METOK

METOK

por - Críticas
09 Abr, 2024 10:20 | Sin comentarios
Metok, una monja tibetana que estudia en un monasterio al norte de India, decide regresar al Tíbet, tras largos años de ausencia, para asistir a su madre en un parto. 

La aventura de la otredad

La última película de Martín Solá, Metok (2021) (programada por el MALBA), cierra la trilogía abierta por Hamdan (2013) y seguida por La familia chechena (2015). Trilogía (sin nombre aunque construida con cierta unidad formal y de sentido, entre otras cosas) a la que, si se pusiera el énfasis en la dimensión argumental podríamos denominar “De los cuerpos en plural, y las palabras en singular” (o viceversa). Pero si, en cambio, se tomara en cuenta el acontecimiento cinematográfico en su conjunto (hacer y/o mirar una película) podríamos llamarla “De la ética de la percepción”. En cualquier caso, la naturaleza del cine y su controversia con lo real, nos recuerda aquello de que “… en las fábulas prima el número tres”. Trilogía, entonces, porque el director puso el foco en tres vidas: la de un palestino, la de un checheno y la de una tibetana. 

Metok es protagonista y narradora (así como lo fueron Alí Mahmoud Hamdan Sefan y Midaev Abubakar) del relato que cuenta la película. Mirando a cámara, en primer plano, relata que esa noche soñó con su madre y, por la mañana, recibió un llamado de ella pidiéndole que viaje al Tíbet. Sin saberlo, quizás habíamos compartido aquella pesadilla cuando, en la primera escena del filme, con la pantalla negra escuchamos la emergencia de un incendio y los pedidos de auxilio. El recurso de la pantalla en negro y el sonido abierto (recurrente en sus trabajos) es parte de la poética que desenvuelve Martín Solá en la trilogía. Como si de ese modo quisiera subrayar que “el cine de lo real” (tal como lo define) es una paradoja y no un dogma, sus películas parpadean mediante fundidos a negro que se alternan con las imágenes y, en ocasiones, estiran el sonido de esas imágenes que ya no están, creando un fuera de campo artificial.

Metok transcurre, preponderantemente, en el tránsito entre el norte de India y el Tíbet. Un territorio de acceso trabajoso por las características topográficas (casi 5000 metros de altura, con pasos de montaña muy estrechos) e interdicto por discordias políticas históricas (los “puertos de montaña” tienen acceso restringido en algunas zonas, controladas por el ejército). La cámara de Martín Solá filmó a pleno sol, en la oscuridad de los túneles y pasadizos, en las calles polvorientas de pueblos que resultan laberintos a la mirada occidental. 

La paciente Metok atravesó un río, abordó un tren, caminó en la penumbra con la ayuda de un guía. La cámara de Solá filmó cada instancia combinando planos en secuencia, primeros planos, planos medios que respetaron la velocidad y la textura del registro de lo real, en tiempo real. Lo que se ve y lo que no. Lo que sólo se escucha o, en ocasiones, lo que suena en desincronía con la imagen. El jadeo de los cuerpos. Los ruidos de la travesía. La lluvia. El polvo, la opacidad y el brillo disputándose el foco de la cámara.

Metok, la protagonista, cumple su propósito: llega al Tíbet, se reencuentra con su familia, asiste a la parturienta. Metok, el documental rebalsa la historia personal de la monja tibetana. Solá hibrida la índole de su película para poder navegar el registro de lo real y abandonarlo llegado el caso, provocando quiebres en la narrativa. Se trata de momentos en los que el realizador parece dejar la cámara flotando, cautivada por el movimiento y el sonido del ferrocarril, mientras la voz de Metok reflexiona sobre su pasado y su presente. Momento existencial y atmosférico, sin embargo, furiosamente físico. 

El otro en cuestión

Hamdan, La familia chechena y Metok recorren existencias escandidas por conflictos territoriales. Todos los protagonistas son nativxs de y habitan naciones no reconocidas como tales. Cada unx asumió y enfrentó esa circunstancia de diferentes maneras. No obstante, la historia que narran, aun siendo autobiográfica, derrama sobre la comunidad a la que pertenecen. En este sentido, las tres son películas en primera persona que proyectan problemáticas comunes a la sociedad a la que pertenecen lxs personajes. 

En tanto extranjero, Martín Solá sostiene esa primera persona en la voz y la imagen de la y los protagonistas reales. Como si hubiera salido a su encuentro para dar a conocer sus historias, sus tormentos, sus ritos de expiación. Aquí se devela una ética que, a lo largo de los tres filmes, se expresó a través de todo tipo de procedimientos: relatos en primera persona y en primerísimo primer plano, diálogos, sonidos ambientales, superposición de imágenes, utilización de cámara en mano y cámara fija, variación de lentes, indeterminación de la imagen realista hasta llevarla a la pura textura, encuadres descentrados, y muchos etcéteras más. 

La poética cinematográfica de Solá es inagotable. Demanda tiempo para mirar sin tiempo. Ofrece un mosaico inestable de información y de belleza. Es un cine de lo real que otorga el estatus de otredad plena a tres subjetividades víctimas de la hostilidad contra sus territorios. Tres subjetividades que, para la historia del cine, son “otredades subalternas”. Tres subjetividades a las que la Historia y el statu quo internacional les desaparecieron los cuerpos, les negaron las memorias, les masacraron la expectativa de vida. En Argentina, sabemos de qué se trata eso y estamos experimentando el horror de, eventualmente, volver a vivir esa historia. 

Al cabo, una vez más, el cine preserva, restaura, pone en conversación imágenes, palabras y sonidos de la vida. No importan su procedencia, su identidad civil. El cine puede darle sentido a la ausencia de color, a la intolerancia o a la fe. Por eso, tal vez, una tercera y más acorde opción para nombrar la trilogía de Martín Solá sea: “De la vida y del cine”. 

María Iribarren / Copyleft 2024