VANGUARDIA Y TRA(D)ICIÓN

VANGUARDIA Y TRA(D)ICIÓN

por - Ensayos
21 Oct, 2010 02:09 | comentarios

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Por Nicolás Prividera

1. Clasicismo y modernismo

Podría decirse que a lo largo de la Historia siempre se enfrentan dos modelos artísticos: el clasicismo y la vanguardia. Cada tiempo define los suyos, y así avanza la historia (aunque –al menos en el caso del arte- no sea en forma progresiva…). Pero tal vez nunca como en el siglo XX ese enfrentamiento fue a la vez tan virulento y tan definitivo.

En primer lugar, porque las llamadas “vanguardias históricas” se propusieron, bajo la impronta moderna, hacer lo que ninguna vanguardia anterior (de hecho, ninguna otra tuvo ese nombre belicosamente revolucionario): si los anteriores movimientos renovadores se proponían  reformular la tradición reponiendo o reformulando una estética anterior (como el Renacimiento hizo con la cultura clásica), esta vez su voluntad fue acabar con la tradición misma. Lo que fue un tremendo error conceptual, visto que la vanguardia siempre es –y esta no fue la excepción- parte de la tradición: pero ese (tal vez inevitable) “error” fundó la crisis de la idea misma de arte.

Porque, en segundo lugar, la vanguardia quiso acabar con la separación misma entre arte y vida. Pero su victoria fue su fracaso: el fin de la autonomía del arte no hizo sino refundar la separación del modo más conservador posible: por un lado, estetizando la política más que politizando la estética (con el triunfo del fascismo). Y por el otro, separando como nunca antes a la vanguardia de la cultura popular (aun cuando la posmodernidad se presente como la variante “pop” del conservadurismo…)

En el caso del cine, la unión entre lo “alto” y lo “bajo” se dio desde el inicio. Porque el cine –un arte del siglo XX- empezó siendo popular y vanguardista a la vez. Hasta que la aparición de lo que Noel Burch llamó el “Modelo Institucional de Representación” dio lugar al clasicismo cinematográfico, representado por el aun hoy preponderante cine de Hollywood. Frente a ese paradigma, se construyeron “otros cines”, aunque siempre en inevitable relación dialéctica con el dominante, no en vano arraigado en la tradición occidental de la búsqueda de “mímesis” realista y fuertemente arraigado en las fórmulas populares.

Y así, la relación entre vanguardia y cultural popular, que había cimentado los inicios del cine (basta pensar en la vanguardia soviética al calor de la Revolución Rusa) se fue distanciando cada vez más, hasta la polarización más absoluta: la separación entre cine “popular” y el cine “minoritario”. Pero más allá de que en el actual estado de cosas es muy difícil pensar que esos dos mundos pueden reencontrarse en un futuro cercano, proponerlo no es ocioso: es un modo de imaginar un “público” que no sea un mero consumidor formateado por una clase de gusto (o un gusto de clase…).

Pero más que poner un ejemplo cinematográfico permítanme citar el más claro, que proviene del teatro (y de un autor-intelectual que nunca apreció mucho el cine, aunque el cine moderno –empezando por Godard- no existiría sin él): hablo de Bertolt Brecht. Brecht siempre tuvo claro que su titánico enemigo era la gran tradición clásica occidental, que se remontaba hasta la Poética de Aristóteles. Proponer otro modelo (y que además ese modelo no negara el anterior, sino que lo incorporara sintéticamente) parecía casi imposible. Sin embargo lo logró, creando lo que llamó “teatro épico” (nombre no tan feliz, ya que más bien se basaba en el “distanciamiento”). Sea como sea, el teatro ya no fue el mismo, aunque nadie logró repetir esa mezcla extraordinaria de vanguardia y cultura popular.

No estoy proponiendo ese ideal como modelo estético ni mucho menos: todo lo contrario. Lo que pienso es que ese imposible ideal totalizador es solo una “astucia de la razón”, para que salgamos de la pura negatividad hacia una síntesis necesariamente provisoria. Y para eso hay que empezar por reconocer quien es el “adversario” (que muchas veces no es el más aparente…) y quien es el “amigo” (que muchas veces es quien menos se espera…)

2. Catarsis y distanciamiento

Podría decirse que a lo largo de la historia del arte se han enfrentado dos modelos que postulan diferentes medios: catarsis y distanciamiento. Si la catarsis (aristotélica) fue identificada con el clasicismo, el modernismo asumió el distanciamiento (brechtiano): Así se definió el agon del arte del siglo XX, hasta su decadencia posmoderna, prohijada –paradojicamente- por el fracasado triunfo de las vanguardias históricas.

