VIVIR Y CREER
En algo hay que creer, suele decirse, como si el acto de vivir necesitara de un acopio de creencias que sustente una razón por la cual vivir. La descreencia absoluta es incompatible con el oxígeno.
En la novela de Selva Almada y la película de Paula Hernández de título homónimo, El viento que arrasa, un hombre cree en las fuerzas naturales mientras otro en las del cielo. El primero es mecánico y vive con su hijo en un páramo donde el calor define la experiencia, tanto como la soledad y la austeridad impuesta por el aislamiento; le dicen Gringo. El otro protagonista es el reverendo Pearson, un hombre de fe que viaja con su hija como asistente llevando la palabra de Dios de pueblo en pueblo. Un desperfecto en el motor del automóvil es la azarosa o providencial circunstancia que reúne a los cuatro en el medio de la nada y por unas horas.
El paso del papel a la pantalla ha sido prodigioso. La lacónica precisión conceptual de la novela se traslada a su representación cinematográfica: se aprovechan el cuerpo y los gestos de los intérpretes como si en ellos se cifraran sustantivos y verbos; un corte es un punto seguido; el empleo del color rojo, una descripción. La prosa de Almada y la poética de Hernández se amalgaman conjurando las diferencias inconmensurables de la indeterminación de la representación de cualquier novela y la confrontación material implicada en cualquier película. Nada podría explicar mejor la cercanía de la palabra y el fotograma que el cuerpo del señor Sergi López. Nadie excepto él podría ser el Gringo. Lo mismo con los otros tres personajes.
Una definición un poco olvidada de la noción de creencia es aquella que la caracteriza como un hábito de acción. La creencia explica un acto, también lo precipita. Creer ordena el mundo alrededor y asimismo permite coordinar con los demás las acciones propias y ajenas. Pero las creencias más vitales son menos perceptibles. Respiran en los actos, contienen los deseos, también los retienen o subliman. En El viento que arrasa todo eso se ve sin decirse, y cuando se necesita decir algo los diálogos que remiten a la novela protegen a la trama de hacer concesiones pedagógicas e ilustrativas. Por eso, la conversión de un personaje es tan asombrosa como la deserción de otro del dominio de un dogma.
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RK: ¿Cómo llegó a la novela y por qué sintió el deseo de filmarla?
Paula Hernández: El acercamiento a esta novela fue distinto a lo que me sucedió previamente con otros materiales literarios, en los que yo había contactado a los autores para acceder a una adaptación. Acá fue una invitación de Hernán Musaluppi, productor de Cimarrón Cine, quien había visto mis últimas películas y me ofreció adaptar el libro de Selva con libertad, permitiendo que desarrollara un punto de vista personal y autoral. Al leerlo, encontré temas que me interesan y conozco: las familias, la descendencia, la endogamia, la concentración de pocos personajes en un espacio. Pero también aparecía el universo religioso y el mundo rural, temas alejados de mi vida urbana y atea. Lo desconocido me generó un cierto temor, fue tan vertiginoso como atractivo, y me parecieron buenas señales para darle el sí al proyecto.
A diferencia de otros escritores, el universo del cine no le es ajeno. Ha sido testigo del rodaje de Zama de Lucrecia Martel y ha trabajado con Maximiliano Schonfeld en películas y series. Acá, su novela abandona la organización literaria y se reconstituye en planos cinematográficos. Usted sabe que hay algo inconmensurable ente ambos mundos. El reverendo Pearson en papel puede ser concebido de muchas formas en la imaginación, pero ni bien existe su encarnación en un fotograma adquiere una forma fija. ¿Cuál fue su impresión al encontrarse con esa transposición?
Selva Almada: Lo que me terminó de convencer de vender los derechos de la novela al cine fue justamente la conciencia de que la película sería la obra de otra persona, del director o la directora que encarara el proyecto. Cuando escribo los personajes no tienen un rostro definido, los concibo en trazos muy gruesos, por ejemplo, Leni podía ser una adolescente desgarbada, vestida como una mujer adulta, algo así se dice en la novela; pero después no tenía ni idea de sus rasgos, del color de su pelo… El Gringo era un tipo grandote con el pelo medio largo, punto. Y así con todos. Y cuando vi la película, ver a esos personajes hechos carne en esos tremendos cuatro actores fue muy emocionante. Supongo que para los nuevos lectores de la novela, sí ocurrirá esto que decís: Pearson va a ser Alfredo Castro.
