la Historia.
Algo parecido pasa después con otros directores de los años 70, que son como cineastas de la fractura, cineastas de la relación entre vida y arte como una relación trágica. Básicamente pienso en los dos más famosos: Fassbinder, director del Nuevo Cine Alemán, acaso el más incomprendido en su momento y hoy el más rescatado. Y después Jean Eustache, director de la La maman et la putain, una película que era justamente un ajuste de cuentas con el ’68. A inicios de los años 80 Fassbinder muere y Eustache se suicida. Son cineastas que simbólicamente mueren con los años ’60 que los vieron nacer, como si no hubieran podido pasar de época o asumir la traición de sus ideales. Después hay otro cineasta clave para traerlo aquí, entre ellos, aunque es latinoamericano: Glauber Rocha, un cineasta brasileño que tuvo su periplo europeo después del golpe de estado en el ’64 en Brasil. Hace una película en África, otra en España, y también una película en Italia el año de la muerte de Pasolini. Luego tiene una enfermedad no identificada en circunstancias bastante extrañas y muere también en los 80.
Rocha estaba todo el tiempo interpelando a quien se le pusiera delante, y había asumido ese lugar “molesto”, contradictorio y muy discutido. Y deja una obra testamentaria, como Pasolini con Saló. Su película más emblemática es Terra em transe, donde está puesta en escena toda esa crítica “pasoliniana”: una crítica a la clase política de Brasil, a la izquierda, al pueblo “ignorante”. Su gran enemigo de esos años finales es también la burguesía. Esa burguesía que Pasolini veía representada por el neofascismo que él veía en el consumismo capitalista y que hoy lo espantaría aun más. En Escritos Corsarios, un libro que recopila sus últimas intervenciones públicas (columnas en el Corriere de la Sera y otros diarios), dice lo siguiente:
“Si uno observa bien la realidad, y si sobre todo uno sabe leer en los objetos, en el paisaje, en el urbanismo y, sobre todo, en los hombres, ve que los resultados de esta irreflexiva sociedad de consumo son los resultados de una dictadura, de un verdadero y auténtico fascismo. (…) Este nuevo fascismo, esta sociedad de consumo, por el contrario, ha transformado profundamente a los jóvenes, los ha afectado en lo más íntimo, les ha dado otros sentimientos, otras formas de pensar, de vivir, otros modelos culturales. Ya no se trata, como en la época mussoliniana, de un reclutamiento superficial, escenográfico sino de un reclutamiento real que les ha robado y les ha cambiado su espíritu. Lo que en definitiva significa que esta «civilización del consumo» es una civilización dictatorial. O sea que si la palabra fascismo significa la prepotencia del poder, la «sociedad de consumo» ha realizado muy bien el fascismo.”
Y sigue así por páginas y páginas, con esa desazón adorniana. Recordemos también que es la época donde se pone en discusión el sentido mismo de hacer cine: ¿para qué, para quién? Pino Solanas y Octavio Getino proponen el tercer cine. El primer cine era el cine de Hollywood o el cine comercial, el segundo el cine de autor, y el tercer cine era el que expresaba La Hora de los Hornos, el cine revolucionario. Claro que el propio Solanas terminó haciendo el segundo cine cuando la revolución fracasó. Pero Pasolini nunca llegó siquiera a plantearse algo como el tercer cine, él asumía que su lugar era ese segundo cine, pero cuando lo cuestionaban en algún reportaje y le decía que hacía cine para la elite, él decía que sí, pero para la elite del progresismo autocrítico. Efectivamente son películas cada vez más distanciadas, en todos los sentidos de la palabra, que cada vez se van alejando más de sus personajes populares. Accatone era una película que su protagonista podía entender, pero sus películas posteriores de fines de los años 60 son alegorías más crípticas o lúgubres, como Teorema o Porcile. De ese autoinflingido encierro va a salir con la llamada “trilogía de la vida”.