Porque si la vanguardia de inicios del siglo XX se propuso como ruptura definitiva, como abolición del pasado en el altar del presente, sólo acertó en convertirse -en el mejor de los casos- en previsible práctica de distanciamiento, y -en el peor de los casos- en mera reacción ante la tradición. Pues si ese distanciamiento perdió su fuerza (re)creadora no fue sólo por su inevitable repetición (el distanciamiento sigue siendo la única retórica inagotable, por definición), sino por su entrega al mero “procedimiento” (como forma desideologizada de la productividad), convertido así en re-alienado mecanismo de (re)producción.

La modernidad pareció así implosionar por sobreproducción: no es que faltara una Historia, sino que se la descompuso en infinitos fragmentos que se reciclaron ad infinitum. Así, bajo el distanciamiento de facto impuesto por la posmodernidad, el clasicismo pasó a convertirse en un refugio para melancólicos, hasta que los “modernos tardíos” (como suelen denominarlos los críticos posmodernos…) entendieron que el clasicismo podía ser algo más que otra forma de la reacción (funcional a esa posmodernidad que lo saquea sin pena ni gloria), para convertirse, por el contrario, en la única forma trascendente de la vanguardia. Como entrevió Borges en los albores de su siglo (que sigue siendo el nuestro, el largo siglo XX): sólo habrá (arte) futuro si se sustenta sobre la continuidad de una Historia (es decir: sobre la continua reinvención de la tradición).

Esto no significa que la Historia sea una, y que la tradición clásica -de la épica a la novela del siglo XIX- sea el único modelo posible (incluso para el cine). Sólo significa que no podemos prescindir de la épica y la progresión, sin que eso implique rendirse ante un orden determinado: cada momento (dialéctico) inventa (o intenta) el suyo, a partir de la  revisión de la tradición (lo que incluye la traición de la tradición): sin suponer que podemos llegar nunca a la catarsis definitiva -es decir, al fin de la Historia-, pero sabiendo que no hay posibilidad de plantear un futuro sin asumir el pasado (como pasado). La Historia, finalmente, no es ni más ni menos que una interminable cadena de catarsis y distanciamientos, mediante los cuales los hombres imaginan un tiempo que los trasciende.

Por eso, en el actual estado de las cosas (mientras persista una posmodernidad que se resiste a morir), es necesario reintroducir la primacía de la Historia (aún como momentánea positividad que prepare una nueva crítica negativa). Sólo así podemos batallar por alguna versión o visión (por alguna Historia particular): arrebatándole el Gran Relato a la reacción (ya que, como bien se dijo, “el fin de los Grandes Relatos” fue un Gran relato en sí mismo…). Es decir: debemos volver a pensar no sólo el clasicismo, sino también la “vanguardia” como parte de la Historia (no ya como mera abolición del pasado y presente perpetuo, sino como apuesta por el futuro desde la revisión crítica de la tradición clásica). Esa sigue siendo la gran lección de Godard, un cineasta que  siempre está a la vanguardia porque nunca dejo de ser moderno, es decir: nunca dejó de pensar en el cine como Historia(s).

No habrá “cine del futuro” sin deconstrucción de las pseudo-vanguardias (desde el  estéril videoarte a los cinematográficos bastardos sin gloria) tanto como de los falsos neoclasicismos (el reciclado cine de Hollywood, que replica copias deslucidas de un pasado irrepetible). Se trata, siguiendo la lección de Godard, de reconstruir la Historia (del cine), empezando por su relación con la tradición y sus propios límites: no todo es Historia, no todo es arte, no todo es cine. El cine logra ser arte cuando articula un lenguaje, y por tanto una historia (sea el lenguaje e historia que sea): por eso su verdadera vanguardia no es aquella que niega o replica el pasado, sino la que logra reescribir una tradición a la medida de su tiempo.

Fotos: 1) Busto de Aristótles; 2) B. Brecht.

Nicolás Prividera / Copyleft 2010