Los cambios de la película a la novela son evidentes. En la novela el relato no es lineal. Hay varios recuerdos, también se pueden leer algunos sermones sueltos. El pasado de los personajes no tiene la misma impronta que en la novela. El inicio y el final son distintos, aunque en ambos casos remiten a capítulos similares del libro. ¿Cómo se decidieron esos recortes y adaptaciones?
PH: Cuando uno adapta un libro hay un montón de caminos posibles. Lo que funciona en un texto no precisamente funciona igual en el cine. Un ejemplo de eso es la temporalidad. La novela aborda muchas etapas de la vida de los cuatro personajes. El solo hecho de pensar en varios actores para que representara a cada uno de ellos en diferentes momentos etarios me pareció un despropósito. El flashback en el cine es un tipo de relato que a mí me distancia más que me acerca a lo que se está narrando. Es una cuestión simplemente de gustos. Veía con claridad que se podía contar en un tiempo continuo, con el viaje como excusa narrativa, algo que vemos en la novela de forma constante, porque es la vida diaria del reverendo y su hija. En ese transitar, emergen cuestiones del pasado, ya sea en los diálogos, recuerdos o solamente información para al actor; se trasladaron escenas del pasado a personajes del presente y los sermones religiosos se corporizaron en escenas concretas. A su vez, aparecieron nuevas ideas que no están en el libro, pero mantienen el tono o la sensorialidad. La película es una especie de fábula en donde se plantean las ideas morales, religiosas, terrenales y familiares que están en el texto. Lo que cambia es la forma, y el punto de vista, que en este caso es el de la hija.
Hay un punto en común entre la película y la novela: la única indicación temporal es el walkman, si bien en la película existe tardíamente una sagaz decisión en la que se introduce una ambivalencia temporal debido a un paisaje que remite al hoy y no al ayer. ¿Qué tienen para decir sobre la relación del relato con el tiempo?
SA: Las tres novelas que escribí están ambientadas en los años 90 porque prefiero que no haya teléfonos ni internet, que todas las noticias viajen de manera lenta y todo llegue un poco tarde, con delay, a esas regiones donde transcurren las historias. Pero al mismo tiempo son historias que podrían suceder ahora mismo. Lo del tiempo en el caso de las novelas es un capricho, casi un chiste interno, no sé si los lectores lo advierten o se quedan pensando sobre eso. En cierto modo el territorio donde sucede la novela, que sí es bastante preciso, con coordenadas espaciales concretas, también es solamente una excusa y eso lo demuestra la película que lleva la historia a otros escenarios y sin embargo sigue funcionando.
PH: Podría decirse que en esta película no hay tiempo, o que el tiempo realmente no es lo que importa. Es una excusa para contar lo que se cuenta y es funcional a eso mismo. Podemos estar en los ´90 cuando vemos unos casetes , pero también podemos pasar al presente ante la imagen de un parque eólico que sugiere el futuro existencial de Leni. La idea de esa ambigüedad juega también en ese día eterno, sin horas , en el que los personajes se ven obligados a permanecer en el taller mecánico, y juega en la puesta en escena y en la diversidad de recursos. Lo anacrónico y lo ambiguo en relación al espacio, a la frontera, al lenguaje que hablan los personajes, al tipo de relaciones que tienen esos padres con sus hijos, etc. fue algo buscado. Hay una sensación de época y si bien podría haber un anclaje a los ´90, momento en el que las nuevas religiones pisan fuerte en esos territorios, también esta historia podría estar sucediendo ahora mismo en algún territorio recóndito.
En el corazón del relato hay algo así como una laboriosa indagación sobre la creencia. El cristianismo es el sistema de interpretación puesto en juego y en su variante evangélica. Podría ser haber sido otra creencia, pero el problema sería el mismo: una relación acrítica y literal con el dogma religioso. ¿Qué les interesa de esa experiencia? Por otra parte, la representación del modo en cómo se vive la fe alcanza una inesperada actualidad.