Esa adaptación de obras clásicas y celebración de la sexualidad es el maridaje más libre que él podía concebir. Pero esto a su vez, como en un proceso dialéctico, va a producir Saló cuando esas películas terminan en cines porno. Esto significaba para él y su sensibilidad artística que el consumismo lo había mancillado, lo que lo obliga a preguntarse cómo hacer algo que sea inasimilable para el sistema. Por eso hace Saló, que era una película que no iba a poder pasarse en ningún cine porno, y que representa el lado oscuro del deseo, la relación entre Eros y Tánatos. Dice en uno de sus textos de los 70: “Como no tengo otra alternativa que el suicidio o el exilio, he terminado aceptando a Italia tal cual es ahora. Un inmenso pozo de serpientes donde, salvo alguna excepción y algunas míseras élites, todo es serpientes, estúpidas y feroces, indiferenciables, ambiguas, desagradables. Y todo ello, a causa de…” y se despacha en un momento polémico. Ha llegado a un punto en que el personaje se lo termina comiendo o termina como marcándole un camino inexorable. En La divina mímesis deja su larvado autorretrato: “Solo, derrotado por los enemigos, aburrido sobreviviente para los amigos, personaje extraño para mí mismo”. Llega así a la idea de alguien que está batallando en el desierto, volviendo a lo profético desde el lado más oscuro. Ahora, leyendo estas cosas se podría pretender que su fin estaba marcado por su misma impronta. En “El Plano Secuencia como semiología de la realidad”, un texto de los años 60, ya decía:
“Es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresamos, y al que, por lo tanto atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. (…) Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.”
Lo que está afirmando es que la muerte clausura una obra, una vida y les da su sentido. Hasta que no hay fin, ese sentido no se puede establecer. Entonces podría sugerirse, y esto sería una hipótesis borgiana, que los asesinos leyeron este texto. Que los asesinos usaron esa zona oscura del pensamiento de Pasolini, contra Pasolini. Darle muerte era inscribirlo en ese lugar casi buscado. De hecho, en el momento del asesinato la prensa canalla plantea ese “se lo buscó”. Lo que implica, casi volviendo a cuando lo echaron de su pueblo por “actos impuros”, desvalorizar toda su obra a partir de ese final. Y el problema es que desde entonces, cuando vuelve Pasolini vuelve el caso Pasolini. Esas circunstancias extrañas pero no esclarecidas, que cada tanto reviven la hipótesis del crimen por encargo, casi como si fuera un oscuro thriller italiano de los 70. Y de algún modo eso sirve para obturar la obra, ya que el espectáculo atroz de esa muerte (por su circunstancia, por el modo en que los medios transformaron el crimen en un show macabro) vino de algún modo a cerrar todo lo que en su obra era una pregunta abierta. Una muestra del odio que generaba hasta fuera de Italia la encontramos en la revista peronista El Caudillo, una revista de la ultraderecha nacionalista, que publica una editorial titulada “La muerte de un maricón”:
“El otro día lo mataron a palos al director de cine Pier Paolo Pasolini, un comunista que había logrado convertirse en asalariado de la inteligencia liberal, la que no duda en apoyar la difusión de su obra y además ponía todos los medios a su alcance para la tarea de difundir las estupideces más o menos ingeniosas que el ahora difunto derramaba por esas calles de Dios (…) Si se encuentra con algún Pasolini en el baño de un cine o en una calle oscura, rómpale la cabeza y después si quiere, pregúntele cuántas películas filmó.”
Es inevitable, cuando se ven las fotos policiales de Ostia, no recordar las fotos de los masacrados en los bosques de Ezeiza en esos mismos años. Nuestra derecha, la Triple A, también mataba gente en vacacionales lugares populares. Ahí hay una familiaridad en la que inevitablemente se reconoce una muerte política. No hay dudas. Tampoco de que Pasolini interpela, hasta con su muerte, el devenir de la realidad argentina.
*Fotos y fotogramas: Pier Paolo Pasolini; 2) La Ricotta; 3) La Rabbia; 4) Salo
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