SA: Cuando empecé a escribir la novela, la religión no aparecía en mi horizonte de interés: en todo caso me interesaba la relación entre una hija adolescente y un padre por el que siente amor y odio al mismo tiempo. Después, cuando el personaje del Gringo empieza a crecer en el relato, con la cuestión de la fe, el creer o no creer, el personaje de Pearson también se complejiza en esa oposición de fuerzas que son ellos dos y la religión o la discusión sobre lo dogmático empieza a tener más espacio en la trama. Yo no soy una persona religiosa, por eso me da curiosidad quienes sí creen fervientemente. Además, me interesó el lugar de asistencia social que ocupa la iglesia evangélica en zonas del país abandonadas por el Estado y aun por la iglesia católica, que viene perdiendo adeptos hace varias décadas.
PH: La película no es un tratado sobre el mundo evangélico, sino una historia sobre el mundo puntual de este reverendo y su hija. El de un evangélico que tiene el don de la palabra y que para llegar a alguien es capaz de intervenirlo psíquica y emocionalmente. Es un fanático, es manipulador, abusivo y puede arrasar hasta con su propia familia. Como bien decís, podría haber sido otra creencia, pero para mí fue un ejercicio revelador entender el mundo de la fe en estas nuevas religiones, principalmente en América Latina. Crecen levantando pastores e iglesias donde no hay nada o donde hay un sistema que está roto, donde el Estado falta. Conectan con un sentido religioso que no cambió: la creencia en el milagro. Pero lo que me resultó curioso es que lo hacen desde un lugar más directo con sus fieles. Encuentran una forma cercana, sin intermediarios y acogen ampliamente a sus seguidores. La transmisión es a través de la Biblia y de Cristo, no es una cuestión jerárquica o institucional como se da en el catolicismo. Son entidades de un crecimiento poderoso, con cuestiones organizativas, teológicas, sociales y culturales, que logran estar al día, se adaptan permanentemente con sus sermones a lo que acontece socialmente. Están en los poblados que transita el reverendo Pearson y están en muchos otros espacios de poder real, como el campo político más ligado a las derechas y a los poderíos mediáticos. Por un lado, está la palabra de Dios que salva y la acción concreta de la iglesia ayudando, pero al mismo tiempo resurgen muchas ideas conservadoras que ponen en jaque derechos ganados. Es un fenómeno muy amplio, con muchas aristas y zonas peligrosas.
Para quien haya visto primero la película y después leído la novela es imposible disociar al reverendo de Alfredo Castro, al igual que al Gringo de Sergi López, Leni de Almudena González y Tapioca de Joaquín Acebo. ¿Cómo los eligió? Son papeles consagratorios.
PH: Desde el inicio se planteó que el casting del reverendo y del Gringo tuviera un perfil internacional. Ese requerimiento lo tomé como un desafío: no sabía a qué actores nos iba a llevar, pero sí tenía claro qué tipo de actores, por más internacionales que fueran, no quería para esta historia. Había que ser muy precisos en la elección y en la preparación de esos cuatro roles, que en este caso, también se despegaban un poco de la novela, en cuanto a edad principalmente. Alfredo Castro es un actor que siempre me interesó por cómo aborda sus trabajos. Hay un borde emocional y sensorial en su actuación que era interesante para pensar en el mundo del reverendo Pearson. Supe que tendríamos que trabajar fuertemente el tema de la palabra religiosa, encontrar una forma de hablar en lo público y en la intimidad, pero confiaba en el trabajo que tendríamos por delante. Algo similar ocurre con Sergi respecto de su trabajo y de su forma de estar en la escena. Son actores con mucha inteligencia emocional, les gusta arriesgar y transformarse. Y eso es una de las cosas que más me gustan del trabajo con los elencos: componer algo donde no hay nada, sin referencias de trabajos previos. Con relación a los hijos, encaramos un largo proceso de casting, y un proceso de entrenamiento posterior. Los buscamos en Argentina, no solo en Buenos Aires, también en algunas otras provincias y en distintas regiones de Uruguay. Cuando aparecieron Joaquin y Almudena fue maravilloso, porque uno tiene ideas preconcebidas de los personajes, pero después aparecen los cuerpos reales, que te llevan a repensar y formatear a esos personajes. Ambos son sensibles, inteligentes, talentosos y se sumaron a esta búsqueda de componer mundos tan alejados a su cotidiano como veníamos trabajando con los actores adultos.
¿Qué sintió al ver a Leni, a Tapioca, al Gringo y al reverendo en esos intérpretes?
SA: Como decía antes, me emocionó muchísimo. El casting de la película es impecable. Ya conocía y admiraba a Alfredo Castro, también a Sergi López. Pero Almudena González y Joaquín Acebo fueron una completa revelación para mí.
En la novela se lee: “De a poco, la respiración se acompasó; el corazón dejó de bambolearse adentro de la caja torácica, volvió a encontrar su hogar entre los huevos”. Esta oración es infilmable, y es una pena inmensa porque es una descripción sobre la fisiología de la intimidad que es extraordinaria. Al leer cosas así, ¿pensó en cómo filmar lo que se transmite en descripciones que solamente pueden pertenecer al dominio del lenguaje?
PH: Es como decís: hay construcciones literarias que son infilmables. La literatura y el cine son dos lenguajes que pueden tener puntos de contacto, pero que difieren mucho uno del otro. Lo mismo ocurre con relación a un lector y un espectador: las palabras llevan a construir un mundo único e intransferible en la cabeza del lector, y, en el caso del lenguaje audiovisual, hay algo concreto que se ve y se escucha en una pantalla. Cada espectador tendrá su propia conexión emocional con la película, pero es algo más “concreto” que un texto literario. Pienso que la tarea en la adaptación, por lo menos lo que a mí me interesa de ella, es bucear en el sentido profundo de las frases, colarse entre las palabras y convertir esas ideas en escenas concretas o abstractas, pero sosteniendo esa sensorialidad que viene del texto. Se usan todas las herramientas del cine para transmitir eso mismo (o algo similar). Es a través del encuadre, el color, la actuación, el sonido, la música, el montaje, etc., que podemos llegar a algo de eso infilmable, pero que nunca va a ser lo mismo que esa oración literaria. Casi me atrevo a decir que la novela es un punto de partida para formar una alquimia nueva en donde ese universo que sale de las palabras encuentra una nueva forma.
En la película se incluye una escena que está en la novela como recuerdo: la del paso por un hotel donde el padre y la hija duermen juntos. En la película se respeta muy bien el tono del relato, pero en esa escena se incorporan ángulos de cámara, un trabajo formidable de la profundidad de campo y también una concepción cromática que define la naturaleza de la escena. ¿Qué descubre en un pasaje como ese especto de su propia escritura?
SA: No volví a leer la novela después de haberla publicado y eso fue hace doce años, así que no tengo tan presentes las escenas. Recuerdo que en un primer borrador había una escena de hotel bastante confusa, pero creo que en la versión definitiva eso ya no está o estaba apenas esbozado y creo que en la película se genera una gran tensión, que dice muchísimo de esos dos personajes mostrándolos desde la incomodidad y la ambigüedad; es una gran escena.
La película aprovecha el hermoso empirismo primitivo del mecánico para comprender el mundo y los actos humanos, y la teología reduccionista del reverendo, que explica absolutamente todo como dos posturas en tensión dialéctica que anticipan una confrontación ineludible. En esto, las palabras son casi las mismas, también sus efectos: la posible conversión de Tapioca, el fin del asentimiento de Leni respecto de la fe de su padre. ¿Por qué decidió respetar a pie de la letra este conflicto?
PH: La novela habla sobre dos visiones opuestas de mirar el mundo encarnadas en estas dos familias antitéticas. La idea de los opuestos como un espejo en donde también poder mirarse y repensarse es algo que me interesa. El mundo se hace más amplio cuando se aleja de uno, y es también una forma de encontrarse. En este caso, la detención obliga a estos dúos a verse y a sopesar la endogamia en la que viven. Quizás hay un pequeño (o gran) corrimiento de la novela con relación a los destinos de los personajes, y tiene que ver con la modificación del punto de vista. Quien mira y escucha en silencio es una adolescente que intenta salir de una incomodidad que no puede precisar al inicio del film, pero que acumula a lo largo del relato, y puede hablar y accionar sobre el final. Casi diría que es “poner en acto” lo que Leni en la novela fantasía para su vida. Y quizás también es un signo de época.
*Publicada en otra versión y con otro título por Revista Ñ en el mes de marzo.
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